Lucha y trampas entre oprimidas

Lucha y trampas entre oprimidas

El comentario sobre el “campo de nabos” de Leticia Dolera en los Goya ha vuelto a hacer visible un viejo debate feminista que, en los últimos meses, está muy presente en entornos activistas: la transmisoginia.

Imagen: Emma Gascó
06/02/2018

Ilustración de Emma Gascó

El concepto de la transmisoginia, partiendo de la propia idea de misoginia (aversión a las mujeres o falta de confianza en ellas), recoge las especificidades de esa aversión hacia las mujeres trans, que está a la orden del día también entre feministas. Ana de Miguel critica que el feminismo sea la única teoría en la que vale una afirmación y su contraria y el caso es que, para solucionar las muchas diferencias a las que nos enfrentamos, parece que nos sirve con afirmar que feminismos existen muchos.

Esa diversidad de corrientes nos enfrenta en debates encarnados, virulentos y, casi siempre, virtuales; nos enfada y nos aleja; nos cuestiona y cuestiona a las otras. Esa diversidad y su gestión, de momento deficiente, podría ser leída tanto como nuestra gran riqueza como nuestro peor lastre. Para determinar si el comentario de Leticia Dolera es o no es transfóbico, podéis leer el reportaje de mi compañera June Fernández, pero a mí lo que me interesa de este debate es analizar cómo algunos argumentos sobre la forma en la que nos posicionamos ante ciertas cuestiones nos sirven para algunos temas, pero los desechamos ante otros.

Ante la participación de hombres cis en espacios feministas y en la elaboración de discursos sobre igualdad muchas hemos asumido —quizá con demasiada ligereza— que su papel debe reducirse a cuestionarse en silencio. Si preguntan, les mandamos a leer a la Wikipedia. “Nosotras no os vamos a educar”, les decimos y rápidamente determinamos como machista cualquier comentario que cuestione los planteamientos de nuestro feminismo. Las críticas a un uso no sexista del lenguaje que argumentan que se tratan de fórmulas engorrosas nos sacan de quicio, pero asumimos que el comentario de Dolera no es transmisógino sino simplificador para permitir así que el mensaje llegue con más facilidad. Las feministas sabemos bien que la simplicidad del lenguaje provoca la construcción de un imaginario generalizante en el que siempre somos obviadas las mismas. Claro que nombrar a las mujeres implica nombrar a la mitad de la población y no son tantas las personas trans, pero ¿y dónde queda entonces nuestro discurso sobre las minorías y el valor de la diversidad?

Quizá con más dificultades, pero empezamos a asumir esa misma premisa también ante los discursos sobre racismo de compañeras y compañeros racializados. Si una persona, que se sitúa y situamos en una categoría de opresión, determina que cierta actitud o comentario es violento, aceptamos la premisa sin cuestionamiento. No sé, claro, si por miedo a las críticas o porque estamos convencidas. Además hemos asumido también —y yo cada vez tengo menos claro este planteamiento, ¡con lo que yo he sido!— que sólo las que sufren cierta discriminación están legitimadas para hablar de ellas. De prostitución, que hablen solo las putas. De maternidad, las madres. Pero esta línea de argumentación, este esquema ideológico al fin y al cabo, parece que no sirve ahora para hablar de transmisoginia. Muchas compañeras trans están denunciando esta forma de discriminación y, sin embargo, las redes feministas arden con comentarios que cuestionan su vivencia. ¿No era suficiente con nuestra experiencia? ¿No habíamos reducido al mínimo ese “lo personal es político”? ¿Por qué no es transmisoginia algo que siente así una mujer trans y sí tenemos que aceptar como machismo la percepción del mismo por parte de una mujer cis? ¿A caso no todas las percepciones son igual de válidas? ¿O tal vez estamos reaccionando con las mujeres trans con la misma rabia con la que respondemos a los hombres que nos cuestionan? Preocupantes, dolorosos y altamente perjudiciales para la salud son todos los comentarios de feministas cuestionando la identidad de género de mujeres trans: “Son hombres disfrazados de mujer”, he llegado a leer estos días. Si asumimos que la voz de las oprimidas es la medida y la línea que determina qué es violencia y qué no lo es en algunos casos, deberíamos mantener la misma lógica en todos los planteamientos. La subjetividad y el conocimiento situado no pueden obviar la importancia de construir métodos de argumentación que nos permitan ser justas.

Puede que ante el eje de opresión que vivimos las mujeres respecto a los hombres veamos más claras estas cuestiones, pero lo cierto es que lo trans y lo cis conforman dos realidades opuestas y una de ellas, en este contexto sociopolítico, tiene unos privilegios respecto a la otra. En mi caso, no me siento cómoda definiéndome como persona cis porque no creo que sea una cuestión identitaria importante en mi caso. No me defino tampoco blanca ni paya porque también esas son categorías privilegiadas, que no necesito ni reivindicar ni defender. Ser consciente de que mi identidad está atravesada por distintas opresiones y que no me situo en el mismo punto ante todas me ayuda a entender algunas cosas. No me siento cómoda nombrándome mujer y mi identidad lésbica es lo que más me define ahora, pero no soy una persona trans. Tampoco soy negra ni gitana. Yo, que me he construido en torno a la lesbofobia que he sufrido y a las estrategias de resistencia que he generado para hacer frente a tanta violencia, formo parte también de otras categorías políticas que no me permiten lamentarme. De la deconstrucción cultural que necesito hacer para no tener actitudes tránsfobas, racistas o gitanofóbicas —sólo por poner algunos ejemplos— no me libran mis amigos trans*, ni mis vecinas gitanas o argelinas. Igual que a ningún hombre le exime del machismo tener amigas, madres o novias. Nuestro deseo de alianzas con las personas trans* solo sirve si está acompañado de un cuestionamiento profundo y radical no sólo de nuestras actitudes sino de nuestros deseos y pensamientos más profundos. Las que no reconocen a las mujeres trans como tales, a mí me sobran en este camino hacia un mundo que celebra y pone en valor la diversidad.

La dificultad de este viaje no puede evitar que lo emprendamos. El reto no es más ambicioso que cualquier otro a los que enfrentamos en nuestro deseo por construir un mundo más justo para todas. Las soluciones, si logramos deshacernos de las resistencias, no parecen tan complejas. ¿Cómo evitamos, por ejemplo, que un texto sobre sexualidad entre adolescentes sea heteronormativo? ¿Cómo construimos un relato sobre la maternidad sin que sea transfobo? ¿Cómo podemos trabajar para no invisibilizar a las mujeres con diversidad funcional? La clave está en el punto de partida, en el lugar de enunciamiento. Si planteas una investigación, un artículo o un reportaje sobre la sexualidad en la adolescencia, no preguntas a adolescentes lesbianas o maricas y no dices que se trata de una investigación que sólo recoge las vivencias de adolescentes heterosexuales, el resultado es homófobo y lesbófobo. La invisibilidad es violencia, pero esto ya lo sabíamos, ¿verdad? Evidenciar la realidad que se está tratando de explicar evita la invisibilización de los colectivos y personas que habitualmente condenamos al ostracismo y, además, permite revisar también las especificidades de estos colectivos así como la falta de interés habitual por considerar su realidad.

En definitiva, nos enfrentamos a un gran reto: no hacernos trampas a nosotras mismas.

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