Conversaciones con mi abuela
Rondaba los veinte cuando empezó a trabajar. Una edad más bien tardía para aquella época, siempre fue consciente de ello. En casa nunca faltó el puchero a mediodía, había huevo y carne todas las semanas.
Limonera
Mi padre se dedicaba al estraperlo, por eso no pasamos tantas penurias. Se fue a servir a casa de un general y su familia. De mi pueblo, que por aquel entonces tenía unos 3000 habitantes, se la llevaron a Tetuán. Había moros muy guapos allí, me miraban, pero yo pensaba en tu abuelo. Era joven, tenía ilusión por casarse y ganas de trabajar. Menuda cinturita tenía yo por aquel entonces, como tú o más estrecha aún. El uniforme me quedaba como un pincel y llevaba guantes blancos y cofia. Nunca cuenta otras cosas, como lo sola que se sentía o el hartón de trabajar que se daba. Aunque eso sí, siempre ha tenido conciencia de clase y de género. Me maravilla la capacidad de las abuelas para resumir tanta verborrea teórica. La señora tenía la piel blanca como la leche, se aburría todo el día allí dentro, no hacía más que leer revistas. Y cuando tenía la regla, no salía de la cama, yo tenía que llevarle la comida y todo a la alcoba. Ya ves tú, como si no la tuviéramos todas. Yo por mucho que me doliera, no decía nada ni podía sentarme a descansar, aguantaba el tirón muy discreta. No quedaba otra.
Lo de Tetúan fueron unos meses, luego el general regresó a España, a Sevilla. Ella quería juntar dinero para el ajuar, para poder casarse. La sabiduría que dan los años le hace ahora ver las cosas con más claridad. Qué cateta era, no había salido nunca del pueblo y era muy ilusa, anda que si supiera lo que sé ahora de la vida, iba a volverme yo al pueblo, a meterme en aquel hoyo en el rincón donde vivía mi suegra. Ni hablar, me habría traído a mi novio a Sevilla, a casarnos y vivir aquí los dos. Siempre lo dice, le costó casi veinte años más salir del pueblo y respirar otros aires. Lo hizo cuando mi abuelo se fue a trabajar a Alemania, donde necesitaban carne fresca agradecida por tener un día libre a la semana, mano de obra barata que olvidara rápido que los examinaban como a ganado antes de llevárselos y hacinarlos en casuchas sin calefacción. Aunque eso era mejor que la miseria del campo. A tu abuelo solo lo veía de día una vez al año, el día de Navidad. Se me hacía hasta raro verlo a la luz natural, estaba renegrío. Cuando reunió suficiente dinero del que enviaba mi abuelo y mucha valentía, tomó a sus niñas del brazo y sin dudar se fue a Sevilla. Sola. Sin haber salido del pueblo más que para servir. Todo fue gracias a doña Rosa, qué buena era, nos consiguió una casita en El Cerro y a mí me pasaba encargos para coser. Con eso y lo de tu abuelo íbamos tirando. Lo más importante era que tu madre y tu tía siguieran estudiando, bachillerato, mecanografía, lo que fuera, para valerse por sí mismas. Nadie me ha hablado mucho de aquella época, mi abuela nunca ha sido de contar lo malo. Eran casitas que levantaron rápido, para la gente que venía del campo. Las cucarachas eran dueñas y señoras, se paseaban como querían. Cuando llegamos, el colchón estaba lleno de chinches, mis niñas amanecieron llenitas de picaduras la primera mañana. Pero luego fuimos a mejor.
Cuando mi abuelo regresó definitivamente de Alemania, mi abuela le había conseguido un puesto en una portería. En el barrio más rico de Sevilla, rico de podrirse de rico y clasista a más no poder. Para el portero y su familia se cedía un pisito en la última planta, junto a la azotea. El contrato era muy de la época. Tu abuelo tenía que estar todo el día en la portería. Trabajaba catorce horas y después de cenar iba a tirar la basura. A mediodía solo le daba tiempo de subir a mesa puesta y comer rápido, yo mientras hacía guardia en la portería porque no podía quedarse desatendida. Tuve que dejar de coser porque tenía que limpiar la escalera y atender el edificio. El contrato y la nómina eran para él, pero había cláusulas y tareas estipuladas para “la esposa del portero”. Aún así, ellos estaban contentos. Era la primera vez que vivíamos solos. La primera vez desde que nos casamos. Por la noche echaba la llave y me decía, ea, los cuatro en casa juntos, qué más se puede pedir. Uno de sus temores de quedarse en el pueblo era que sus hijas se marcharan a servir fuera, como tantas otras, y no estuviesen todos juntos.
Vivieron allí hasta que se jubilaron. Entonces pasaron las dos cosas que mi abuela más ansiaba. Las familias que trabajan en las porterías se confían, porque no tienen gastos de casa y no guardan, se lo echan todo encima. Tu abuelo y yo fuimos juntando como una hormiguita y antes de jubilarnos ya teníamos este piso comprado. Pero mejor fue lo otro. Tuve que esperar a jubilarme para empezar a cobrar a mi nombre. Recibe la pensión mínima, porque para el estado y la concepción patriarcal del mundo, nunca trabajó. Nada más empezar a cobrar, me abrí una cuenta en el banco a mi nombre. Nunca la había podido tener. Todo el mundo me decía que era una tontería, que me iba a hacer un lío, pero yo quería manejar mi dinero y mis cuentas. Ni mi abuelo ni sus hijas lo entendieron en aquel momento.
Es una mujer luchadora y consciente de lo que le tocó vivir. Con lo que me gusta a mí coser y decorar, de haber nacido en vuestros tiempos podría haber estudiado y haberme dedicado a estas cosas de profesión. También en cuestiones de moralidad ha hecho su lectura crítica. Anda, que no tenéis suerte, viviendo juntos sin casaros y sin que nadie os supervise, haciendo lo que os viene en gana. Quién hubiera pillado eso en mi época. Vivir con tu novio así sin más. Quereros mucho, pero con cabeza, eh, con mucha cabeza. Aún así, hay cosas que no entiende. Tu prima enseñando la barriga de ocho meses ya. Sé que ahora sois más modernas, pero eso es muy impropio. Cuando yo estaba encinta, me tapaba la barriga con las enaguas de la mesa si había gente en casa. Me moría de la vergüenza, ni se lo conté a mi madre, lo hizo mi hermana. Cosíamos los patuquitos a escondidas las dos.
A las abuelas no hace falta explicarles lo que es el patriarcado ni que la clase media es una mentira. Lo saben perfectamente, no hay que convencerlas de nada, solo hay que escucharlas atentas. Ellas son el eco de la historia que por reciente aún no está en los libros y en realidad nunca lo estará, pues es la historia no oficial, la historia del pueblo, la de las mujeres resquebrajando el patriarcado y gritando libertad.