Doctora, ¿qué les pasa?
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Des de tiempos inmemorables, las calles, las plazas y las avenidas de pueblos y ciudades han sido asediadas por una afección común. Presentan una fuerte capacidad de adhesión incrustante en el espacio público que dificulta su erradicación. Asimismo, la resistencia del germen y la tolerancia social permiten que su acción colonizadora arrase. Estamos hablando de un mal que se expande rápido, aunque curiosamente afecta solo al sector masculino de la población. Pertenece al linaje de trastornos que, aunque todos los miembros definidos como varones son susceptibles de padecerlos, no siempre desarrollan sus síntomas. Para algunos, será parte de un ciclo concreto de su existencia, dado en contextos puntuales —puede que relacionado con el consumo de alcohol— y que para el alivio de sus coetáneos, remitirá con el tratamiento adecuado.
El principal indicio es una verborrea irrefrenable de carácter soez en forma de frase breve, dirigida a las mujeres con las que se cruza el sujeto. Se acompaña de propulsiones de aire a través de los labios fruncidos (silbidos) y secreciones de líquido salival.
Una observación atenta de su conducta revelará que el relato expuesto por el paciente permite diagnosticar el mal que le aflige. En primer lugar, la búsqueda de una justificación. “Era un halago, o picardía, soy elocuente, soy un galán”, aducirá el varón, sacando a relucir la gravedad de su estado. También pueden servirle de excusa la indumentaria de la mujer, el maquillaje, su actitud, el hecho de ir sola o que sea de noche. Son fenómenos habituales; forman parte del proceso de negación de la enfermedad, el primer paso hacia la curación.
¿Existe entonces un patrón de conducta? Es difícil precisarlo, pues el cerebro humano es tan complejo que la investigación no ha dado con las pruebas definitivas para su diagnosis. Sin embargo, está demostrado que no es incompatible con la vida marital, ni con la tenencia de vínculos afectivo-sexuales. Incluso podríamos hablar de insatisfacción conyugal en el ámbito de las relaciones, aunque pensándolo bien, eso excluiría al porcentaje de pacientes que van servidos, y seríamos desleales con la realidad.
La que sí suele estar muy definida es su orientación sexual, fijada dentro de los parámetros de la heterosexualidad, y que fácilmente se combina con tintes de homofobia, lesbofobia o transfobia.
En los sujetos que lo padezcan de forma crónica, la manifestación es moderada o aguda. Siempre aflora tras un período de incubación, calculado alrededor de los quince primeros años de vida. Los síntomas de los que sufren con asiduidad este malestar persisten entre dos y setenta años, cosa que deviene un problema porque la Seguridad Social no lo cubre.
Por lo que al contagio se refiere, el contacto físico ha quedado descartado como una posible vía de transmisión y recepción. Se da por medio aéreo, en el trato con un miembro o una comunidad de perturbados. Sin embargo, existen otros canales, como los relatos de las denominadas industrias culturales, la publicidad o las redes sociales, que contribuyen a su proliferación. A pesar de la longevidad de la plaga, que implica a millones de personas y, de sus efectos son devastadores, apenas hay resonancia en los medios de comunicación. Resulta alarmante que hasta la fecha, ni la OMS ni el Ministerio de Sanidad de ningún país no hayan declarado la alerta de emergencia sanitaria global.
Los expertos se muestran sorprendidos ante una de las peculiaridades de la dolencia, vinculada a la rama de la gastronomía. Se trata de la incitación a un apetito voraz, desmedido, por elementos que en ocasiones son de difícil deglución. “¡Quién fuera el palo de ese helado que recorres con tu lengua!”, por ejemplo, es un caso claro de un paciente con inclinación por la madera. Aunque más temible es el espécimen que se decanta por la carne humana: “¡Si tus piernas fueran jamones, te comía hasta los talones!” Su variante camufla el canibalismo con la afición al dulce: “¡Si fueras un tarro de miel te chuparía hasta la tapa!”, o “¡Bombón, por darte un bocado me salto la dieta!” Para compensar el elevado índice de glucosa en sangre, al menos alguno de ellos opta por la carne blanca: “¡Que no me entere yo que este conejito pasa hambre!”.
Por descontado, queda descartada cualquier similitud con los antojos de comida de las embarazadas. Lo de las encintas, los estudios lo achacan a la proximidad de las áreas del cerebro implicadas en el gusto con las que reciben impulsos nerviosos originados en el útero.
A raíz de la analogía con la amabilidad pegajosa y la fiebre de querer ser muy, muy encantador, el virus que nos ocupa es confundido con estas alteraciones conductuales. Eso explica que otros componentes de la sociedad que conviven con los infectados no detecten el problema, ni traten de ponerle fin. Como miembros de la comunidad, tenemos la responsabilidad colectiva de ayudar a los aquejados. Con toma de consciencia y adiestramiento todos los casos se suelen coger a tiempo.
Es paradójico cómo algunas mujeres le atribuyen al enfermo el dudoso mérito de halagarlas, generando la falsa impresión de potenciar su autoestima. Sin embargo, lo que siente la gran mayoría de ellas es de distinto calibre. Oscila entre la vergüenza, la intimidación, el asco, la impotencia, la indignación y la rabia. Después de que un hombre sufra un brote, la mujer acelera el paso, aprieta las manos, fija la vista al frente, tensa el cuerpo o ríe nerviosa. La indiferencia, el enfado, el desprecio y el insulto son otros de los mecanismos de defensa resultantes.
Llegados a este punto, es preciso señalar que las reacciones de la población femenina, que en ningún caso tienen nada que ver con el grado de importancia que ellas le otorguen al suceso, jamás deberán juzgarse. El foco de atención, el escarmiento, deberá aplicarse únicamente al doliente, eso es, el hombre y el derecho que se toma —su enfermedad— para invadir un espacio que no le pertenece.