Ensayo sobre la cultura del estupro
Nota: Este artículo se enmarca en la sección de libre publicación de Pikara, cuyo objetivo, como su nombre indica, es promover la participación de las lectoras y lectores. El colectivo editor de Pikara Magazine no se hace responsable ni del contenido ni de la forma de los artículos publicados en esta sección, que no son editados. Puedes mandar el tuyo a participa@pikaramagazine.com. Rogamos claridad, concisión y buena ortografía.
Camilla de Freitas Macedo
“Este es mi cuerpo, esto es mi sangre… Haced esto en mi memoria”
El pasado jueves 26 se celebraba en Brasil una festividad religiosa que, bajo la latina denominación de Corpus Christi, pretende recordar la humanidad de Jesús de Nazaret. Pero fue el cuerpo y la sangre de una adolescente de 16 años violada por 30 hombres la que marcó la opinión pública durante este último puente festivo. No ha habido quien, de una manera o de otra, no haya comentado el tema en las redes sociales. Afortunadamente, la repulsa y la condena eran generalizadas. O eso parecía.
No obstante, el dolor más intenso, el más impregnado en mí, era el que compartíamos las miles de mujeres feministas que vimos en este caso un ejemplo extremo —y por ello gráfico— de lo que rápidamente se ha llamado cultura del estupro. Lo peor era saber que las actitudes que acompañaban aquella violación —con los violadores jactándose en las redes sociales de haberle dado a la chica “lo que se merecía”— eran parte de un contexto, de un escenario mucho más amplio que, sin embargo, no es ni percibido ni condenado por una gran parte de la población. Si nos pusiéramos marxistas diríamos que el caso de la chica está en la superficie, pero está avalado por una cultura que está en la estructura.
Con mucho más conocimiento de causa y de circunstancias que las mías se ha escrito sobre este caso y sobre la violencia machista estructural. Pero han sido las afirmaciones compartidas por personas cercanas de mi infancia las que revolvieron en mi corazón y en mi mente un deseo intenso de desahogo. Y aquí estoy.
En palabras de un diputado de derechas la expresión cultura del estupro es solamente un intento de la izquierda de convertir el problema en una cuestión política: “Decir que existe una cultura del estupro en Brasil es una estupidez. El estupro es el crimen más repudiado en el país. Ni la escoria que está en la cárcel lo perdona. Lo que existe es la cultura izquierdista de estuprar la verdad”. Viene a decir que los —y más bien las, diría yo— de izquierdas exageran perversamente al llamarlo cultura y meternos a todos en el mismo saco que los criminales, a quienes todos realmente condenamos.
Pero la cuestión ni es tan sencilla ni se reduce a los casos tan atroces donde la violación finalmente se perpetra. La cuestión de fondo, la que lo encasilla en el apartado de cultura, es todo el discurso que hay detrás de cada violación. Es decir, está precisamente en el tipo de debates que abre. Y es que este mismo diputado propone una solución que demuestra que para él la cuestión es muy sencilla, reduciéndose a la existencia de buenos y malos: “Como diputado, lo que mejor puedo hacer para proteger a las mujeres de los cobardes estupradores es garantizar su derecho a portar un arma. En el bolso, lápiz, pintalabios y una 9 mm”.
Lo curioso es que esta misma derecha que tiene tan claro quién es bueno y quién es malo no tiene problemas con adoptar un lenguaje claramente violento hacia las mujeres. El jefe de la extrema derecha brasileña, Jair Bolsonaro, se reiteró deliberadamente en sus afirmaciones tras haber sido condenado por decir que no violaría a una diputada porque no se lo merece, porque es muy fea. Quienes lo justifican, dicen que la afirmación está sacada de contexto, que él solamente criticaba la actitud de la diputada hacia otras cuestiones que nada tienen que ver con el feminismo. Son solo palabras utilizadas para deslegitimar a una diputada con la que él no está de acuerdo.
Sin embargo, cada vez más historiadores recientes se unen a la posición de Michel Foucault, quien fortalece el valor del discurso al entender que, lejos de ser ‘solo’ palabras, los discursos conforman por sí mismos realidades desde el momento en el que son proferidos. En este caso se traduce en esquemas mentales determinados: esconden una forma de ver el mundo en la que es válida la sexualización de la mujer siempre que eso se restrinja a las palabras. No pasa nada, siempre que no seas tan cobarde como para violarlas.
Por lo tanto, la cultura del estupro es simplemente la cultura del machismo que, sin que queramos percibirlo, culmina en estupro. Evidentemente, no en todos los casos. De hecho, la gran mayoría de los factores de la cultura del machismo se traducen en actitudes que en absoluto desembocan en una violación sexual. Me voy a valer de la misma metáfora del diputado Paulo Eduardo Martins para explicarle a él, que es hombre, qué es la cultura del estupro para nosotras, mujeres: la cultura del estupro es la de una sociedad que legitima abiertamente la violación de nuestros derechos. Cuando se nos dice cómo debemos vestirnos y comportarnos, cuando se nos sexualiza desde pequeñas, cuando se pretende imponernos un modo de vida concreto y culpabilizarnos por la conducta de nuestros agresores.
Yo dejé Brasil, mi país de nacimiento, a los 16 años. Tiempo suficiente sin embargo para haber escuchado todo tipo de “piropos” por la calle desde los 9 años. Para encontrarme, tras escuchar el timbre, con un hombre masturbándose en mi puerta (que además llevaba tiempo acosándome), a los 11 años. Para haber aprendido a no dar la espalda (literalmente) a mis compañeros de clase porque se ponían a bromear con mi culo, a los 13 años. Para tener que soportar la mirada lasciva de los padres y tíos de mis amigas, a los 15 años. Para no ser capaz de disfrutar de una inocente primera relación por llevar sobre mis hombros el peso de distinguir si él solamente quería “aprovecharse” de mí o no, a los 16. Fui educada para saber defenderme contra los malvados hombres, para “darme al respeto”, pero sin perder la feminidad: “si no te arreglas no encontrarás novio” o “esta falda es demasiado corta” son solo dos de las mil reglas básicas transmitidas de generación a generación. Afortunadamente, nunca me han estuprado. Igualmente, he tenido amigos y amigas, compañeros y compañeras, que me han respetado y me han tratado como persona, antes que como mujer, a lo largo de mi vida. Pero yo soy quien soy ‘gracias’ a la cultura del estupro, para la cual es a mí a quien corresponde defenderme, y no a los demás respetarme. Me convierto, de esta manera, en parte de la cultura del estupro. Pero soy consciente de ello, lo asumo, y por lo tanto quiero cambiarlo.
Yo no quiero penas más duras para los violadores. Si un adolescente es capaz de reunir a otros 30 para violar a una chica y además publicarlo en las redes sociales, está claro que el problema es mucho más profundo que eso. Está en que a ese chico y sus amigos no se les pasó por la cabeza, hasta después de haber sido criticados por ello, que eso estaba mal. Está en quienes piensan que el hecho de que la chica hubiese sido madre a los 13 años tiene algo que ver con que haya sido violada. Está en quienes piensan que mirarte por la calle con evidente deseo sexual, sin conocerte de nada, es una forma de hacerte un cumplido. Y en quienes, con argumentos de más odio y separación, no quieren ver que tenemos, todos nosotros, un problema.