Sólo fingía tener complejos

Sólo fingía tener complejos

A Ania Yoel desde pequeña le erotizaban el vello y los pechos en desarrollo de sus amigas. A la vez aprendió que son cosas de las que una chica tiene que avergonzarse y que la exponen a agresiones machistas. Harta de tabúes, inseguridades y secretismo, ella disfrutó de su desarrollo tardío en secreto

08/03/2013
Sangre menstrual

"Yo me sentía mal por no tener la regla y mis amigas por tenerla"./ Foto de Gaelx

Ania Yoel

Creo que todo empezó con 7 años. La adolescencia, digo. Escuché hablar de que algunas niñas con 7 años ya tenían la regla. Temerosa de que mis amigas la tuvieran antes que yo, fingí que a mí ya me había venido. Porque claro, yo era uno o dos años mayor que ellas y tenía que seguir yendo por delante. Supongo que todo empezó aquel día: “Yo no puedo jugar con falda porque ya soy mayor, tengo la regla”, mentí. Mis pequeñas amigas me miraron atónitas.

Los pechos en desarrollo de la primera chica de la que me enamoré me parecían mágicos. Quería acariciarlos. Mientras yo soñaba, apareció su primo con un amigo: la arrinconaron, le tocaron la tetas, le levantaron la falda. No quiso contarlo

Una amiga de mi edad ya se depilaba, el abundante y negro pelo que nacía en sus axilas y que la marcaba como una mujer sexual ante mis ojos me fascinó. Pero también fue dramático ver cómo se avergonzaba de ello. Saludaba orgullosa y sonriente a su reflejo en el espejo del baño, después de que su madre le arrancara, entre gritos, los pelos malditos. Yo no lo entendía, aunque lo entendía. Pero no lo entendía, y menos aún que fuera su madre, su querida madre, la que la quitara algo tan bonito de su cuerpo. A esa hermosa madre que yo admiraba, esta vez me pareció estúpida, hasta malvada.

La primera chica de la que me enamoré era aún más alta que yo, olía a sudor, tendríamos ocho años, y era un encanto. Sus pequeños pechos, en desarrollo ya, se trasparentaban a través de la camisa blanca y la camiseta de tirantes interior. Era mágico, quería darle la mano y pasear mirando su cara amiga. Quitarle su ropa y admirar el pelo de sus axilas y pubis (que no sabía si tenía pero ahora yo creía que todas eran así). Acariciar su pecho y descubrirlo…

Mientras yo soñaba, apareció su primo con un amigo: la arrinconaron, le tocaron la tetas, le levantaron la falda del uniforme escolar, desordenaron su ropa, ella se defendía como podía… Me quedé boquiabierta, aterrorizada, paralizada, lloré por dentro. Qué injusto, qué aberración, quería matarlos, algo debí de gritar, pero nada eficiente. Él era su primo, yo nadie. ¿Qué debíamos hacer? No quiso hablar del tema, ni contárselo a sus padres, ella creía que era culpa suya… Me dio tanta vergüenza no haberla ayudado que nunca me lo perdoné. Dejé de hablarla. Aunque no sé si dejé de hablarla por eso o por haberla deseado asemejándome a esos cabrones violadores en potencia.

Todavía años después, alrededor de los doce, miraba mis axilas en el espejo limpias del más mínimo vello, mi pubis al orinar todavía infantil o mis rodillas, cuando llevaba pantalones cortos, sin un miserable pelo. Qué coñazo pensaba, no es nada sexy. Pero en fin, mi vida seguía como si nada.

No me preocupaba no desarrollarme. ¡Sabía que llegaría! No tenía prisa. Mi cuerpo largo y atlético me resultaba divertido y bonito, no tener pecho estaba bien, sólo que aquellas amigas que me resultaban eróticas y yo, no teníamos nada que ver. Mi tronco plano lucía maravilloso con camisetas de licra, de tirantes, y era perfecto para que los chavales me ignoraran evitando los abusos sexuales físicos y verbales que se habían hecho constantes y diarios para todas.

No entendía nada. Empecé a sentirme mal por no tener la regla, ni desarrollarme, y las demás seguían mal por tenerla y desarrollarse. Quería escuchar secretos divertidos de otras chicas, aprender, compartir, pero todo era tabú, vergonzante, malo…

Afortunadamente para mí, mi cuerpo infantil me hacía casi invisible (casi porque también sufrí humillaciones, abusos…pero menos que las otras) y le estaba muy agradecida. Me mimetizaba con los chicos, y podía jugar y competir, incluso ganar en atletismo, por ejemplo, o que me tomaran en serio, porque no tenía tetas. Empezaba a parecerme que efectivamente tener tetas no traía más que problemas. ¡Y podía ir a la piscina siempre! Mis pobres amigas  que tenían la fantástica desgracia de tener la regla tenían que presentar un justificante con la cabeza baja en el que pusiera algo como “está indispuesta”.

Mi desarrollo empezaba a tardar, ya todas se depilaban, decían que yo era afortunada. Se avergonzaban de sus pechos, andaban encorvadas para que no se les notaran, algunas tenían ya caderas anchas, muchos días no iban a la playa porque estaban sin depilar o con la regla… Ellas empezaban a ser un coñazo. “¡Joder, no es para tanto!”, pensaba.

Un día planeé ir a la piscina con una amiga, pero la marea roja (o del color que fuera, porque yo no lo sabía), le “vino” y me dijo que no podía ir. Para que no tuviera miedo ni vergüenza y convencerla de que mantuviera el plan, la instruí poniéndome yo misma un tampón. Así descubrí que efectivamente yo tenía un agujero como decía en el prospecto de los tampax. Pero no vino a la piscina, ni se quiso poner esa cosa en ese “lugar”, “qué asco”…

“¡Pero si estás preciosa!”, le decía a mi mejor amiga ya con 14 años, “¡el bulto que hacen los rizos negros en tu bikini ¡es precioso!, ¡mágico!”, la intentaba convencer. “¡Qué horror, tengo que cortarlos!”, me contestaba. Yo no lo entendía, seguía sin entenderlo. Me hubiera gustado decirla que los dejara, para mí, porque me gustaba mirarlos, pero era tan bochornoso para ella que parecía mejor no hablar del tema.

No entendía por qué esos cuerpos tan maravillosos les resultaban desagradables, grotescos, malolientes… Y, sobre todo, no entendía el silencio, el tabú, el secretismo, y me parecía injusto que los chicos se riesen de ellas.

Me pase la cuchilla muchas veces. Fingí que era horrible tener pelos, pero en realidad lo hacía porque quería más pelo. Estaba orgullosa de mis enormes pechos, pero también fingí que era una tragedia

Un día una profesora nos quiso instruir sobre cómo funcionaban las compresas. Se le ocurrió la genial idea de que yo echara café en una. Ese fue el único día que empecé a estar harta de mi tardío desarrollo. Eché el café hasta llenar por completo la compresa. “¡A dónde vas! ¡Que tanto no es! ¡Hala, venga, echa más!”, me gritaron mis compañeras. Las miré perpleja con la jarra de café en la mano, mientras se reían, y creo que alguien murmuró “es que no la tiene”. ¿Es que yo era la única que no “la tenía”? ¿Es que nadie pensaba hablar abiertamente del tema? Yo esperaba frases como: “¡Ania, me ha bajado la regla! ¿A ti no? Bueno, ya llegará, no tiene mayor importancia, siento esto o aquello, es así o asao”…

No entendía nada, empecé a sentirme mal por no tenerla, ni desarrollarme, y las demás seguían mal por tenerla y desarrollarse. Pero ¿por qué? Yo era así, alta delgada, sin pecho y me iba a bajar tarde en comparación con la mayoría. Esa era yo y nadie más. Y a mi amiga le vino el año pasado y a la otra a los 7 años. Cada cuerpo lleva su ritmo. ¿No es increíble? Quería escuchar secretos divertidos de otras chicas, aprender, compartir, pero todo era tabú, vergonzante, malo…

¡Por fin! ¡llegó mi momento! Tenía algo de vello en el pubis, pero ¡rubio! ¡Y muy poco! Jamás abultará una braga, pensé. ¡Tenía que ser negro! Era bien sabido que si te pasas la cuchilla sale más y más negro. Me pase la cuchilla muchas veces. Fingí que era horrible tener pelos, fingí odiar depilarme, y decía preferir la cuchilla porque era rápido y no dolía. En realidad, quería más pelo. Y dejaba que creciera para lucirlo.

Cuando me salieron mis maravillosos y enormes pechos estuve encantada y orgullosa, pero fingí también que era una tragedia. Me ponía cosas anchas para que no se me notaran, pero me daba igual que se notaran o no. Mi cuerpo era fantástico y no necesitaba que nadie me lo dijera. Sólo fingía querer disimular. Aunque lo que sí encontré en la ropa ancha fue un escudo, porque sabía que si presumía me iban a agredir. Con la ropa ancha yo no era una puta, era un marimacho, y no había excusa para sobarme, arrinconarme o insultarme de guarra. Porque los abusos hacia las chicas continuaron hasta bachillerato.

La adolescencia es dura, porque hay mucho gilipollas, mucho adulto ciego que no educa a los niños ni protege a las niñas, y cero respeto por el cuerpo femenino. Es evidente, que si un niño de 7 años cree que tiene derecho a abusar de su prima, y una niña se avergüenza de tener pelos y pecho, la sociedad está muy enferma. La adolescencia es terrible, cuando debería ser una gran fiesta.

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