Qué queda de la identidad tras la muerte
Cinco relatos que nos hablan de experiencias de la transexualidad atravesadas por virajes identitarios, por diferentes vidas, violencias y muertes.
Nueve imágenes para ti
Mi cuenta de correo tiene en favoritos “Nueve imágenes para ti”. Es un email con nueve fotos que una persona muy querida me envió cuando fue a visitar un cementerio en Oaxaca, México. Me gustaría describíroslas. No manejo el vocabulario de los cementerios ni me relaciono muy bien con la muerte, soy occidental, no me enseñaron. Una lápida con tierra y flores, un pequeño altar con una cruz. En el altar, detrás de una pequeña verja de acero, una botella de plástico de coca cola, unas velas, algo parecido a unos bombones, y la santa muerte con sombrero y vestido largo rojo sosteniendo un clavel en la boca. Detrás, al fondo, una foto de una chica joven, morena de piel, pelo largo negro, camiseta ajustada de rallas negras y amarillas rodeada con un cinturón ancho, un collar y unas mallas sobre las que caen de forma delicada sus brazos extendidos. De pie, con una rodilla ligeramente doblada, sonríe a la cámara. Me transmite serenidad en cada una de las seis fotos en las que aparece su imagen. En la novena foto aparece la cruz con la inscripción de su nombre… Miguel. Pienso en ella, pienso en su nombre en esa lápida, pienso en su nombre en vida y me pregunto qué queda de la identidad tras la muerte.
Una promesa
En una cafetería charlábamos después de cartas y cartas describiendo nuestros “procesos”, por fin nos conocíamos en persona. Es preciosa y valiente. Ella hizo su cambio ya de mayor. Me hablaba de la separación de su mujer y de que hacía dos años que no veía a sus dos hijos. Del dolor de la pérdida y del temor a un posible reencuentro con ellos cuando sean mayores de edad y decidan verla, si deciden verla. Me comenta sonriente que a veces se va de tiendas a comprar ropa con su mamá. Lo comenta como un signo de aceptación de quien es. Luego añade: “mi mamá un día me dijo ‘quiero que me hagas una promesa, que cuando me muera acudas a mi entierro vestido de hombre, no de mujer’”. Me imagino la escena, el duelo por la pérdida de una madre y la melancolía por una pérdida no perdida, una identidad imposible de llorar por no ser completamente vivida.
Tras la muerte, una vida posible
Dos desconocidxs extrañamente cercanxs. Encuentro mágico de papalote, de los que aterrizan intensamente en sentimientos e intimidades para volver a volar. Me habla de su hermana adolescente, de cuando decidió hacer el cambio. Era el nieto favorito de su abuelo, por ser el único varón. Vivían en casa con su madre y con su abuelito, ya mayor y enfermo. Me cuenta que su hermana es una chica adolescente, pero eso es en la calle; cuando entra a casa se pone una chamarra con capucha para traspasar esa línea que la convierte de nuevo en el nieto que fue, el nieto que teme defraudar al patriarca, el nieto que cuida. Ya, arriba en su habitación, vuelve a ser ella. Un día, en casa, el viejo se pone muy malito, su hermana en la habitación baja corriendo para atenderle, pero no le puede atender como ella, sube de nuevo, se pone su chamarra y le socorre. Me imagino al nieto favorito socorriendo a su abuelo bajo la capucha de una identidad imposible a su lado. Socorriéndolo bajo un doble temor. Me imagino una casa dividida en dos plantas atravesadas por una línea imaginaria de identidad y cuidados. Me cuenta que hasta que no murió su abuelo su hermana no pudo ser su hermana.
Qué cuenta como una muerte
Me despierto con el café de la mañana y con la sacudida de una noticia. “En el sitio se encontró el cuerpo envuelto en una colcha rosa, con solo una camiseta y una trusa negra, y una pulsera en su mano izquierda con el nombre de la víctima”. Me conmociona la foto de la noticia, dos hombres con guantes blancos transportan una tabla de madera que sostiene un cuerpo sin vida cubierto completamente por una sábana azul. Al lado, sobre las piedras, apartada como algo que no corresponde, la colcha rosa que envolvía la vida de la “funcionaria capitalina transexual” brutalmente asesinada. Implacables, las crónicas del suceso ejecutan un doble asesinato, de vida y de identidad; doble traumatismo, el producido por el golpe de una roca, y la metamorfosis post mortem cruenta y brutal de una valiente y luchadora activista al “cadáver de Javier”.
Las lecciones del “señor Robles”
Este verano descubrí la fascinante vida de Amelio Robles. Este veterano coronel zapatista, condecorado por héroe en la revolución mexicana, vivió como Amelia durante las primeras tres décadas de su vida. Con la revolución se fue al bando del sexo libre. Cuentan que el “señor Robles”, como le llamaban, se ganó el respeto a su nueva identidad sexual gracias al temor que generaba ante una posible pregunta, curiosidad o confusión: sacaba sus dos pistolas y amenazaba a su incauto interlocutor. Leo que este coronel profundamente católico dejó nuestro mundo el 9 de diciembre de 1984, a los 95 años de edad. Entre triste y sorprendidx, sigo leyendo que al momento de su muerte solicitó dos cosas: que se le hicieran honores por sus méritos militares y que se le vistiera de mujer para encomendar su alma a Dios. Me reconozco provocadx por su última decisión. Me pregunto por qué decidió renunciar a su identidad elegida en vida y volver a mujer en muerte ante el salvador. Y me doy cuenta de que el problema está en mi propia pregunta y en lo que dejo de preguntarme. ¿Por qué reacciono así? ¿Qué problemas tengo con los viajes reversibles de la identidad atravesados por la vida y la muerte? ¿Son reversibles o simplemente cambiantes y habitables a lo largo de nuestros diferentes caminos?