Soy lesbiana porque me gusta y me da la gana

Soy lesbiana porque me gusta y me da la gana

No creo que sea lesbiana de nacimiento, ni sólo lesbiana. Seguro que si indago un poco podría considerarme de todo por rachas: antisexual, heteroinsumisa, heterocuriosa, bisexual o pansexual. Pero es que donde realmente me siento como pez en el agua es siendo lesbiana.

Imagen: Núria Frago

Ilustración: Núria Frago

En teoría, a la gente le gusta pensar que se habla mucho y abiertamente de homosexualidad. Y más concretamente de lesbianismo. Escribiré este articulucho liviano y superficial sabiendo de antemano que habrá quien se queje de que soy sectaria y asquerosamente sexista. Yo quiero insistir en el “sí guana, lo que tú digas”. Os juro que soy insegura, complaciente y sonriente como yo sola, y todo lo que aquí escribo no lo hago para buscarme enemigxs, sino para preguntar si alguien se identifica con mis “corduras”. Gente que piensa que soy gilipollas: os ruego que no me leáis. Tened en cuenta que incluso cuando abrís mi articulito para dejarme un post diciendo lo asquerosa que soy, vuestra visita CUENTA como una más. Y las páginas webs valoran mucho las visitas. Además, posiblemente sea gilipollas. Yo no digo ni que sí, ni que no. Todo depende de lo que consideréis gilipollas vosotrxs. Al igual que sexista, separatista y sectaria redomada. Para mí soy “normal y corriente” y sorprendentemente ahora a mis casi treinta años de edad sé de buena tinta que existe más gente como yo. ¡Aleluya! Hay mujeres que nacieron mujeres. Hay mujeres que nacieron lesbianas. Hay mujeres que nacieron mujeres pero descubrieron que eran lesbianas. Hay lesbianas que nacieron lesbianas. Hay más tipos de mujeres y les pido perdón a ellas y a Butler, por meterlas dentro de un mísero “etcétera”, pero no soy tan lista como para hacer una lista efectiva, inclusiva y políticamente correcta. No sé. Lo siento. Mea culpa. El caso es que yo nací ameba, o algo. Desde niña siempre he sido muy risueña, soñadora y sociable. Al mismo tiempo también he sido absolutamente intuitiva, realista, fatalista y solitaria. Quien lo entienda que me compre. Empieza la puja. El caso es que desde que empecé a socializarme en la ikastola, no parece que me fuera fácil relacionarme con otras niñas. Relacionarme con niños no era una opción, porque mi madre que ha pasado toda su niñez interna con monjas en pleno franquismo, me han enseñado desde pequeñita que los niños “son los otros”. No me supuso ningún trauma. Simplemente igual que sabía que no jugaría con lxs profesorxs en las horas de recreo, tampoco se me ocurría jugar los niños. No era una opción. Habría gente que por su colegio no tuviera la opción de pensar en gente que no fuera de su barrio, centro, curso o clase como alguien con quien jugar. En mi caso la delgada línea infranqueable eran “los niños”. Mi amiga desde pequeña era otra outcast como la copa de un pino. Y la pobre, o la suertuda, tiene borrados todos los recuerdos infantiles escolares. Curioso cuando menos. Yo tengo mi vida infantil y escolar tan presente como si estuviera pasando ahora. En las horas de descanso o recreo, nos sentábamos en el suelo del patio y “jugábamos” sobre todo a rascar chicles de sabores del suelo y charlar mientras tanto. Luego yo tenía la suerte de que como a ella no le gustan los chicles, podía comérmelos yo todos. Comía a puñados aquellos chicles pisados sin sabor. Dicen que lo que no mata engorda. En mi caso no hay lugar a dudas. Total, que entre rascar y charla, charla y rasca, mi amiga y yo creamos una relación muy estrecha. Como todas las que siempre he tenido, tengo y supongo que tendré. A veces da miedo. ¿Diagnosis? El caso es que la conversación siempre ha sido la base de todas mis relaciones, y aunque así de primeras he desechado a “los niños” como posibles amigos, ahora me quito de un plumazo del medio a todxs las personitas que no conversen. ¿Sigo siendo una cerda separatista? Sí: más que antes. Dice mi fondo de pantalla del ordenador que “La incomunicación es el fracaso de la vida”, y sigo esa afirmación a pies juntillas. El caso es que no hay nada relevante que sienta que quiera contar sobre mi infancia, salvo que jugaba a médicos como toda hija de vecina y me pasaba horas limpiando culos ajenos con hojas de árboles. Por supuesto me daba morreos con mis minúsculas amiguitas de entonces. Hoy por hoy tengo un sospechoso rechazo al contacto físico con todo el mundo que no sea mi pareja, pero esto viene de otros lares que ya explicaré en su momento. El caso es que entre charlar, jugar y estar con mis amigas, la vida pasaba y yo me hice “mayor”. A finales de primaria empezó una extraña obsesión (ahora sé que impuesta) por tener novio. Es curioso que así fuera, porque no sentía ni el más mínimo interés real por los preadolescentes de mi edad y en cambio, estaba cautivada con el par de tetas que le habían salido a mi compañera de clase Maider. Lo cierto es que estábamos todas encandiladas con esos dos bultitos que le salían de la camiseta y jugábamos a levantársela en cuanto se despistaba. No llegaba a ser bullying del todo, porque Maider era respetada y envidiada el resto del tiempo. Eran agresiones gratuitas. Antes pensaba que éramos malas y crueles. Ahora entiendo que teníamos las hormonas revolucionadas, estábamos cachondísimas e imitábamos el modelo de sexualidad imperante en nuestro curso. Y era el siguiente: en sexto de primaria los preadolescentes de mi clase jugaban a tocar el culo a las preadolescentes de mi clase. Y se reían. Algunas de ellas les devolvían el “juego”. La mayoría se quedaban escandalizadas en una esquina comentando lo ocurrido, pero al mismo tiempo el evento les daba una (potativa) sensación de poder e importancia haciendo brillar sus ojillos. Y no eran lágrimas. Eran deseadas por los tíos. Por lo tanto eran importantes. Mi amiga de la infancia (cuyo nombre no escribo para que no me arranque la cabeza de cuajo cuando lo lea) y yo no jugábamos a eso. Los niños de clase ya sabían que no podían tocarnos el culo a nosotras. Una vez un tal Ibon le arreó un cachete en el culo a mi amiga (yo creo que por error) y de la somanta de hostias que le metió ella a él, la profesora la castigó por tomarse la justicia por su mano. Hoy por hoy sabemos que fue legítima defensa en toda regla. La profesora no hizo gala de demasiada sororidad que se diga. En fin. La gente de nuestra clase también jugaba al “Conejo de la suerte” donde lo máximo que se daban era un pico, y a “Fresa fresita fresón” donde ya entraban en juego morreos, saliva y lenguas confusas. Nosotras tampoco jugábamos a eso. Recuerdo que alguna vez nos acercamos por curiosidad y nos decían eso de “Si no jugáis, no miráis”. Nos íbamos ipso facto a charlar y hacer bailes. Éramos felices. Raras. Pero felices. Mi amiga tenía una personalidad de hierro, pero yo era algo más debilucha e influenciable y como decía antes, sentía un deseo incontrolable (e impuesto) por tener novio. A pesar de no hablar con ninguno de los chicos de mi entorno. Digno de análisis por los menos. ¿No? Yo que era avispada elegí al más popular de la clase y me inventé que me gustaba, hasta conseguir gustarle a él. Y así, de manera un poco más organizada y menos caótica, empecé a ingeniármelas para gustar a los chicos. Porque se supone que aquello era lo que debía hacer. Luego como no sabía muy bien qué hacer con ese “gusto” que sentían hacia mí, me morreaba con ellos hasta que me aburría y tiro porque me toca. De puente a puente porque me lleva la corriente. El sexo con ellos no me llamaba la atención. Ni que me magrearan entera de arriba hasta abajo. Yo intentaba charlar con ellos. Como hacía con mis amigas. Pero no me era posible. No es que ellos fueran bobos. Es que no era capaz de enlazar frases porque no sabía cómo se les tenía que hablar, y al no tener los mismos códigos ni los mismos intereses, la cosa no fluía lo más mínimo. Pero eran mis novios. Aunque yo siguiera obsesionada con las tetas de Maider. Y posteriormente de muchas otras. Claro, eso sí: cambiaba de novio como de mochila. Cada verano uno nuevo. Hasta que a partir de los dieciséis, el factor sexo coitocéntrico empezó a formar parte de la ecuación y el miedo a “mi primera vez” o el “quedarme embarazada”, hizo que alargara las relaciones a tres años. ¿La primera vez duele? ¿Voy a sangrar? ¿Puedo quedarme embarazada? ¿Hola? Si hubiera tenido alguien, ¡¡¡quien fuera!!! diciéndome la verdad verdadera, mi vida hubiera sido taaaan feliz: no, querida, cuando te frotan o te lamen el coño como dios manda ni te duele, ni sangras, ni te quedas embarazada. ¿¿Por qué nadie me lo dijo?? En fin. Entre relación insatisfecha y relación insatisfecha yo sentía (siempre borracha) pequeños flechazos con desconocidas chicas. Hubo un momento que hasta me permitía tontear con ellas. Y cuando a mis veinte años me hacía ser “mazo guay” lo de aceptar tríos, accedí a unos cuantos, con el único requisito de que la tercera en discordia fuera tía. Siento aguaros la fiesta. También siento que se me aguara a mí. Ningún trío acabó teniendo lugar. Hoy por hoy no cuento con ese tipo de anecdotario. Pero mientras mis novios se frotaban las manos por mi apertura y amor hacia ellos, reflejado en mi deseo por complacerles al permitir otro par de tetas en nuestra cama, yo me preguntaba si realmente estaba en la acera correcta. Viajé. Viví en otros lugares. Y esto siempre es estupendo para quitarte losas y losas de expectativas ajenas. En el otro lado del mundo puedes empezar de cero siendo todo lo bisexual que te dé la gana, para pasar a ser lesbiana con el chasquido de un par de dedos. Podría contar mis amoríos lésbicos, pero este artículo ya ha dado suficiente de sí. Quiero explicar que nací mujer. Y que con el tiempo he tenido encuentros erótico-sexuales y relaciones pseudoamorosas con todos los tíos que se me han puesto por delante. De verdad: con todos. Nunca he sabido decir que no cuando alguien me ofrecía atención. Por muy cutresalchichera que fuera. Si yo gustaba, a mí me gustaban. Y los que mostraban interés siempre eran tíos. Por lo tanto puede decirse que estoy acostumbrada a tener encuentros heterosexuales, aunque sólo sea por tradición. Pero es que yo me siento lesbiana. Desde que descubrí la etiqueta me sentí cómoda. Hubo una época transitoria en la que elegí conscientemente no acostarme con más tíos por aburrimiento y por convencimiento político. E incluso cuando no tenía sexo con otras personas, ni hombres, ni trans, ni mujeres, yo me sentía lesbiana hasta la médula. (Estoy intentando introducir el “bollera” en mi diccionario pero aún no me sale natural). No creo que sea lesbiana de nacimiento, ni sólo lesbiana. Seguro que si indago un poco podría considerarme de todo por rachas: antisexual, heteroinsumisa, heterocuriosa, bisexual o pansexual. Pero es que donde realmente me siento como pez en el agua es siendo lesbiana. Yo donde estoy a gusto es rodeada de lesbianas feministas. A mí los cuerpos y las mentes que me atraen son de lesbianas ultrapolíticas y separatistas. Dicen que sobre gustos no hay nada escrito. Yo creo que hay demasiado escrito sobre gustos. Y todo es un rollo. He elegido conscientemente y desde el feminismo más radical ser lesbiana. No odio a nadie (esta afirmación es tan falsa como mis mechas rubias), simplemente siento incompatibilidades con ciertos sectores de la población planetaria. Con seis años tenía dos requisitos para elegir a mis amigas: que fueran niñas y les gustara conversar. Hoy por hoy tengo otros dos requisitos añadidos a los anteriores: que sean feministas y lesbianas. Le pese a quien le pese. Soy lesbiana porque me gusta y me da la gana. Y porque no concibo ser nada más. Y citando a la brillante e inmejorable Wittig: ¡Lesbianicemos el mundo!

Download PDF
Etiquetas: , ,

Artículos relacionados

Últimas publicaciones

Download PDF

Título

Ir a Arriba