Lydia Cacho: “Si fuera una mujer amenazada, me gustaría que me dieran voz”

Lydia Cacho: “Si fuera una mujer amenazada, me gustaría que me dieran voz”

El caso es que Lydia Cacho es una mujer amenazada, una periodista perseguida que ha visto peligrar su vida por publicar eso que algunos no quieren que se sepa. Ha sufrido detención, tortura, violación. Es una periodista comprometida. Y valiente.

18/01/2011

El caso es que Lydia Cacho es una mujer amenazada, una periodista perseguida que ha visto peligrar su vida por publicar eso que algunos no quieren que se sepa. Ha sufrido detención, tortura, violación. Es una periodista comprometida. Y valiente.

Nació en 1963 en México. Cuando se le pregunta por su formación cita a Sara Lovera, Mirta Rodríguez Calderón…: “En términos de investigación, de quien más aprendí fue de Lucía Lagunes. Es muy buena capacitadora”. Las tres –Sara, Mirta y Lucía, incluso la propia Lydia− son personas conocidas, reconocidas y de gran solvencia en las redes internacionales de periodistas con visión de género.

Lydia Cacho estuvo en Sigüenza (Guadalajara) a finales de noviembre de 2010. Vino a recoger el premio de periodismo Manu Leguineche, que otorga la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE). No era la primera vez que sus colegas españoles la galardonaban: la Unió de Periodistes Valencians reconoció su valor con otro premio. En 2009, la propia FAPE la aceptó como asociada con el fin de que la pertenencia a la organización le sirviera como aval y defensa. Está es una muy larga conversación.

¿Qué importancia tienen las agrupaciones de periodistas, independientemente de que tomen forma de asociaciones, colegios o redes?

Son fundamentales. Nos permiten capacitarnos y nos recuerdan cómo se hace mejor periodismo. Se aprende de las colegas. Particularmente, las de mujeres. Yo he participado en las de México, Centroamérica y el Caribe. Lo importante tiene que ver con la sororidad, con esa solidaridad que nos permite mirarnos a nosotras mismas como individuas y hacer reflexiones sobre cómo estamos, qué nos detiene. Incluso, sobre cómo hacer periodismo transforma nuestra vida personal. Cuando comenzamos a hablar de violencia contra las mujeres, ya la cubríamos de una forma distinta en los medios tradicionales a pesar de los editores. Gracias a estar en red, nos dimos cuenta de cómo estaba impactando en nuestra vida personal el hecho de cubrir las informaciones sobre violencia contra las mujeres. Porque, además, muchas de nosotras vivíamos otras formas de violencia. Las redes son espacios para el aprendizaje y para mirarnos mutuamente.

¿Se puede llegar a las redes de periodistas con visión de género partiendo de orígenes distintos al feminismo?

Absolutamente. Me invitaron a dar un curso para periodistas del Caribe en [la República] Dominicana. Lo titulamos ‘Lo que dejamos en la mochila de la redacción’. Algunos corresponsales que estaban allí fueron creyendo que era un congreso de periodismo. La mitad eran hombres y veteranos. Cuando entendieron que se trataba de hacer una revisión del impacto que tiene en nuestra vida emocional cómo ejercemos el periodismo, me empezaron a interrumpir porque creían que no hablábamos de periodismo, pero sí lo hacíamos. Estamos hablando de que, como individuas e individuos, estamos viviendo el periodismo y de cómo podemos hacerlo mejor sin convertirnos en unos cínicos, que es lo que le sucedió a la generación anterior a la mía. Llegó un momento en que ves tanta tragedia que, si no lo sabes manejar, te transformas en un cínico.

Es una protección.

Claro. Pero hay una diferencia entre aprender a protegerse o convertirse en una cínica. Se hace un periodismo distinto cuando no nos importa lo que les pase a los otros o cuando se siente empatía. No se puede llevar el sufrimiento a la cama contigo. Acabamos el taller de tres días, y los periodistas más jóvenes hablaban de la violencia contra las mujeres. Entendían que a lo largo de su carrera les había faltado aprender a mirarse a sí mismos como individuos. No era un taller de perspectiva de género, ni sobre violencia contra las mujeres, pero nos permitió encontrarnos con este espacio común. Lo que se necesita son alianzas de periodistas en todos los niveles independientemente del origen.

¿De qué hablamos cuando decimos feminismo?

Yo hablo de ciencia, de sociología, de filosofía… Es una forma de ver el mundo, que no es de las mujeres ni para las mujeres, sino para la igualdad. Es una visión de transformación social.

¿La periodista es más vulnerable?

En ciertos aspectos, en ciertas áreas… Las mujeres sufrimos ciertas discriminaciones. Están patentes en las redacciones. Llevo 20 años en el periodismo. Cuando entré, el sexismo era brutal: comentarios sexistas sobre mi apariencia −‘Si es guapa, no será buena reportera’−, te envían a Sociales porque eres mujer. Quienes estamos metidas en investigación de delincuencia organizada vivimos retos muy distintos. Los hombres pueden entrar muy libres a espacios que para nosotras son de difícil acceso. Por ejemplo, si investigamos la trata de mujeres. Antes de escribir este último libro, ‘Esclavas del poder’, platicaba con unos colegas que han estado en Tailandia, Camboya, México, Venezuela…, y pueden entrar a un prostíbulo como clientes, con su cámara escondida o no. Nadie les niega la entrada. A mí, como mujer, me es imposible, pero tengo que entrar. Hay ciertos espacios en los que además eres más vulnerable, porque puedes ser maltratada o desaparecer, incluso.

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¿Puede constituir una ventaja?

Hay espacios en los que sí. En muchas culturas somos invisibles, inocuas para la perspectiva machista. Investigando la trata de menores en la Ciudad de México me disfracé de novicia. Fue una experiencia extraordinaria. Me puse un hábito y las monjas me acompañaron.

¿Ellas estaban al corriente de su objetivo?

Sí. Se dedican a rescatar niñas y me ayudaron. No había otra forma. En mi país me reconocen y era peligroso que yo entrara tal cual. Fue una cosa rarísima, porque caminábamos por el barrio de la Merced, que es muy bravo, lleno de tratantes, prostíbulos y clientes… Además, están muy pendientes de que no lleguen periodistas. Hay mucha violencia. Fue una experiencia extraordinaria.

¿Por qué?

Por un lado eres invisible, pero todo el mundo te sonríe porque, si eres monja, necesariamente eres buena. Tenía a los tratantes a un paso, y los hoteles que, en realidad, son prostíbulos. Tuve acceso a un espacio con un disfraz de monja, una marca de género brutal y, cuando una se presenta como feminista, eso representa un peligro. Cuando somos mujeres y hacemos periodismo, dependemos de la mirada de los otros, del papel que nos asignan.

¿Puede constituir una ventaja frente a hombres machistas que sientan debilidad por las mujeres, coqueteen o incurran en paternalismos?

Puede suceder, pero me parece poco ético cómo periodista. Yo no voy con una minifalda adonde un sujeto al que quiero esculcarle el cerebro.

¿Esculcar?

Sí, hay una incongruencia ahí.

Margarita Landi, una pionera del periodismo español −fumaba en pipa, hacía sucesos, trabajaba en un mundo muy masculino, de policías, bomberos, ambulancias−, contaba que si detectaba esos paternalismos en sus fuentes, siempre, siempre, aprovechaba la oportunidad.

En ese contexto, sí. Una cosa es aprender a mirar esa debilidad y otra cosa es que lo provoque la periodista. Hay una frontera. Si el tipo es un político y empieza a decir cosas que jamás diría a un hombre…, quizá puedas sacar una buena entrevista.

Cacho recoge el premio Manu Leguineche en Guadalajara. Fundación Lydia Cacho

¿Qué opinión le merece que algunas reporteras de guerra no denuncien los casos de violación o vejaciones sufridas porque serían apartadas de la noticia?

Me parece durísimo.

Planteo la cuestión de otra forma: ¿Hay alguna información que merezca que se oculte un delito de violencia de estas características ejercido contra una periodista?

Yo creo que no. A mí me violaron, y estábamos en el hospital, mi madre, mis hermanas, toda mi familia, reaccionando un poco… Lo primero que hice, en mi columna de la siguiente semana, fue hablar de ello. No se lo puedo exigir a nadie, pero… Yo entrevisto a mujeres. ¿Cómo iba a ser capaz de sentarme frente a una mujer y pedirle que me contara la historia de violencia y, cuando a mí me sucede, no decir nada porque soy periodista? Somos individuas, tenemos derechos y no es adecuado hablar como activista de los derechos de las ciudadanas pero, cuando nos toca, callar. Respeto otras decisiones. Con el movimiento feminista hemos aprendido a ser congruentes.

¿La conquista de un derecho impone su reivindicación? ¿Una vez conquistado, es obligatorio ejercerlo?

Es un derecho siempre, pero depende de la generación. Cuando se tiene el conocimiento, hay una responsabilidad. En este momento, hay una regresión y nos quieren devolver a la cocina.

¿Ese episodio de violencia le ha afectado a la salud?

¿Mucho?

Mucho.

No quiere hablar de ello.

No, ahorita, no. Me ha afectado a mí y a muchas colegas. Un año después del encarcelamiento y la tortura, he tenido que aprender. Me tomé mis buenos cursos de medicina con mi doctora, porque no entendía lo que me estaba pasando. Me dijo: “Esto se llama estrés postraumático. Y te voy a explicar cómo afecta al cuerpo”. Los niveles de adrenalina que manejamos los corresponsales y las reporteras afectan al hígado, al páncreas, al circulamiento en general. Tomamos más cafeína… Y me hizo el mapa de mi salud, con mis vivencias personales. Empecé a entender lo poco que nos cuidamos. Nuestra generación heredó mucho de ese periodismo tradicional, supuestamente objetivo, patriarcal, que dice que no se pueden mirar a sí mismos. Tengo 47 años y me gustaría que las organizaciones profesionales entendieran el periodismo como algo mucho más humanizado. Y humanizante, además. Eso tiene que ver con aprender a cuidarnos. Yo, que entreno a periodistas jóvenes, conozco las reflexiones que hacen con respecto de la empatía, de la necesidad de mirarse. Los seres oprimidos son siempre quienes más aprenden de la humanidad. Lo veo en México. En la guerra contra el narcotráfico hemos perdido amigos, que han sido asesinados, y quienes están tomando el relevo son mujeres.

Esto requiere una explicación. ¿Se trata de un relevo generacional o de que a ellas se les franquea la entrada cuando ellos desprecian la tarea?

No. Debemos entender que quienes están asumiendo las tareas más difíciles frente a editores y directores amenazados, que opinan que no pueden arriesgar la vida de nadie… Y de pronto salen ellas, que quieren hacerlo y además quieren firmarlo. El respeto que los editores tienen a estas reporteras es creciente en México. Son las que se atreven.

¿Dónde está el límite entre la seguridad propia y la necesidad de informar?

Yo conozco los límites y los he ido desarrollando y comprendiendo porqué cruzo ciertas fronteras, porqué me he puesto en situaciones vulnerable cuando podría estar en otras más cómodas. Me queda claro que son elecciones que hago muy conscientemente, que las reflexiono y las comparto.

¿Es consciente de que está cruzando al otro lado?

Absolutamente. Yo aprendí mucho del machismo en mi país. Aprendí de lo que no me gustaba, de lo que me inquietaba y de lo que nunca haría. Cuando entré en la redacción, hace veinte años, las mujeres eran secretarias o la amante del redactor. Todos iban a la cantina. También mis compañeras, y hablaban como hombres e imitaban sus gestos. Te comportabas así o no eras recibida. Yo siempre pensé que no era lo que yo quería hacer. Ni soy hombre, ni me interesa serlo, ni los voy a imitar. Voy a hacer periodismo como yo lo veo y lo vivo, desde este lugar. Me ha costado mucho defenderlo, por eso aprendí a tomar decisiones de no convertirme en una valentona de esas. Cuando se toman riesgos, la valoración es ética. Cuando entrevisto a las niñas y mujeres en situaciones extremas de amenaza, me queda claro que ellas están arriesgando y tengo un compromiso ético con ellas. Y al darles voz, corres el mismo peligro que ellas. Te pone en peligro, eliges. Y yo he elegido que, si fuera ellas, me gustaría que alguien me diera voz. Tiene un costo.

Sabemos perfectamente cómo se produce la trata pero aún no sabemos cómo evitarla.

Tenemos el diagnóstico de cómo se produce e incluso de cómo podríamos evitarla. La gran frustración es que no está en nuestras manos. Debemos volver al machismo y a este neomachismo que viene de vuelta más recargado que antes. Cuando yo era adolescente, vivíamos una forma de machismo que era muy claro, muy evidente, y se podía señalar. Actualmente, los micromachismos lo hacen más complejo todo. Los dominadores han asumido el discurso feminista, porque es lo correcto, pero lo han debilitado de tal manera que nos hacen creer que quienes hacemos cosas somos excepcionales y, al plantearlo así, dicen al resto de las mujeres que ellas son normalitas y no serán capaces de nada. Yo creo que todas las mujeres somos excepcionales en un mundo patriarcal. En este contexto ya hemos aprendido a denunciar la violencia. Antes las abofeteaban, las castigaban, las amenazaban. Ahora, que ellas han aprendido a denunciar, las matan. A las mujeres jóvenes les toca una tarea monumental: reinventar cómo ser mujeres en un mundo de neomachistas. La trata se vincula directamente con la violencia, porque los consumidores son los hombres.

¿Ahora, que ya han caído redes de trata de hombres, para el consumo homosexual, estaremos más cerca de la solución?

No, no.

¿No debe prosperar la idea de que cuando un problema les afecta a ellos la solución llega antes?

No, porque se aplicará la homofobia. No creo que se pueda generalizar. En la lucha contra la trata de niñas, estamos asistiendo a un fenómeno nuevo en la historia, que se produce una coincidencia entre feministas de izquierda y la derecha religiosa. El discurso acaba siendo el mismo: las mujeres no deben ser sometidas y la sexualidad no puede convertirse en moneda de cambio. También hay grupos de neofeministas que se unen a los grupos de tratantes para tratar de legalizar la prostitución en el mundo, declarando que es un derecho de la mujer convertirse en prostituta. En México tenemos a una de las grandes feministas, Marta Lama, que ahora está por la legalización de la prostitución. Y aseguran que quienes digan que la prostitución no es un acto de libertad para las mujeres traen un rollo moralino. Hay un peligro en el mundo entero con este debate. Una cosa es que haya un grupo aislado de mujeres con ciertos privilegios, que promueven la libertad para ser prostitutas, que piensan que le pueden sacar 3.000 euros a un tipo, y junto a ellas, millones de mujeres que están siendo prostituidas y que no tienen opciones reales de elegir.

¿He interpretado bien que está por la prohibición?

Tendencialmente, sí, pero es importantísimo ver los derechos de las mujeres que están en el comercio sexual. No se las puede criminalizar, sino respetar sus derechos y darles opciones. La gran mayoría están forzadas. Antes no pensaba así pero, después de cinco años de investigación de la trata y de darle la vuelta al mundo, he cambiado. En Pakistán están la abuela, la madre y la hija todas en prostíbulos. La nieta tiene 14 años y, cuando hablas con ellas, dicen que eso es así y que es lo que les permite su país. Tres generaciones sometidas a esa esclavitud. La única opción que tienen en la vida.

La prostitución es una fuente de financiación de los medios impresos en España.

Sucede en México también. Se sabe que algunos de los anuncios tienen detrás la trata. Es un negociazo. Es un asunto de ética. Es dinero que entra en efectivo.


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