Escenas de violencia sexual y el flagelo feminista
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Sandra Salomé Fernández Vázquez
“Como llevamos minifalda, como tenemos una el pelo verde y la otra naranja,
sin duda, ‘follamos como perras’, así que la violación que se está cometiendo
no es tal cosa. Como en la mayoría de las violaciones, imagino. Imagino que,
después ninguno de los tres tipos se identifica como violador”
Virginie Despentes, Teoría King Kong
Primer acto. A pesar de la insistencia de mis amigas, había estado meses sin salir a tomar una cerveza o lo que fuese. La primera vez que salí después de la muerte de mi padre, salía dispuesta a levantarme algo, a coger, a que el sexo se llevase el dolor y la angustia. Fuimos a un bar, tomamos cerveza. Ahí se me acercó un tipo que había estado un rato mirándome, esas miradas que lanzan los hombres a las mujeres que quieren conquistar, como si nuestros cuerpos fuesen territorios a ocupar, usurpar. Charlamos un rato y nos fuimos a su casa. Vivía a pocas cuadras del bar. Subimos el ascensor besándonos, entramos en su casa. En un momento mi cabeza hizo un click. No entendía qué mierda hacía en esa casa, qué mierda pasaba con mi vida, por qué estaba con ese tipo ahí. Le dije que frenase, que no me sentía bien, que no quería tener sexo. Él se enojó, me preguntaba por qué había ido hasta su casa si no quería acostarme con él. Empecé a llorar, no sé si por haber llegado hasta ahí, porque la muerte de mi padre me había dejado sin rumbo o porque sentía que de algún modo “yo me lo había buscado”. A pesar de mis lágrimas, me bajó las medias, me levantó el vestido y la escena siguió como él quiso que siguiese, sin que mi voluntad, mi deseo o mi placer tuviesen algo que decir. “Por suerte”, usó preservativo.
Segundo acto. Después de gigabytes de Messenger, historiales de conversación que se guardaban por defecto y que daban cuenta de las horas invertidas en el chamuyo, en ligar. Después de todo eso, un día decidimos salir. Fuimos a ver “To shoot an elephant”, el documental de Alberto Arce sobre la operación israelí Plomo Fundido que se estrenaba en la Filmoteca de Catalunya. Después del documental, caminamos sin rumbo hasta que llegamos a una parada de colectivo, nos tomamos uno y fuimos a su casa. Ahí, cenamos, bebimos vino y nos besamos. Nos fuimos sacando la ropa hasta que estábamos medio desnudos, recostados sobre su cama. El desenlace de la escena se vio interrumpido de forma abrupta por una frase que él pronunció: “Perdóname, no puedo coger si no estoy enamorado”. Quise reirme, enojarme, hacer algún comentario que insultase su virilidad, pero no era mi estilo. Entendí que algo le había pasado, que algún click, el mismo que me afectaba a mí en muchas ocasiones, impedía que en ese preciso momento él pudiese tener sexo. Lo abracé y le dije que no se preocupase, que podíamos dormir juntos, abrazados, sin coger. Nos dormimos.
En el medio de la noche me desperté, su cuerpo estaba sobre el mío y su pene no sobre, sino dentro. Estaba medio dormida, no entendía qué estaba haciendo él y qué no hacía yo. Cuando lo entendí, quise sacarlo de encima, gritarle, decirle que estaba usando mi cuerpo casi inerte para obtener placer, sin que el mío le importase nada. En lugar de eso, me quedé quieta, incapaz de hacer nada, esperando que terminase. No usó preservativo ni pude decidirlo. Tampoco me fui en ese momento, seguí en esa cama sin poder dormirme. A la mañana siguiente me fui sin mediar palabra. Volví a la conversación de Messenger, en la que me sentía segura, custodiada por la pantalla y la distancia, y le dije que había sentido que se masturbaba con mi cuerpo, que yo no había sido más que una vagina, y ni eso, un agujero que oportunamente estaba acostado en esa misma cama. Me respondió que yo era injusta y muchas otras frases, fruto de las múltiples poses del “hombre nuevo”, el que se dice feminista, anticapitalista, libertario, y sigue siendo el mismo varón heterosexual incapaz de cuestionar sus privilegios y reproductor de múltiples violencias.
Estas escenas me permitieron conocer una de las múltiples manifestaciones del flagelo feminista, ese que experimentamos algunas feministas que combinamos feminismo y el sentimiento de culpa judeocristiano. “¿Cómo yo, feminista, pude pensar ante una escena de violencia sexual que ‘yo me lo había buscado’? ¿Cómo yo, feminista, pude permitir esa violencia sexual de un compañero? ¿Cómo yo, feminista, no lo insulté y me fui? ¿Cómo yo, feminista…?”. Quizás mi yo feminista espera de mí que me convierta en una Raffaëla Anderson en Baise-moi y salga por ahí a cortar penes. Mientras no me convierto en eso, lo que he podido hacer es repensar mucho estas escenas, y otras parecidas, repensarme como feminista, con mis contradicciones, ahora lesbiana, soy monógama y celosa y lo digo sin mea culpa, y entender que el feminismo no puede ser otra cosa que una herramienta liberadora. La herramienta que me ha permitido vivir con mayor libertad mi sexualidad e identificar las múltiples formas de opresión que sufrimos las mujeres en un sistema capitalista y patriarcal.
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