Durante mucho tiempo, mi abuela fue una postal enviada con letra temblorosa pero clara desde un país inimaginable en Medio Oriente. También era la voz de una mujer a la que llamábamos a larga distancia desde una oficina de teléfonos en el centro de Buenos Aires. Recuerdo a mi padre gritando para que ella escuchara y repitiendo las preguntas casi cinco veces en un ritual tóxico para mi psiquis de niña.
Esa señora que vivía lejos llegaba a la Argentina a visitarnos cada año. La esperaba con emoción en las salas del aeropuerto. La veía a lo lejos detrás de puertas corredizas de cristal e intentaba reconocer sus facciones más arrugadas que el año anterior. Ella llegaba con regalos y paquetitos, me llevaba a pasear y me cuidaba, pero había algo que yo odiaba: cuando me abrazaba metía su mano por debajo de mi bombacha y me pellizcaba la cola. Al día de hoy evoco el perfume dulce de su cuello, el brillo nácar de sus uñas pintadas y sus aretes a presión cayendo siempre de sus orejas entre los pliegues de la ropa.
Coca, mi abuela, fue una de las primeras personas que entrevisté cuando comencé mis estudios de periodismo en la universidad. Recuerdo que en la charla me reveló la historia de su vida anudada a una historia de amor inconclusa. El bloqueo de un romance que, de haberse desatado, podría haber desviado el curso de mi vida tanto que podría no haber nacido ni estar aquí reviviendo su historia en este momento.
Mi abuela me contó que cuando era una mujer joven conoció a un muchacho de la provincia de Rosario que era muy idealista, un estudiante todavía lejos de alcanzar el título. Ellos se vieron algunas veces, pero como sucedía en aquellas épocas, las voces demasiado fuertes de padres y amigos le “sugirieron” que se casara con aquel otro joven dentista de carrera prometedora con posibilidades de vivir en la Capital.
Así fue que ella se casó con mi abuelo, con quien crió cuatro hijos varones. Cada vez que sus hijos se peleaban a los golpes, lograban que ella se diera cachetazos en su propia cara para no ponerles la mano encima. Creo que lo hacía para no sumar al descontrol familiar de un destino que seguramente no había elegido. Esa mujer que salió de Ucrania en barco a los 4 años, que en el puerto se asustó con el ruido que hacía “tirar la cadena” en el baño y escuchaba por primera vez, a sus 30 años ya era cuidadora de la plebe y no podía cuestionar su vida.
En esa misma casa donde los hermanos reñían, intuyo por algunos comentarios de mi papá, que la joven que hacía la limpieza era abordada sexualmente por mi abuelo. Él era un jefe de familia que imponía mano dura castigando con cinto de hebilla metálica y ahorraba gestos de ternura con los miembros de la familia.
Coca desarrolló su vida como ama de casa, amiga de mujeres de clase media acomodada, y sólo a sus tardíos 60 años comenzó a participar, en la Organización de Mujeres Sionistas tras haber vivido en Israel en su segundo exilio, debido a la sanguinolenta dictadura argentina de los años 70, que persiguió a sus hijos involucrados desde la izquierda política.
Años más tarde me confesaba que uno de sus hijos, posterior desaparecido político, había entablado una amistad con una de las hijas de su amor oculto. A Coca el encuentro con esa joven en su propia casa la regresaba a esa posibilidad bloqueada. Latía como el primer día en su mirada aquello a lo que no se animó. Resonando en mí hasta hoy la importancia de dar rienda a esas elecciones tan ciertas. Apostar siempre ser fieles con nuestros sentimientos.