Liberar el aborto
La izquierda tiende a coincidir con los antielección en la visión de la interrupción como un drama personal, un discurso que victimiza a las mujeres y perpetúa el tabú, el silencio y la culpa
Andrea Alvarado Vives*
Desde que el gobierno aprobó el Anteproyecto de contrarreforma de la Ley del Aborto, han proliferado numerosos artículos de opinión – tanto en diarios como en blogs personales – sobre lo injusta, autoritaria, misógina y antidemocrática que es la propuesta de Gallardón. Una no puede hacer más que alegrarse ante el rechazo social que la contrarreforma genera y que pone de relieve que gran parte de la sociedad ha interiorizado el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo.
Debemos preguntarnos cómo es posible que el derecho de ciudadanía por excelencia para las mujeres, aquél que consagra la soberanía sobre el propio cuerpo, tenga que ejercerse siempre con pesar
Ahora bien, muchos de los artículos publicados – incluso en diarios de izquierdas y progresistas – comparten un elemento que me parece preocupante, a saber: la consideración del aborto como un drama personal o un trauma para las mujeres cualesquiera sean las circunstancias en las que aquellas decidan abortar. Es decir, para muchísimas personas – muchas de las cuales nunca han abortado -, las mujeres que deciden abortar se enfrentan a un drama personal sí o sí. Para estas personas que, insisto, están a favor del derecho de las mujeres a decidir sobre el uso que dan a su cuerpo, el aborto es per se una tragedia en la que las mujeres son las víctimas. Esta visión forma parte del imaginario colectivo en torno a la interrupción del embarazo y algunos ejemplos pueden leerse aquí, aquí y aquí. Una de las opiniones que más ha circulado estos días por las redes sociales, como mínimo entre mis contactos, es la de Italo Calvino, quien, en una carta dirigida a Claudio Magris, defendía en 1975 el derecho de las mujeres a abortar. No obstante, consideraba también que “el aborto es un hecho espeluznante” o que “en el aborto la persona que es vulnerada física y moralmente es la mujer”.
Con independencia de que los discursos que acompañan la defensa de los derechos y libertades deben ser siempre analizados, quizás lo más destacable de esta visión sobre el aborto es que también es compartida por los sectores antiabortistas. Esta coincidencia debería, como mínimo, interpelarnos y obligarnos a ser críticas con ella, sobre todo en una época en la que, en principio, una amplia mayoría social ha interiorizado el derecho de las mujeres a decidir. ¿O es que a nadie le extraña que posturas tan opuestas compartan argumentos? Pero es que además, el discurso del drama personal coexiste con la consecución política de un derecho relacionado con la autonomía y la libertad. En este sentido, debemos preguntarnos cómo es posible que el derecho de ciudadanía por excelencia para las mujeres, aquél que consagra la soberanía sobre el propio cuerpo, tenga que ejercerse siempre con pesar.
Distintos discursos en torno al aborto
La interpretación del aborto según la cual éste es, siempre y necesariamente, un drama personal para todas las mujeres está extremadamente arraigada en el imaginario colectivo. En el plano político, muchas de las leyes de los años setenta y ochenta – incluida la española de 1985 – tenían como telón de fondo esta visión sobre la experiencia del aborto. Como relata Tamar Pitch en relación al caso italiano, en la década de los setenta la izquierda y los católicos coincidían en que el aborto era un tema conflictivo y un problema social. Mientras, por el contrario, el feminismo intentaba normalizar el aborto interpretándolo en relación a la fertilidad y sexualidad femenina.
La izquierda veía a las mujeres como víctimas de una situación cultural y social injusta que no les permitía una “maternidad libre y consciente”. Los católicos añadían como víctimas a “las vidas potenciales”. Pero para unos y para otros, el aborto era en cualquier caso un “drama” y una “tragedia” para las mujeres y para la sociedad en general. El debate giraba en torno a la maternidad, por lo que la legalización del aborto “era vista como un mal necesario hasta que no desaparecieran las condiciones que impedían a las mujeres tener los hijos que concebían”. En este sentido, “el énfasis que se hacía sobre la ‘maternidad libre y consciente’ caracterizaba el aborto como maternidad negada”.
Como he avanzado, en los años setenta, y en contraposición a este discurso victimista, el feminismo ya empezaba a considerar el aborto en relación al potencial de fertilidad femenina y con la sexualidad, más que con la maternidad querida o negada. Según Pitch, “quedarse embarazada, entonces, debe ser considerado como algo que sucede en la medida en que se es mujer [heterosexual, fértil y en una determinada franja de edad], algo que está en conexión con la experiencia heterosexual femenina, algo que está implícito en el potencial de fertilidad de las mujeres”(…) “sobre todo en un régimen de sexualidad fuertemente marcado por la dominación de un placer sexual masculino que coincide con el coito”. La idea es que debemos partir del hecho de que las mujeres abortan y, en este sentido, naturalizarlo.
El argumentario victimizador se entremezcla con razones estratégicas contra quienes acusan a las mujeres de egoístas, frívolas o “asesinas”. Parecen querer blindarse en el plano ético, como si por el hecho de ser un proceso traumático fuésemos menos culpables, menos inmorales
Este enfoque ha sido, en parte, recogido recientemente en el plano normativo europeo e internacional en el que el aborto se vincula a estrategias de salud sexual y reproductiva en las que se presta especial atención al derecho de las mujeres a la sexualidad (Laurenzo Copello, 2010). Así, “frente al supuesto mandato de la naturaleza, el embarazo aparece como una posible consecuencia del pleno ejercicio de la sexualidad femenina”. La Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo del 2010 – actualmente en vigor -, si bien no responde a todas las demandas del movimiento feminista, parte de estos nuevos planteamientos. No obstante, en algunos aspectos – como veremos más adelante – sigue anclada en los discursos de los años setenta y ochenta.
Ahora bien, a pesar de los nuevos planteamientos y de las reformas legislativas, los discursos más modernos y más acordes con un pensamiento feminista no han conseguido permear en el imaginario colectivo, por lo que la opinión pública en torno al aborto como experiencia no ha evolucionado demasiado y sigue victimizando a las mujeres. Así, existirían dos tipos de victimización: la que practican los antiabortistas – victimización “en sentido fuerte” – y la que practican quienes defienden el derecho de las mujeres a decidir – victimización “en sentido débil” -. En este sentido, incluso quienes rechazan victimizarnos como lo hace Gallardón, acaban victimizándonos de todos modos.
El discurso del drama personal refleja la incapacidad de aceptar el rechazo de las mujeres a la maternidad y de que puede que algunas no establezcamos ningún tipo de vínculo emocional con lo alojado en nuestro útero
Pero además, el argumentario victimizador se entremezcla en ocasiones con razones estratégicas contra quienes acusan a las mujeres de egoístas, frívolas o “asesinas”. Quienes utilizan estos argumentos en el debate – y no todas las feministas escapan a ellos – parecen querer blindarse en el plano ético, como si por el hecho de ser un proceso traumático fuésemos menos culpables, menos inmorales. La idea es convencer de que no abortamos por placer o con ligereza y de que siempre es nuestra última opción frente a otras mucho más gravosas como la de continuar con un embarazo no deseado. Desde este punto de vista, el aborto se configura como un mal menor – pero un mal al fin y al cabo – en el que las mujeres aparecemos en el mejor de los casos como víctimas. Recordemos que todo mal menor, drama personal o “pequeña tragedia”, necesita una víctima. En este caso, la víctima es una mujer encadenada a sus siempre perennes imperativos biológicos.
La persistente esencialización de la maternidad
En la medida en la que el debate sobre el aborto revela como la sociedad entiende y regula el cuerpo de las mujeres y la identidad femenina, tenemos que estar atentas y ser críticas con la ideas que subyacen en la visión del aborto como una tragedia en la que las mujeres son las víctimas. Una de estas ideas es, a mi juicio, una concepción del instinto maternal que no ha evolucionado tanto como creemos, así como una persistente visión de las mujeres y la maternidad de tipo esencialista – es decir, una visión que vincula la maternidad con la identidad femenina, con el ser mujer, de manera que no ser madre significa ser menos mujer -.
En otras palabras, el discurso del drama personal refleja, en parte, la incapacidad de la sociedad de aceptar el rechazo – temporal o definitivo – de las mujeres a la maternidad y de interiorizar y asumir que existe la posibilidad de que algunas o muchas de nosotras no establezcamos ningún tipo de vínculo emocional con lo que sea que se haya alojado en nuestro útero. Lo que defiendo es que el rechazo de parte de las mujeres a la maternidad todavía no ha sido interiorizado y naturalizado socialmente, incluso para muchas de aquellas personas que defienden el derecho de las mujeres a decidir, y esto influye en la manera en la que se interpreta la experiencia del aborto y las causas por las que abortamos.
Se me ocurre que lo que permite seguir considerando el aborto como drama personal puede ser la creencia de que, aunque tengamos clarísimo que no queremos ser madres -ahora o nunca-, una pequeña parte de nosotras -consciente o inconsciente- sí querría serlo. Otra razón podría ser la persistente creencia de que las mujeres generamos por el hecho mismo de la concepción algún tipo de vínculo emocional con lo que sea que se aloje en nuestro útero. Recordemos aquí el paternalismo de la Ley del 2010 sobre Interrupción Voluntaria del Embarazo al exigir el transcurso de 3 días de reflexión desde la solicitud de la intervención hasta su realización. Es decir, se obliga a mujeres que tienen claro que no desean ser madres a reflexionar una y otra vez sobre una decisión que tomaron probablemente hace tiempo y que han mantenido hasta el día en el que se presentan en la clínica.
Se otorga munición a los sectores antiabortistas al no cuestionar radicalmente su discurso victimizador. Aceptarlo aun estando a favor del derecho a decidir no es suficiente. Hay que cuestionarlo y deconstruirlo radicalmente
Ahora bien, más allá de la creencia de que el aborto implica siempre un conflicto psíquico y emocional derivado de, como diría Laurenzo Copello, “un supuesto mandato de la naturaleza que nos determina biológica y afectivamente una vez hemos concebido”“, ¿qué empuja a una sociedad a exigir tanta reflexión a las mujeres? La respuesta es, como sabemos, el control de la reproducción. Este objetivo se percibe claramente si a los 3 días de reflexión añadimos la entrega que se hace a las mujeres de un sobre con información sobre adopción, acogimiento familiar y pseudo-ayudas a la maternidad y/o beneficios fiscales, derechos laborales…
Algunas personas dirán que tales exigencias no provienen de la necesidad de controlar o, cuanto menos, regular la reproducción social, sino de la necesidad de no banalizar un hecho que impedirá el posible nacimiento de una futura vida. Pero una cosa es banalizar el aborto y otra muy distinta es, como diría Pitch, no confiar en la plena capacidad y responsabilidad de las mujeres y en nuestra condición de sujetos morales para decidir sabiamente sobre una cuestión tan importante como es la reproducción. En cualquier caso, a mí no deja de parecerme extraño que quienes defienden el derecho de las mujeres a decidir basando parte de su postura en argumentos científicos sobre lo fútil e intrascendente de la vida fetal en determinados estadios del embarazo, no sean capaces de naturalizar – que no, banalizar – el aborto como parte de la experiencia normal de las mujeres. Esta irresolución tiene consecuencias.
Consecuencias de la lectura del aborto como un drama personal
La primera de las consecuencias del citado argumentario es que las mujeres deben enfrentarse a la decisión de abortar en un contexto en el que el acto se concibe como una tragedia o un trauma para ellas. Así persiste el tabú, el silencio y la culpa que lo rodea y es lógico que esto condicione a las mujeres a la hora de tomar la decisión y someterse a la intervención. Si nos socializamos en un medio en el que la única manera de vivir el aborto es dramática, estamos condenando a las mujeres a vivirlo como tal. Si el único discurso que existe sobre el aborto es el discurso del trauma, estamos produciendo y reproduciendo una cultura en la que abortar sigue estando mal y esto tiene consecuencias reales para las mujeres. Y es que no se trata aquí de negar que la experiencia del aborto pueda llegar a ser un drama personal o una decisión difícil para algunas o muchas mujeres, sino de cuestionar una narrativa única que potencia las experiencias negativas y limita nuevas posibilidades, más libres y menos sacrifíciales..
La segunda de las consecuencias es la munición que se otorga a los sectores antiabortistas al no cuestionar radicalmente su discurso victimizador. Aceptarlo aun estando a favor del derecho a decidir no es suficiente. Suavizarlo tampoco basta. Hay que cuestionarlo y deconstruirlo radicalmente. Sobre todo teniendo en cuenta que la estrategia victimizadora de los grupos antiabortistas está alcanzando cotas inaceptables. Un ejemplo de ello es el intento de patologizar la interrupción voluntaria del embarazo a través de la creación de enfermedades inexistentes como el Síndrome Post Aborto.
Interpretaciones alternativas
Como ya he adelantado, no se trata de negar que algunas o muchas mujeres vivan sus abortos voluntarios como una decisión difícil o incluso como un drama personal. Muchísimas mujeres de mi alrededor – algunas, amigas muy íntimas – han abortado y, efectivamente, algunas de ellas han vivido experiencias dolorosas, pero no todas. Insisto: no todas. Pero, además, en muchos casos, las experiencias tristes están relacionadas con la soledad en la que esos abortos han tenido lugar, el silencio que los rodea, la presión social u otras circunstancias personales.
Se me ocurren miles de razones por las que abortar puede ser difícil o emocionalmente doloroso. Algunas de ellas pueden estar relacionadas con el silencio y la soledad: que tu novio no te apoye y desaparezca del mapa – true story -; no poder contárselo a nadie porque tu entorno es conservador o porque la gente te juzga o pregunta demasiado; no poder contárselo a nadie porque te has quedado embarazada de un ligue de una noche y tienes pareja estable o simplemente, porque no te da la gana…
Se me ocurre que lo realmente traumático y alienante puede ser estar embarazada y tener que atravesar todos los obstáculos administrativos con algo que no deseas en tu vientre
Otras razones pueden estar relacionadas con la regulación del derecho o la intervención en sí: tener que esperar una semana y media para que te den una cita; sumar los 3 días de reflexión una vez has acudido a la clínica; hacer el test psicológico; leer el sobre con información sobre centros de adopción y con las pseudo-ayudas a la maternidad; no tener suficiente dinero para pagar el coste de la intervención y estar ansiosa por no saber si vas a poder reunirlo o tener que pedir un crédito; tener miedo de las intervenciones médicas invasivas; tener miedo de las salas de operaciones y del dolor que supone abortar – porque sí, duele muchísimo -; soportar la poca empatía de las y los profesionales que te tienen que ayudar y sus juicios de valor – no hay nada más incómodo que quien debe atenderte en la seguridad social ponga cara rara y baje la voz cuando le dices que estás embarazada y quieres abortar, true story too -; odiar que te traten como a una menor de edad; odiar los médicos, odiar los hospitales, los trámites burocráticos… Lo difícil puede ser el pos-operatorio.
Se me ocurre que lo realmente traumático y alienante puede ser estar embarazada y tener que atravesar todos los obstáculos administrativos con algo que no deseas en tu vientre. Si lo único que deseas es dejar de estar embarazada, cualquier obstáculo es una tortura. En estos casos el aborto puede concebirse como una liberación. Se me ocurre también que puedes querer tener a la criatura pero acabas decidiendo que no porque estás en el paro o porque ser madre soltera es bastante jodido. Por último, el aborto puede ser difícil porque, como he apuntado en el apartado anterior, la sociedad te empuja y condiciona a vivirlo de esa manera y dificulta las alternativas.
Como vemos, todas estas razones están relacionadas con las circunstancias y el contexto en el que se toma la decisión o con normas y sanciones sociales y no con el significado del aborto para las mujeres. Estas razones tienen muy poco o nada que ver con nuestro útero. Así, en el caso en el que, como sociedad, estuviésemos interesadas en que las experiencias de las mujeres mejorasen sustancialmente, el camino sería relativamente sencillo. Muchas experiencias negativas podrían evitarse naturalizando y normalizando la interrupción voluntaria del embarazo y creando las condiciones necesarias para garantizar el bienestar total de las mujeres que deciden abortar.
El aborto como liberación
En el lado opuesto de las narrativas dramáticas se encuentran las narrativas liberadoras. June Fernández reclamaba recientemente la necesidad de visibilizarlas señalando que algunas mujeres le habían contado que “el aborto fue liberador para ellas: que les liberó de un novio con actitudes de maltrato (…), que supuso para ellas un momento de autodeterminación, de decidir qué hacer con sus vidas, de sacarse un embrión fruto de una relación no consentida (y no hablo de violación estándar, sino de todos esos “yo quería sexo pero no así”), de rebelarse al mandato de la maternidad obligatoria”.
La iniciativa de esta revista pidiendo a sus lectoras relatos de sus experiencias abortando encaja en esta necesidad de ofrecer experiencias alternativas. De hecho, muchos de los relatos publicados coinciden en señalar que el drama no es el aborto en sí mismo sino el contexto o las circunstancias personales que acompañan la decisión. Otras mujeres explican directamente que vivieron sus abortos como una liberación y hablan de sentir felicidad al salir de la clínica. Ya no se trata solo de que para algunas o muchas mujeres no hay culpa judeocristiana o remordimientos, sino que tampoco hay drama personal en la decisión ni en la intervención, sino determinación y liberación.
No visibilizar las narrativas alternativas implica contribuir al mantenimiento del contexto de culpa y drama en el que las mujeres abortan. El discurso del drama personal, al ser el único existente, obstaculiza que las mujeres puedan vivir y experimentar de manera más libre, es decir, con menos condicionamientos sociales y culturales, el ejercicio de un derecho que supuestamente refuerza nuestra libertad y autonomía. Y es que pareciera que, incluso habiendo conseguido este derecho, tengamos que seguir sintiéndonos mal sí o sí. ¿No es ,como mínimo, extraño estar condenadas a vivir dramáticamente el ejercicio legítimo de un derecho relacionado con la libertad y la autonomía? En este sentido, la exclusiva visibilización de los discursos dramáticos puede interpretarse desde una filosofía de la sospecha como un límite a nuestro derecho a decidir y un obstáculo a nuestra libertad que encaja perfectamente con una sociedad angustiada por la creciente autonomía e independencia femenina. Abortarás sí, pero con dolor y culpa. Moral judeocristiana powah.
El control sobre los cuerpos de las mujeres que ejerce el capitalismo heteropatriarcal no tiene lugar únicamente a través de regulaciones más o menos restrictivas de las condiciones en las que las mujeres pueden abortar sino también a través de condicionamientos simbólicos y de los monopolios discursivos en torno al aborto. Así, la narrativa del drama personal puede leerse como un obstáculo invisible que revela las últimas resistencias, conscientes o inconscientes, a dejar en manos exclusivas de las mujeres el poder de generar y dar vida, así como la responsabilidad que esto conlleva.
Por todo ello, la batalla por el aborto libre no debe centrarse únicamente en el plano jurídico sino también en el plano discursivo. Dicho de otro modo: luchar por el aborto libre también exige liberar las experiencias de las mujeres. Es necesario, pues, que quienes estén a favor del derecho de las mujeres a decidir dejen a un lado la idea del aborto como drama personal para todas las mujeres, sobre todo si son personas que nunca han abortado. Debemos dejar que las mujeres vivan sus abortos como les apetezca y que sean ellas quienes, desde su experiencia, nos cuenten, si lo desean, cómo se sintieron. Y sobre todo, debemos visibilizar todas las experiencias y no sólo aquellas que nos interesan para seguir manteniendo esa ficción cultural que es el mito del instinto maternal para todas las poseedoras de útero.
Bibliografía:
– Heim, Daniela y Bodelón González, Encarna (coord.). (2010). Derecho, género e igualdad, cambios en las estructuras jurídicas androcéntricas, vol. 1. Barcelona: Grupo Antigona y “Dones y Drets” de la UAB
– Coordinadora estatal de organizaciones feministas (2011). Informe aplicación ley del aborto.
– Pitch, Tamar (2003). Un derecho para dos, la construcción jurídica de género, sexo y sexualidad. Madrid: Editorial Trotta
*Andrea Alvarado Vives es licenciada en derecho y editora del fanzine feminista Bulbasaur