El árbol que camina
En esta serie de crónicas, Iñaki Mendizabal Elordi se acerca sin pretensiones a cubanas y cubanos diversos. De esos diálogos, llenos de los matices que la prensa se deja por el camino al empeñarse en mostrar una Cuba polarizada entre castristas y opositores, extrae momentos e historias que sirven para entender mejor el país y sus gentes.
El Torreón de la Chorrera, pequeña fortaleza anclada en una de las orillas de la desembocadura del río Almendares, marca el límite entre los barrios de Vedado y Miramar. La interminable Quinta Avenida se sumerge allí en un diminuto túnel para asomarse por sorpresa a otro mundo, al corazón de un paisaje tranquilo. Calles anchas, grandes parques, embajadas, modernos hoteles y edificios de negocios confieren a Miramar una pincelada de modernidad que no se aprecia en muchos lugares de la capital cubana. Aún hoy este distrito conserva parte de su pasado boyante.
Alejado de la agitada Centro Habana, el barrio sigue sus propias pautas y su propio pulso, bañado por la brisa fresca que le regala la proximidad del mar. Mercedes Cárdenas vive en el barrio desde hace veinte años y trabaja en uno de sus amplios y tupidos parques desde hace catorce. Todas las mañanas se despierta a las seis, toma una taza de café que acompaña con trozos de piña, guayaba o mango, dependiendo de la temporada. No viste uniforme y de no ser por la escoba y el recogedor nadie repararía en su oficio: Mercedes trabaja limpiando el parque. Un parque, uno de tantos que hay en Miramar, pero para ella es El Parque.
Empieza temprano, hacia las siete, y concluye su trabajo a las tres de la tarde. De doce a una se toma su almuerzo, un pequeño pero sabroso bocadillo de jamón y queso o de tortilla francesa. Sentada en un banco de piedra, absorta en su panecillo y vencida por la modorra de la mañana, Mercedes parece una pieza más del vergel, un animalito frágil y tierno de movimientos pausados, casi imperceptibles.
Pronto cumplirá 65 años, momento en el que dejará de trabajar y se dedicará a dar pequeños paseos y a cuidar de su sobrino, con quien comparte su casita de la calle 10. “Quiero dejarlo, son muchos años trabajando, pero tengo necesidad, ya tú sabes. Me divorcié de mi marido, que es de Pilón, de Oriente, y ahora tengo a mi cargo un sobrinito”. Sus ojos, diminutos y cavilosos como los de un roedor, están fijos en un manojo de laureles de tronco recto y corteza gris. “Mira, ahí tengo casuarinas. La gente los llama pino pero son casuarinas”. A la casuarina se la conoce también como el árbol de la tristeza. Mercedes entrecierra los ojos y su cara pequeña se achica aún más, formando irregulares olas de piel vieja que cuelgan de sus mejillas. Por un momento parece contagiada por el veneno de la casuarina pero vuelve a abrir los ojos y suspira hasta quedarse vacía de aire: “Echaré de menos a los pájaros… y también el olor a resina”.
[sc name=”suscribete”][/sc]Mercedes se sabe de memoria los nombres de todos los árboles del parque. “Tenemos palma real, laurel, casuarina, majaguas, alguna ceiba… y jagüey. Aquí hay árboles que tienen más de 150 años”. Deja de hablar por unos segundos. El tupido bosque de añejos gigantes parece mirarla. “El jagüey es un árbol muy curioso. Da cerezas rojas, pero no se comen ¿eh? También lo llaman el árbol de la suerte o el árbol que camina. ¿Ves las raíces que tiene?”. Señala un jagüey blanco, prodigioso y tenebroso a la vez. Luce un follaje atractivo pero una forma torcida y muy ramosa, con raíces adventicias que se enrollan alrededor del tronco principal. Crece abrazado a otro árbol, al que acabará por estrangular. Sus raíces nacen de ramas extendidas y descienden en forma vertical hasta penetrar en el suelo, actuando luego como soportes. “Yo los he visto crecer, he visto cómo las raíces se convertían en troncos, y así, poco a poco, van avanzando, aunque tienes que observarlas cada cierto tiempo para saber que han avanzado. Mucha gente que pasa por aquí me pregunta por esos árboles porque creen que se plantan así, tal cual están. No, esos árboles caminan aunque hay que estar aquí para verlo”.
El parque, sumido en la sombra fresca de la mañana, está colmado de aromas y sonidos. Mientras Mercedes mastica con detenimiento su último bocado, un joven se sienta a unos pocos metros, abre una funda y levanta un saxofón sobre sus hombros. Allí mismo, de pie, empieza a tocar. “Viene a menudo. Es un buen chico pero no le hago mucho caso. Yo estoy trabajando”. Una pequeña lumbre se enciende en las pupilas de la mujer. “Mi ex marido es de Pilón. ¿Sabes dónde está Pilón? Está en Oriente, muy lejos de aquí. Un pueblo pequeño donde casi no llega ni el teléfono. ¡Niño, aquella es la casa del Diablo!”, y se parte a reír. “Hace años que nos separamos. Ahora lo único que quiero es estar tranquila. Estoy ahorrando unos pocos pesos que guardo en una cajita. Voy acumulando poco a poco. Quiero dejar pagada mi inhumación. Quiero que me incineren, no quiero que me entierren. Además, ¿quién va a ir al cementerio a visitarme? No quiero que vaya nadie, los cementerios son fríos. Nada, prefiero convertirme en ceniza y que la echen en Matanzas. Yo soy de Matanzas, ¿te lo había dicho?”. Se limpia los labios con la mano izquierda mientras estruja el papel del bocadillo en su puño derecho. Se detiene un segundo para masticar un pedazo de pan que se muestra rebelde. Pájaros negros y grises gorjean a nuestro alrededor, pero no tarda en prevalecer la melodía del saxo, que llega como un batir de alas.
Mercedes sigue hablando sin mirarme: “¿Conoces Matanzas? Matanzas no es Pilón, ¿eh? Matanzas es muy bonito, la ciudad de los puentes. Tiene…” y empieza a contarlos, pero no recuerda. Cinco, seis. Quizá siete. No importa. Mercedes habla de su localidad natal y no pierde la lumbre de sus ojos. “¿No has estado allí? Vaya, pues tienes que ir” –prometido-. Vuelve a hablar del parque y de su minucioso trabajo, de su sobrino y de la victoria electoral de Obama. Habla sin prisa pero sin pausa. A ratos la conversación le pesa en las cejas. Rodeados de inquietantes jagüeys, pregunto por los deseos de los cubanos, pregunto por los deseos de Mercedes. “Algunos vienen y piden deseos al árbol, pero no se acerca mucha gente a eso. Es como una tradición. Yo no les pregunto nada. Hay gente que se sienta en los bancos de piedra y los mira. Otros parecen rezar. Pero son pocos, muy pocos”. El saxo deja de tocar y Mercedes se calla. El silencio la ha sorprendido y por un momento muda el paisaje de su mirada, que se llena de zarzas: “Yo no, yo nunca le he pedido ningún deseo. No se me ocurrió”.
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