Fuera de género
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Sofía Rodríguez
Recuerdo que cuando mi hermano estaba en kínder, un día llegó a la casa, se quedó observando pensativamente a mi mamá y dijo: “Mamá, tú eres un poquito ‘hombre’ porque tienes el cabello corto”. En el kínder le estaban enseñando a identificar “niños” y “niñas” y una de las características relevantes era el largo del cabello… Y luego no era sólo el largo de cabello, porque de repente, ser niño o ser niña significaba algo, mucho más allá de una característica física. Significaba qué podías expresar, cómo debías comportarte, a qué espacios podías acceder, a quién podías amar… Se iban limitando las posibilidades de ser según binarismos absurdos que iban dándole forma a modos de relacionarse y de ejercer el poder. Supongo que es inevitable inventarle sentidos a la diferencia pero, cuando estos sentidos son tan limitados y tan rígidos, se estancan, se pudren y nos van matando poco a poco.
¿Por qué tendríamos que inculcarles estas ficciones identitarias? Más aún cuando todos podemos crearnos nuestras propias ficciones de quiénes somos y cuál es sentido de nuestra vida, algunas muy limitantes y otras muy liberadoras. Sería diferente enseñar los nombres de cada parte del cuerpo y qué hay cuerpos distintos, y buscar otras formas de relacionarnos donde el cuerpo sea escuchado, disfrutado, cuidado… Dejarles hacer castillos de lodo, pintar con los dedos, subirse a los árboles, cantar a todo pulmón, correr tras una pelota, bailar al ritmo que los lleven sus pies… Pero, ¿por qué convertimos el cuerpo en un algo que nos quita libertad, en una cárcel, cuando el cuerpo el único espacio-tiempo desde donde podemos ser?
A pesar de esto, no creo que ninguna pedagogía pueda contra nosotros. Gracias a la vida, somos malos estudiantes y defendemos nuestro derecho a decidir, tanto aceptando estas ficciones como inventando otras propias. Es decir, a pesar de lo que nos enseñen en la escuela, en la familia, en los medios de comunicación sobre “ser hombre” o “ser mujer”, nosotros no repetimos pasivamente los contenidos que se nos presentan. Creo que es importante ser crítico ante los mandatos de género, pero que no hay que olvidar que no somos sólo por naturaleza y cultura, que en algún lado, desde esta contradictoria multiplicidad que somos y llamamos “yo”, surge el deseo, la voluntad, la decisión. Por pesada que sea la pedagogía, aún queda la posibilidad de cuestionarnos.
Por esto celebro a aquellas personas que han desafiado esta supuesta esencia del “ser hombre” o el “ser mujer” y nos han demostrado que se puede respirar sin sentir el cuerpo como un corsé.
Coincido con Preciado en que no existe la violencia de género sino que “el género mismo es la violencia”. Creo que es vital buscar otras ficciones en las que ser mujer no sea ser víctima indefensa, los hombres no mueran y maten por “ser hombres” y no haya necesidad de identificarse según este binario. Pero también estoy consciente de que resistirse al género puede invocar demonios. La violencia que puede desatar no tiene punto de comparación. Tanta violencia por sostener un sentido tan cristalizado sobre qué significa “ser hombre” o “ser mujer” parecería advertir que quizás no significa nada, que lo que hay es un vacío angustiante, que es demasiada libertad para poderla soportar.