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“Desde luego, la Iglesia no ha ayudado nada. Las mujeres se plantean, especialmente en pequeñas comunidades, si están haciendo lo correcto y se echan encima la culpa si sus hijos o hijas no rinden en el colegio”, explica Ellul, que lo vivió en carnes propias. Criada en una familia muy conservadora, la incomprensión de su madre cuando no dejó de trabajar ni tras casarse ni tras tener hijos le hace valorar la necesidad del apoyo familiar para poder tomar sus propias decisiones. “Si no, es un camino duro”.
Farrugia también cree que la concepción social de que la mujer se tiene que quedar en casa cuidando de la familia todavía existe y es muy fuerte: “Los hijos e hijas todavía pertenecen a la madre”. Borg coincide en que ha sido un flaco favor por parte de la Iglesia no señalar también la implicación del padre como responsable de la familia.
“En los países mediterráneos se ha sometido a la mujer a un tremendo sacrificio, sobrecargando en sus hombros la responsabilidad de la familia, sin pagar esa contribución a la sociedad ni invirtiendo en ellas, sin darse cuenta del coste de someter la maternidad a esa carga”, añade.
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Mizzi adora su trabajo con familias y parejas al frente del movimiento Caná, la organización de la Iglesia que tiene la última palabra en esta materia. Se ordenó en 1997 y desde entonces le ha dedicado todas las horas del día a lo que considera los dos pilares fundamentales de la sociedad:
“La familia y la Iglesia han mantenido al país unido. Son dos identidades para nuestro país, nuestra gente y nuestra cultura. Nosotros fomentamos la idea de la familia unida para toda la vida. Esto es bueno no solo para las familias sino también para el bien de toda la sociedad, el mejor interés del Estado. En definitiva, el bien común. Una familia fuerte hace una población fuerte y una sociedad fuerte”, sentencia.
Después de años asesorando a matrimonios malteses, ve que los más jóvenes comparten las tareas, algo impensable hace unos años. Asegura que en sus cursos matrimoniales invitan a las parejas a reflexionar. “Es su decisión como pareja. Se tienen que preguntar, ¿sufrirá la familia o los hijos si la mujer vuelve al trabajo? La mujer suele quedarse los dos primeros años con los niños y después vuelve al trabajo pero es algo que se tiene que negociar dentro de la pareja”.
GOBIERNOS MATERNALISTAS
“Hay 100.000 mujeres inactivas, muchas mayores de 35 años, y casi todas están deseando incorporarse al mercado laboral, idea que además ahora se refuerza por una realidad obvia: es muy difícil vivir de un solo sueldo y más en tiempos de crisis. Si esas mujeres tuviesen oportunidad de trabajar, lo harían”, argumenta Borg.
“Durante muchos años en este país no se ha invertido en guarderías, ni se han modificado los horarios de las escuelas. Pueden parecer hechos simples pero es esta falta de estructura lo que hace de verdad difícil de compaginar el empleo con la familia y, de hecho, han convertido a Malta en uno de los países con menor tasa de maternidad”, explica.
En esta falta de políticas sociales, ni la Iglesia, ni el catolicismo ni la tradición tienen mucho que ver. |
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Pero también fueron estos gabinetes progresistas los que forjaron medidas que han tenido más bien dudosos beneficios para las maltesas. Elaboraron unas políticas ‘maternalistas’ que empujaron a muchas mujeres a una dependencia económica aún mayor de sus maridos y familias, el empobrecimiento de las ancianas e hicieron muy vulnerables a las esposas cuyos matrimonios fracasaban.
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Ninguna de esas medidas estimulaba la incorporación de las maltesas al mercado laboral y las marginaba como ciudadanas de sus propios beneficios fiscales, y en muchos casos llegada la vejez les impediría cobrar pensiones. Fue una legislación discriminatoria.
De hecho, para muchas de las mujeres que tuvieron que emplearse en el pasado, la única alternativa fue hacer que su hogar fuese también su centro de trabajo: la mayoría de las casas de huéspedes en La Valletta están regentadas por ancianas, entrañables señoronas que viven y trabajan en el mismo lugar, muchos pequeños restaurantes o tiendas de comestibles también y aquellas que no pudieron sacar adelante un negocio propio se emplearon en servicios domésticos. Todas ellas a menudo en el mercado negro, sin tasas ni impuestos, ni cotización.
De esa generación de amas de casa y empleadas, Rose Marie, de 55 años, reconoce que para ella fue un alivio haber criado a sus hijos entre las mesas del restaurante y las habitaciones de su pequeño hotel, Le Bonheur, un establecimiento que abrió su padre en 1946 en el corazón de Valletta y ella heredó en 1973.
De su grupo de amigas, todas ellas hoy chicas de oro maltesas, muchas han sido madres y trabajadoras. “En empleos domésticos poco remunerados y se han jubilado muy pronto, aunque una amiga fue química y otra profesora; nunca hubo problema en que la mujer trabajase. Las maltesas somos muy fuertes, tomamos las decisiones en la familia y la economía doméstica. El problema en nuestra época no era tanto que la mujer trabajase sino que descuidase a su familia, a su marido o el cuidado de sus hijos. Eso si hubiese sido un escándalo 30 años atrás”, explica.
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