Riot Grrrls: esto está pasando sin tu permiso
“Necesitamos iniciar una revuelta de chicas [girl riot]”. Con estas palabras, la activista Jen Smith respondía en 1991 al abatimiento a tiros, a manos de la policía, de un joven inmigrante salvadoreño en las calles de Washington D.C. Pocos meses más tarde, su deseo desembocó en un estallido de energía colectiva, que generó un espacio de empoderamiento femenino sin precedentes en la historia del rock.
En declaraciones recientes para la web Consequence Of Sound, el músico Jack White se lamentaba de que, todavía hoy, “las mujeres se vean en la tesitura de trabajar el doble que los hombres para demostrar lo que valen. Cuando todas las componentes de una banda son mujeres, o la cantante es una mujer, la percepción del público cambia. Es vergonzoso que si una mujer se sube al escenario con un instrumento, eso todavía resulte novedoso para la gente”. White estaba localizando el síntoma, pero esquivaba el diagnóstico: la perpetuación de una industria musical cuyos designios han sido históricamente manejados por hombres, y que continúa obstruyendo el acceso de las mujeres a puestos económica o creativamente relevantes. La historia de la música pop es, por lo tanto, la historia de un patriarcado que se resiste a su derrocamiento. De mujeres que se aferran a su rol de intérpretes, mientras una red de compositores, instrumentistas y productores diseñan historias y envoltorios a su medida. De una representación de la feminidad encorsetada, dirigida a la sublimación de fantasías masculinas.
Aunque suele citarse a Kathleen Hanna como la impulsora del movimiento, gracias a la relevancia de Bikini Bill, las riot grrrls supusieron un estallido de energía comunitaria, donde la cultura del fanzine tuvo un importante papel aglutinador
El estallido del punk, primero en el Nueva York de mediados de los 70, poco después en Gran Bretaña, y finalmente propagado como un virus a nivel global, ofreció temporalmente la promesa de un cambio de paradigma. En su deseo de cambiar el mundo, el punk se presentó como un movimiento integrador, que alentaba a hombres y mujeres a pasar de objetos a sujetos de la historia. En el punto álgido de esa promesa, el deseo de expresarse fue mayor que cualquier limitación, y un sinfín de nuevas bandas se lanzaron a romper el dique: era el sonido de la gente descubriendo su propio poder, con un estruendo como no se oía desde el primer rock’n’roll.
Y, mucho más importante, las mujeres fueron invitadas por primera vez, en pie de igualdad, a unirse a ese estrépito: Gaye Advert, encabezando a la banda londinense The Adverts; Poly Styrene, al frente de la banda mixta X-Ray Spex; las vanguardistas The Slits y The Raincoats; Lesley Woods y Jane Munro de Au Pairs, procedentes de Birmingham; la banda femenina californiana de new wave The Go-Go’s; la rompedora Patti Smith; Tina Weymouth, batería de Talking Heads; Poison Ivy de The Cramps; Kleenex / LiLiPUT desde Zürich. Todas ellas, y muchas otras, construyeron e interpretaron parte de la música pop más original y estimulante de su época. Algunas fueron engullidas por la historia oficial, unas pocas se incorporaron triunfalmente a ella, pero todas contribuyeron a prender el fuego de lo que una década después se conocería como el movimiento riot grrrl.
Surgido en Olympia (Washington) a principios de la década de los noventa, el frente común de las riot grrrls supuso el primer intento en la historia del rock de crear un escenario musical e informativo impulsado por, para y sobre mujeres. Como el punk más irreductible, se construyó al margen de los centros de poder, aprovechando la trama subterránea de promoción, comunicación y distribución construida alrededor del rock independiente, y ardió durante unos pocos años, no sin antes plantar un montón de excitantes semillas. Y como sucede con la mayoría de subculturas, su pequeña historia es la suma de un puñado de focos aislados, de antecedentes que se bifurcan y cuyas huellas no siempre son fáciles de rastrear.
Cuando en agosto de 1991 se organizó en Olympia el festival International Pop Underground Convention, a instancias del pequeño sello K Records y con una jornada dedicada exclusivamente al rock’n’roll interpretado por mujeres, se destapó una olla a presión: sobre las tablas del Capitol Theatre, un aluvión de bandas compuestas íntegra o parcialmente por chicas reveló la existencia de una densa corriente femenina en las arterias del rock alternativo. Algunas, como Mecca Normal, un dúo mixto procedente de Vancouver (Canadá), llevaban más de cinco años facturando rock combativo con sólidos planteamientos feministas. Otras, como Bikini Kill y Bratmobile, se habían formado pocos meses antes, pero su influencia en el desarrollo de la escena riot ya estaba siendo decisiva.
Con la palabra “PUTA” escrita sobre su vientre, bailando como una animadora o una stripper, Kathleen Hanna desterraba a los chicos a las últimas filas y animaba a las mujeres a acercarse a la primera línea
Aunque suele citarse a Kathleen Hanna (Portland, Oregon, 1968) como la principal impulsora del movimiento, gracias a la relevancia adquirida por su banda, Bikini Bill, lo cierto es que las riot grrrls supusieron ante todo un estallido de energía comunitaria, donde la cultura del fanzine tuvo un importante papel aglutinador. En un mundo sin internet, donde las publicaciones amateur cobraban vida entre los dormitorios y las copisterías, siendo distribuidas posteriormente a través del correo postal, cuatro cabeceras fueron determinantes a la hora de definir la identidad de esta nueva forma de empoderamiento colectivo. La primera, Jigsaw (1988), fue editada desde Olympia por la música Tobi Vail, interesada en difundir las conexiones entre punk y feminismo que había detectado a lo largo del noroeste de los EEUU. A su vez, este fanzine sería la inspiración de Girl Germs (1989), confeccionado por Molly Neuman y Allison Wolfe, dos estudiantes de la Universidad de Oregon que, bajo el nombre de Bratmobile, simultaneaban la música rock con el periodismo de guerrillas.
En 1990, Tobi Vail reaparecía junto a Kathleen Hanna para poner en marcha el fanzine Bikini Kill, donde alternaban textos sobre punk y teoría feminista, en lo que sería el antecedente de Riot Grrrl!, la publicación más famosa del movimiento. Una revista que integraba a todas las mujeres anteriores, y en cuyo título, a la vez un grito de rabia, un rechinar de dientes, un homenaje a Jen Smith y un llamamiento a la acción, se cifraba un anhelo común: “Bombardear el centro neurálgico de la falocracia del rock”, tal y como lo expresaría Kim Gordon, bajista de la banda Sonic Youth.
Incluso Kurt Cobain se declaró fuertemente inspirado por el espíritu riot, reclamando atención mediática hacia el movimiento y rechazando cualquier actitud homófoba, xenófoba o misógina entre la base de fans de Nirvana
Sobre este poderoso amasijo de hojas fotocopiadas, desde donde se alentaba a las lectoras a amplificar sus voces y convertirse ellas mismas en productoras culturales, se construyó toda una espiral de conexiones. La energía colectiva se volcó en otros fanzines, tantos que escapaban a cualquier voluntad de censo. Se transformó en talleres, donde las mujeres podían (in)formarse acerca de cuestiones tan diversas como el bullying, la sexualidad, la teoría feminista, el aborto, la violencia machista o la autodefensa. Se desplazó a reuniones en donde las adolescentes podían compartir entre ellas lo que la joven riot grrrl Donna Dresch, en su rudimentaria publicación Chainsaw, identificaba como la frustración: “Frustración en la vida. En ser una chica, en ser homosexual, en ser una inadaptada”. Y, por supuesto, anidó en la música, donde todas las cuestiones anteriores parecían caber en los estrechos límites de una canción de tres minutos.
Al frente de Bikini Kill, la extensión musical del fanzine homónimo, la estudiante de fotografía Kathleen Hanna se convirtió en lo más parecido a una líder dentro de un movimiento tan atomizado como el que nos ocupa. Con ‘Revolution Girl Style Now!’ (1991), una modesta casete autoeditada que corrió como la pólvora, Hanna (voz), Billy Karren (guitarra), Kathi Wilcox (bajo) y Tobi Vail (batería) firmaron el documento arquetípico del sonido riot grrrl: un conjunto colisiona entre sí como autos de choque fuera de control y, entre la masa sonora, una mujer irrumpe a codazos, reclama su lugar en el mundo y expresa su voluntad de cambiarlo. La fórmula, lejos de ser nueva, recogía un viejo eco procedente del punk.
Lo más interesante sucedía encima de los escenarios, donde Kathleen Hanna estaba reivindicando un atípico modelo de frontwoman. Con la palabra “PUTA” escrita sobre su vientre, la vocalista lanzaba al público masculino los despojos del lenguaje que éste utilizaba para violentarla. Mientras bailaba alternativamente como una animadora o una stripper, desterraba a los chicos a las últimas filas y animaba a las mujeres a acercarse a la primera línea de fuego, de donde nunca debían haber salido. Y cuando cantaba sobre el abuso sexual, contra cualquier forma de autoridad o acerca de las distorsiones de los medios de comunicación, también estaba recordando que esos temas no eran patrimonio de las bandas masculinas de punk y hardcore. En definitiva, el papel de Kathleen Hanna fue crucial a la hora de introducir cuestiones de género en las brechas del rock independiente de su tiempo, siendo en todo caso la catalizadora de una corriente espontánea, dominada por la pluralidad de voces.
En este punto, pues, es necesario recordar también el legado de proyectos tan intensos como el de las pioneras L7, Sleater Kinney o Slant 6 en EEUU; Huggy Bear, Mambo Taxi o Voodoo Queens en Gran Bretaña, o las hermanas Lidia y Mabel Damunt en nuestro país, al frente del trío mixto Hello Cuca y el fanzine Miau.
Frente a lo que pudiera parecer, y es importante recalcarlo, las riot grrrl no sólo no conformaron una red exclusiva, sino que, desde el principio, encontraron fuertes adhesiones entre algunos de los más respetados músicos masculinos del circuito independiente. Desde Olympia, Calvin Johnson, del grupo Beat Happening, fue el impulsor del citado International Pop Convention, con su jornada consagrada al rock hecho por mujeres, que hoy se considera el acta fundacional del movimiento. En Washington D.C, el influyente Ian MacKaye destacó por su apoyo incondicional a las riot grrrls, editando algunos de sus discos, produciendo a Bikini Kill y abordando aspectos relacionados con la desigualdad de género en el repertorio de su propia banda, Fugazi. Incluso Kurt Cobain, ya desde su posición de estrella global, se declararía fuertemente inspirado por el espíritu riot, reclamando atención mediática hacia el movimiento y rechazando públicamente cualquier actitud homófoba, xenófoba o misógina entre la base de fans de Nirvana.
La respuesta fue muy distinta desde un amplio sector de la prensa. Aunque las riot grrrls rechazaron sistemáticamente ofrecer entrevistas a los grandes medios, no consiguieron evitar la distorsión sistemática de su mensaje, generando entre las principales tribunas musicales o generalistas un torrente de beligerancia y paternalismo. Los artículos que trataban de localizar retorcidos traumas infantiles en el origen del movimiento fueron sólo el principio. Después llegaron los reportajes que ridiculizaban sus discos y sus publicaciones, que subrayaban las supuestas contradicciones de su discurso, que subestimaban sus iniciativas. Durante años, sin embargo, la red que se había ido tejiendo desde los márgenes parecía resistir cualquier embestida. Así fue hasta finales de los años 90, cuando la intensidad que había caracterizado al movimiento pareció entrar en un momento de deceleración. En parte, por su insobornable vocación subterránea. En parte, por su débil articulación. Tal vez por la desigual entrada de nuevas fuerzas motrices.
Hoy, sin embargo, la existencia de colectivos tan vivos como las Pussy Riot demuestran que las riot grrrls fueron, son, una fuerza de carácter prometeico e irreductible. Una historia sobre personas que, de un día para otro, descubren su propio poder. Aunque hasta entonces no creyesen que otras personas pudieran estar interesadas en cómo pensaban o en qué tenían que decir.
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