Cuando lo no normativo se convierte en la nueva norma
Esa tierra prometida en la que acabaríamos teniendo una sexualidad mucho más libre, no está ahí como lo habíamos imaginado. Parece inevitable que también en los espacios no normativos se determine qué es deseable y qué no, que se arrastren herencias culturales que nos condicionan, que no se llegue a recoger esa diversidad infinita que somos.
“Ex nihilo nihil fit”, o lo que es lo mismo, nada puede surgir de la nada. Cuando nos ponemos a inventar nuestra propia manera de hacer las cosas, inevitablemente, vamos a partir de lo que existía antes. Es imposible hacerlo de otra manera.
Existe una determinada manera de relacionarse sexualmente, la que se considera la “normalidad”: la heterosexual con una serie de expectativas culturalmente compartidas de manera tácita. En realidad no se sabe cuál es (lo que pasa en cada habitación puede tener muchas variantes), pero es la que nos hemos encontrado como más común y la que entendemos que se espera que sigamos. Es una sexualidad a la que mucha gente le buscamos alternativas donde nos encontremos más a gusto.
Lo complicado a la hora de buscar esas alternativas es que no podemos partir de la nada, de cero, ni podemos inventar esas alternativas en el vacío, fuera de influencias sociales, culturales, grupales, etc. ¿Qué hemos heredado a la hora de crear esas alternativas? En lo sexual hemos heredado, entre otras muchas cosas, el “modelo recreativo”:
“Dependiendo del modelo erótico que manejemos habrá conductas que se consideren fuera de control y otras que no. Desde el modelo procreativo una amatoria no marital o no procreativa indicará ausencia de control; desde el relacional lo será una amatoria sin compromiso; y en el modelo recreativo solo la amatoria no consensual se considera descontrolada. En cada momento histórico ha predominado más un modelo que otro, coexistiendo los tres en cualquier caso. (…)
Con la llegada de la contracultura y la revolución sexual de los 60 se difundió un ideal libertario que fomentaba la experimentación y la satisfacción propia. La expansión del modelo recreativo, ayudado por el desarrollo de los anticonceptivos orales, conllevó sin embargo una nueva línea patologizadora. La respuesta erótica inadecuada o insuficiente, la que no llegaba a la altura esperada culturalmente, se consideró necesitada de atención clínica y se acuñaron términos como anorgasmia, deseo sexual inhibido, aversión sexual, incompetencia eyaculatoria (muy temprana) e insuficiencia eréctil”.
(Fuente: “La medicalización del deseo”, Juan Lejárraga)
Es decir, de los años 60 hemos heredado la idea de que la experimentación y la satisfacción propia eran lo más importante. ¿Qué sucede cuando a esa visión recreativa de lo erótico se le suma el modelo masculino de sexualidad? Es el modelo del encuentro fugaz, a lo que se le suma a mediados del siglo XX el centrado en los números, en la cantidad, en “cuanto más, mejor”, en cuantos más orgasmos mejor, con cuantas más conquistas mejor, cuanto más se aguanta mejor. El modelo del récord, cuantificable, medible.
Y sigamos sumando. Ahí tenemos el binomio sexo-amor, como si fuera posible dejar de lado el más mínimo afecto. Sexo con protección emocional, sin ponerse en juego en absoluto. Esa protección que desarrollamos cada día más, para que las relaciones no nos importen demasiado, no nos dañen demasiado, no nos tengamos que comprometer demasiado. Unas relaciones a las que cada vez llevamos una armadura más resistente. Que se tengan que terminar sin dolor. Y, claro, como es lógico, semejante protección nos permite pasar sin problema de una experiencia a otra, pero hace complicado saber cómo cuidar a nadie… La “fusión volátil”: lo damos todo cuando nos juntamos, pero no queda nada una vez nos hemos vuelto a poner la ropa.
¿Seguimos sumando factores? Por ejemplo, la manera en que se comportan los grupos, los colectivos en que convivimos. No se comportan de una manera diferente a cualquier otro grupo, es pura psicología social. Y cuando todo nuestro colectivo decide hacer algo, es complicado que nos atrevamos a hacer algo distinto, porque queremos ser parte de ese grupo. Es lógico buscar esa aceptación, buscar esa seguridad de un colectivo que nos acepta y apoya. Y si no hacemos lo mismo que hace el grupo, es probable que nos dejen un poco de lado, como siempre se ha hecho. Y así, haciendo lo que hace el grupo, acabamos practicando shibari porque se ha convertido en la última moda, o tenemos que abrir nuestra relación porque hay que poner en práctica el poliamor, o acabamos teniendo referentes muy similares, vistiéndonos de una manera parecida… O practicamos la misma discriminación horizontal, la discriminación dentro de nuestros propios colectivos.
También hay que tener en cuenta la manera en que consumimos hoy día: el consumo de experiencias. Ese concepto podía sonar raro hace años, pero que hoy entendemos perfectamente a qué se refiere. Tenemos hambre de experiencias intensas, bien cargadas de adrenalina si es posible. La unión perfecta con lo fugaz, los récords y la “fusión volátil”. Una experiencia tras otra, cuantas más mejor, cuanto más extremas mejor. Nos gusta tener algo memorable que recordar, que contar en Facebook, que subir a Instagram. Así podemos disfrutar de la ajetreada y glamurosa vida de las estrellas que queremos ser, somos paparazzi de nuestras propias experiencias.
Si sumamos todo eso, nos encontramos con que esa tierra prometida en la que nos acabaríamos “liberando”, en la que acabaríamos teniendo una sexualidad mucho más libre, no está ahí como lo habíamos imaginado. A veces hostil, a veces decepcionante, a veces excesivamente normativo. Un espacio donde hay que acompasarse al ritmo que sigue todo el mundo, rápido e intenso, un espacio donde no se termina recogiendo de la manera que esperábamos esa diversidad infinita que somos, que son nuestras vidas. Donde volvemos a sentir que seguimos sin encajar.
Y así descubrimos que lo normativo no era sólo propio de esa “normalidad” de la que huíamos, sino que siempre va a aparecer. Parece inevitable que cuando vamos creando esos espacios alternativos, nos vayamos inspirando en otro imaginarios que nos parecían atractivos y que tendemos a reproducir. Y se acaban generando una serie de expectativas de lo que es “lo normal” dentro del BDSM, dentro de lo queer, de lo transfeminista, dentro del fetish, del shibari. Nos cuesta llegar a darnos cuenta de lo complicado que es encajar nuestras prácticas sexuales en privado (que acaban siendo únicas, propias de cada relación, cada persona), nuestras maneras ser más o menos sexuales, con las prácticas sexuales que se comparten en público (ya sea en eventos o al contar lo que hacemos), donde siempre hay algún tipo de referencias, donde parece inevitable saber qué es posible y qué no, qué es deseable y qué no, y donde juegan muchos más factores que el acuerdo de dos o más personas en privado.
Ese es el reto: Crear espacios donde pueda desarrollarse nuestra “legítima rareza” y al mismo tiempo nos podamos seguir reconociendo como parte de colectivos comunes, de proyectos que convergen, conviven y se apoyan dejando espacio a una infinita diversidad. Espacios donde nuestra diferencia no vuelva a ser, en realidad, una nueva norma que no deja espacio para otras diferencias.