Mi trabajo nace generalmente de tres elementos reincidentes en mi vida: la libertad, el desate de emociones y la irrealidad: entre los tres arman el cotarro y disparan la foto.

Cuando hablo de libertad hablo de abrir los brazos. De cerrar los ojos al viento, de encontrarse con uno mismo, de dejarse llevar, de despeinarse, hacer el amor o comer macarrones con queso en la bañera. Desatarse las emociones y dejarlas salir sin cordura.

La irrealidad de mis autorretratos nace de ahí, y de la necesidad de levantar de vez en cuando los pies de la tierra y plantar cara así a las situaciones más caóticas y terrenales cuando todo se hace una maraña. O duele. O dudas. O amas. O temes, o ríes, o enfada. O todo junto.

Creo, a su vez, en el caos interno como arma de aprendizaje y en este caso la fotografía se me presenta como una herramienta para hacer volar por los aires todas esas emociones y convertirlas en flor. Darles la forma que merecen antes de devolverlas al pecho.

Cada fotografía es un momento concreto, una revolución que viene y se va, dejando un poso.

Y bueno, tengo 28 años, un largo camino por descubrir todavía y un perro de patas cortas. El resto, que venga cuando quiera, supongo.