Obsolescencia programada

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02/04/2016

Martín Nierez

La dictadura del patriarcado ha hecho algo mas que establecer privilegios a los hombres.

Esta dictadura no solo a reducido a la mínima expresión las facetas femeninas de nuestro ser; conminándolas a la representación mas pueril de nuestra humanidad. Ha hecho eso y mucho más.

Ha reducido, pisoteado y humillado a las mujeres como portadoras de estas expresiones. Relegándolas a un segundo escalón en el orden social. Quitándoles la posibilidad de construir un destino libre de la mirada masculina e infringiéndoles infinitos castigos corporales, psíquicos y emocionales. Pero, por encima de todo, el patriarcado nos ha desconectado. Ha desconectado nuestra filiación a la vida.

En pleno siglo XXI, nuestro planeta se encuentra expuesto a múltiples amenazas que ponen en jaque la vida. No solo la del mundo civilizado, que es en gran medida responsable de ello, sino la de todos sus habitantes.

Potenciales guerras a escala global, contaminación, cambio climático, consumo abusivo de recursos naturales, colapsos económicos, crisis éticas, morales, espirituales. Y una extraña sensación de estar montados en una noria que gira sin control. Noria que lentamente, pero con rumbo fijo, nos lleva inexorablemente a la destrucción.

Me recuerda sin dudas, al abuso. Me recuerda a su textura. A la forma en que se desarrollan y en que se pautan los mecanismos válidos para justificarlo. Y la dictadura del patriarcado lo ha hecho bien. Como es arriba es abajo.

La base filosófica y la práctica se dan la mano para dar coherencia a un sistema totalitario. La práctica cotidiana de la opresión es invisible pero efectiva. Se sucede sin preguntas ni respuestas. Se sucede como las olas. Imperativas, intimidatorias y correctivas.

El género humano se ha vuelto el hombre-varón-macho en su peor versión y ha elevado a su hogar al no muy atractivo lugar de las mujeres en este vínculo perverso que hemos construido con la “madre naturaleza”. Y la madre naturaleza se ha cosificado, se ha vuelto utilitaria al servicio del macho-especie generación tras generación.

Y allí donde nuestra especie totalmente masculinizada ha posado su mirada, allí va su pragmatismo ideológico a reproducir su propio imaginario. Lo mismo da sea el capitalismo o el comunismo. Lo mismo da sea la democracia o el totalitarismo. Allí va sin más a reproducir la mirada erotizada de su propio ego fascinado con las sensaciones que recrea a través de su cuerpo. Pero solo, desprovisto del otro.

Coloniza otros territorios, los toca con su varita mágica y los vuelve un espejo obsecuente. Hoy cualquier paisaje del mundo se asemeja. Da igual si es el planeta, las mujeres o los cuerpos feminizados de centenares de culturas milenarias. Si, incluso aquellas culturas que han sabido mirar a los ojos de la diosa y por ende han sabido respetarla. Porque respetan el equilibrio inherente entre lo masculino y lo femenino.

¿Porque sí? No, porque el equilibrio es la vida. Fuera de él solo nos espera la muerte.

Otra mirada.

Hace rato que los humanos hemos dejado de mirar a los ojos de la naturaleza, del planeta y de las generaciones que vendrán.

Nuestra ciencia, nuestra técnica y nuestra tecnología se clavan como un falo y encuentran tierra fértil en cualquier terreno ético, moral o filosófico para montar la remanida fábula de la penetración en la vírgenes femeninas y castas.

Virgen los cuerpos, aquellos que no sean del macho. Virgen los campos, aquellos que no tengan propietarios. Virgen las culturas, aquellas que no han sido civilizadas. Nada se salva del impulso conquistador masculino. Nada se salva de la cultura de la violación. Ni siquiera la Tierra.

Cuando la mayoría de los hombres reseñamos nuestras relaciones sexuales. No solo para el afuera, eso es relativamente fácil, sino en nuestro fuero interno, en nuestro diálogo interior. Nuestra memoria siempre remite a la forma, a las posiciones o a la oralidad. Pero es muy difícil recordar la mirada, la conexión con el otro, la sensación propia de nuestro cuerpo co-creando junto con el otro una sexualidad compartida. Incluso no es difícil conectar con nuestra piel, con las sensaciones múltiples que nos ofrecen nuestros cuerpos, limitándonos a la exclusividad sensorial de nuestros penes.

Pareciera que solo encontramos consuelo y seguridad en la recreación continua del imaginario masculino. Solo escribimos lo que nosotros hemos inventado. Lo utilizamos para contarnos nuestra propia historia. Nos hablamos a través del otro feminizado, pero nunca hablamos con el otro. Nunca nos conectamos. Y a estas alturas nadie nos lo ha enseñado. Al contrario, el medio contiene en si mismo la ideología y la reproduce una y mil veces hasta que la excepción se vuelve la norma. Porque la norma debiera ser conectarse a la vida. Solo que, lo hemos “olvidado”.

Conectarse con lo femenino, es conectarse con la vida. Si la Tierra es la vida, el vientre perpetuo sobre el que las especies se han desarrollado; las mujeres contienen en sí mismas un reloj que atestigua ese pulso cósmico. En su cuerpo, en la maternidad, en el recordatorio cotidiano de sus ciclos hormonales, en la menstruación. Y nosotros, otra vez, lo hemos olvidado.

Integrar nuestra feminidad a estas alturas no es una opción, es un deber. O la integramos o morimos.

Claro que bajo la tutela de nuestra cultura todo esto es una mentira. O al menos una verdad a medias. Porque no existen extremos tales como lo masculino y lo femenino. No existen polos totalmente irreconciliables que contienen una saturación desmesurada de uno u otro género. Esto solo obedece a una construcción arbitraria. La dualidad de nuestra cultura es lo único que baja a tierra ciertos parámetros que son inasibles.

No existen cuerpos o mentes saturadas de masculinidad o feminidad. Somos una conciencia ambigua donde lo femenino y lo masculino se pasea eternamente para no llegar a ningún lado. O para elegir a donde llegar.

La incertidumbre tan vilipendiada por nuestra racionalidad, es condición del universo. Un holograma del que somos una partícula que contiene el todo. ¿Por qué habríamos de diferenciarnos del resto del cosmos?

Millones de mujeres mueren a manos de hombres que cosifican su feminidad. Millones de especies mueren a manos de la humanidad.  Mueren al servicio del progreso y de la evolución de nuestra civilización. Mueren condenadas al utilitarismo y a la soledad que nuestra ciencia objetivamente les da. Mueren en vano. Mueren solas.

Como ven, la compleja situación en la que estamos comprometidos es mucho mas profunda y trascendental de lo que podamos ver a simple vista. No se trata únicamente de hacerle entender a los hombres que no deben lastimar a las mujeres. O simplemente que deben respetarlas.  Se trata de comenzar a desandar estrategias propias y ajenas para que los hombres y la humanidad empiecen a recuperar su feminidad. Para que comiencen a aceptar su vulnerabilidad como hombres y no se refugien como logos en la seguridad de una ciencia que no sabe no saber. Para que entiendan que deben volver a conectarse para recuperar el equilibrio.

Y léase que en esta humanidad masculinizada estamos todos.

Mujeres, hombres, transexuales, lesbianas, homosexuales. Absolutamente todos.

Basta ver cómo esa agresividad tan valorada en la impronta del varón suele ser moneda corriente en nuestra sociedad contemporánea.

Esa agresividad tan naturalizada que nos permite conseguir trabajos, encontrar pareja, avanzar económica y financieramente, criar a nuestros hijos, hacernos respetar, reclamar reconocimiento, encontrar nuestro lugar en el mundo, etc. Nuestra agresividad nos define. Hoy es un rasgo global que se ha diseminado indiscriminadamente a través del capitalismo.

No basta con querer algo y dirigirse a la meta. Debemos ponerlo de manifiesto, defenderlo, pelearlo, conquistarlo.

Se nos dice que si no conseguimos algo, es que no hemos sido lo suficientemente agresivos. Y allá vamos, como una flecha a conquistar nuestros peores miedos. Pero no mediante la comprensión, sino ignorándolos todos. Sin mirar para abajo y sin llorar. Porque los machos no lloran. Y la humanidad no llora. Solo avanza.

Pero saben qué, los machos mueren antes. Mueren probando que son machos. Y mueren inconscientes de su propia precariedad. Mueren estresados, sosteniendo una vigilia activa y avasalladora. Mueren exponiendo sus cuerpos. Asumiendo riesgos innecesarios para probar su masculinidad. Se consumen en su propio fuego. Como si la propia erección perpetua de su actitud los inmunizara contra la muerte del idiota que no sabe que va a morir. Mueren con los ojos abiertos.

Hace poco dos jóvenes de Soriano perdieron la vida en un juego llamado “la gallinita”. ¿En qué consiste? Dos vehículos avanzan frente a frente a gran velocidad. Se acercan peligrosamente en la pista hasta que alguno de los dos se desvía para no chocar con el otro. Gana quien resiste mayor cantidad tiempo antes del choque inevitable. Gana el que queda en pista. Gana el más macho, el mas hombre. Y así fue, ganaron los dos. Perdimos todos.

Colectivamente no estamos muy lejos de “la gallinita”. Corriendo con los ojos bien abiertos. Sin medir riesgos. Agresivos. Probándonos a nosotros mismos que somos mejor que otras versiones de ser humanos. Y, mientras tanto, a la vera del camino vemos desaparecer especies, ecosistemas y millones de personas. Pero son “otras”, no revisten importancia.

Así y todo seguimos reproduciendo a imagen y semejanza de un sistema totalmente masculinizado, lógicas que perpetúan el holocausto femenino. Ya sea en lo público, como en lo privado. Y ojalá solo fuera figurativo.

Es menester que aprendamos a vernos a los ojos. Más temprano que tarde debemos restablecer el equilibrio femenino/masculino en nuestra conciencia individual y colectiva. Hay mucho más en juego que una visión romántica de estos problemas. Reducir a guerreros y doncellas este dilema existencial que nos aqueja es un error imperdonable que esta costando la vida a millones de personas.

Debemos apostar a reconectarnos con la vida, retomando nuestras sensaciones. Todas nuestras sensaciones. Mas allá del falo o de la ciencia.

Debemos aprender a escuchar, incluyendo los relatos del otro, porque valen a la hora de construir una versión holística de nuestro ser , de nuestra especie y de nuestro planeta. Un relato de bienestar.

Quizá lo mas frustrante sea que en esta carrera de la “gallinita” nadie se detenga a pensar por un segundo que vivir integrados e incluidos es vivir mejor.

La democracia es lo mejor que hemos encontrado para dirimir nuestras diferencias. Sin embargo, esconde una dictadura perversa que anida en nuestras conciencias y en nuestros corazones.

En cada uno de nosotros está la llave para comenzar a desmantelar este cuento que solo tiene un final. El nuestro.

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