Amelia

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17/09/2016

Gema

Os presento a Amelia. Amelia fue una niña normal, con una infancia normal, una familia normal y un barrio normal. Lo normal, vamos. A Amelia no le gustaba el rosa, ni las muñecas, ni peinarse, le gustaba jugar con su hermano, correr en el patio del cole, ver sus series favoritas y leer. Una niña completamente normal.

Amelia se dio su primer beso con una chica de su clase, jugando, tendría 7 u 8 años. Habían visto que esas cosas las hacían “los mayores” y querían saber por qué. A Amelia le gustó mucho, su amiga era muy simpática, olía bien y jugaban siempre juntas. Pero nunca más hablaron de ese beso, o de cogerse de la mano, o de las sonrisitas al salir de clase. A Amelia le pareció normal, nunca pensó que besar a una chica estuviese mal, pero aún así no lo volvió a hacer.

Con 10 años, en las fiestas de su pueblo, se paró con sus padres a mirar un puesto de artesanía, había un señor pintando con los dedos unos paisajes maravillosos dentro de un azulejo. Le pareció precioso. Había mucha gente y Amelia empezó a notar unos roces en las piernas, miraba hacia atrás, pero al ver a tanta gente pensó que sería algún bolso o alguien tocándola sin querer. Siguió observando el trabajo del artesano de la mano de su padre, y volvió a notar un roce y un apretón, esta vez más arriba, en el culo. Al girarse vio a un señor mayor que le sonreía, a Amelia no le gustó esa sonrisa, le dio miedo y se acercó más a sus padres. Nunca había visto una sonrisa tan fea en su vida. La siguiente vez que notó un roce fue en la entrepierna, nunca nadie le había tocado ahí, sintió algo extraño, una especie de vergüenza y pánico, el señor seguía tocando y sonriendo. Ella estaba paralizada, sin poder moverse, quería gritar, quería decirle algo a su padre, lo que fuese, pero no le subía la voz, solo podía abrir mucho los ojos, le recorría por el cuerpo un sudor frío. Al final pudo articular: “Vámonos, ¿por favor, nos podemos ir ya?”. Sus padres la miraron extrañados, estaba temblorosa y con los colores de la cara subidos, se la llevaron confundidos, creían que le había gustado el puesto de artesanía. Amelia no podía dejar de mirar atrás, y el señor, sonreía y saludaba. Nunca se lo dijo a sus padres, le daba vergüenza, como si hubiese hecho algo malo. Tuvo pesadillas durante meses.

A los 13 años conoció a un chico, era muy simpático, no le gustaba especialmente pero sus amigas le empujaban a hablar con él entre sonrisas cómplices. Amelia se dejaba hacer, era la primera vez que le prestaban tanta atención, y el chico era un buen amigo. En pleno mes de Julio y a 32ºC salió de casa para encontrarse con él y unos amigos, iban a la playa. Cuando su “novio” (se llamaban así por aquel entonces) la vio se enfadó mucho: “Ve a cambiarte a casa, así no sales con mis amigos”. “¿Qué tiene de malo?”, preguntó ella extrañada. Iba con una falda por encima de las rodillas y una camiseta de tirantes normal, un bikini debajo, lo normal si vas a la playa. “Vas muy buscona, ¿quieres que todo el mundo te mire y me ponga celoso? Es que eres muy guapa Amelia, lo tienes que entender”. Amelia se enfadó muchísimo, no lo entendía, hacía calor y no se quería cambiar, ese día se plantó y fue a la playa tal cual, pero a partir de ese comentario empezó a cambiar su forma de vestir. Total, así se ahorraba discutir y ella tampoco quería que todo el mundo la mirase como si fuese un bicho raro, o peor, como aquel señor del que casi ni se acordaba ya. Fue su primera relación, su novio empezó a presionarle poco a poco para tener sexo, ella le ponía excusas y aguantaba apretones que no la hacían sentir muy cómoda porque no estaba preparada, pero no se atrevió a decírselo. Todas sus amigas hablaban de eso y ella no quería quedar como una mojigata, así que al final le puso una excusa tonta al chico con el que salía y terminaron la relación. Fue un alivio.

A los 15 años empezó a salir con otro chico un par de años más mayor que ella. Le gustaba mucho, le hacía reír, se lo pasaba bien y no la presionaba para hacer nada que no quisiese hacer. Empezó a descubrir el deseo sexual y cuando llegaba a casa toda acalorada se aliviaba por las noches a puerta cerrada en su habitación. Su novio estaba ahí siempre, se veían todos los días, donde iba Amelia, iba él. Esto la agotaba un poco, había cosas que quería hacer o hablar con su familia o amigos sin tenerlo siempre al lado “pegado como una lapa”. Él empezó a decirle cosas como “no me dejes nunca”, “no podría vivir sin ti”, “vamos a estar juntos siempre”, “sin ti no soy nada, eres todo mi mundo”. A Amelia nunca le pareció romántico que le dijese ese tipo de cosas, le daba muchísima ansiedad, no quería llevar una carga tan pesada así de joven, ella estaba empezando a conocerse y todavía no sabía qué quería de la vida. Un día se armó de valor y se lo dijo, él se puso muy triste, dijo que si le dejaba se suicidaría, que no tenía sentido vivir si Amelia no le quería. Amelia entró en una crisis nerviosa, se sentía atrapada y muy pequeñita, le dejó. Nunca más volvió a saber de él y Amelia sintió cómo se le levantaba un peso de encima. Empezó a leer más y a conocerse, no quería volver a tener la fea sensación de estar atrapada en una caja a la que no le han hecho los agujeros suficientes.

Cuando cumplió los 16 tuvo su primera relación abierta y sin ataduras, sus primeras relaciones sexuales, y empezó a vivir lo que ella llamaba “el amor libre“. Empezó a tener conversaciones diversas con todo tipo de gente. Salió a divertirse, bebió sus primeros cubatas y le dio la primera calada a un cigarro. Se sentía rebelde y muy libre, atrevida, sentía que podía ser ella. Empezó a tener relaciones casuales con chicos y chicas (siempre con protección y tomando precauciones, su madre le había dado “la charla” años atrás) y apareció por primera vez un concepto en su vida que le llamó mucho la atención: la bisexualidad. Ella nunca se había planteado si le gustaban más los chicos o las chicas, ella disfrutada de los dos por igual, intentó tener alguna que otra relación más seria con las chicas que le gustaban, pero no llegó a cuajar. Descubrió los prejuicios, la gente hablaba a sus espaldas, decían que “Amelia era demasiado libre” (ya sabéis a lo que me refiero). Ella pretendía no sentirse afectada, pero en el fondo empezó a tener sus dudas, quizás su “amor libre” era demasiado parecido a eso que llamaban “promiscuidad“. También se enfrentó a prejuicios entre gays y lesbianas que no admitían su bisexualidad: “Eso es que te gusta follar como a una tonta y ya está”. Ella no estaba de acuerdo con este reclamo y se lo rebatía. Vale que le gustase disfrutar de su cuerpo y de las relaciones humanas de una forma abierta y libre, pero nunca “a lo tonto”. Los argumentos de la gente que la llamaba “promiscua” y “traidora” empezaron a ser muy parecidos. No todas sus experiencias fueron buenas, pero de todo intentaba aprender, qué tipo de gente le gustaba y qué no, rompió un par de corazones y a ella se lo rompieron un par de veces también. Al final ganó la inseguridad y los prejuicios, desechó su idea de “amor libre” y se dijo que ya era hora de hacer todo lo que su entorno le instaba a hacer: buscarse un buen hombre que la cuidase.

Con casi 18 años se sentía más que preparada para tener su primera relación “seria“, no sabría decirte si fue más por empeño propio de tener relaciones de pareja como las que veía por la tele o en su entorno, o porque de verdad le apetecía. Conoció a un chico al que, como su primera pareja, le habían empujado sus amigos, más o menos. Eso siempre fue uno de sus grandes defectos, dejarse llevar por lo que la sociedad esperaba de ella. Pero eso, con 18 años, aún no lo sabía. El primer año de relación fue maravilloso, los dos iban a empezar la universidad pronto, y sentían que iban “haciéndose mayores”, se cocinaba en el ambiente un falso sentimiento de emancipación. Eduardo era un chico muy agradable, caballeroso y siempre te hacía reír. Su relación con Amelia era su primera relación. Cuando empezaron a hablar de su pasado, Amelia le contó todo, sus anteriores parejas, su orientación sexual, todo. Él al principio se rió: “¡Genial! Así me puedes enseñar un par de cosas” o “¿te sientes atraída por las mujeres también? ¡Perfecto para hacer un trío! Jejejeje”. Amelia fruncía el ceño pero se reía: “Qué tonto, tríos dice”. Durante su primer año de universidad conoció a mucha gente con su misma vocación y ganas de aprender y de disfrutar de la vida, ella siempre había sido una persona cariñosa y sociable que tenía tanto amigos como amigas. Aparecieron las redes sociales y, de repente, podía compartir sus opiniones, fotos y amistades con solo un click. Era maravilloso.

Eduardo la llamó una noche muy enfadado: “No quiero que vuelvas a acercarte a ellos, mañana mismo te cambias de clase”, “Eduardo, cálmate, ¿qué pasa?” le preguntó ella muy confundida. “He visto las fotos, estás muy arrimada a tus compañeros, no quiero que des una imagen de puta, que yo ya sé lo experimentada que eres“. Fue como si le echasen un jarro de agua fría. Al principio, su novio no le había dado importancia a sus relaciones anteriores y ahora se lo estaba echando en cara como motivo para desconfiar de ella. “Eduardo, ¿qué dices?. ¡Yo nunca te haría eso! ¿Es que no me conoces?”. Discutieron muy fuerte, él amenazó con dejarla, ella intentó razonar con él, cómo iba a dejar de hablar con sus compañeros si iban a la misma clase, le juró y perjuró que ella solo tenía ojos para él (lo cual era verdad). Pronto empezó a no contarle a su novio todo lo que le pasaba, para no discutir innecesariamente, sufrió una regresión a esa relación que tuvo con 13 años y empezó a modificar su comportamiento y su forma de ser para complacerle a él. Ella nunca se había considerado una persona dependiente de nadie, pero se había enamorado y no quería fastidiarla, así que empezó a hacer lo mismo que le habían hecho a ella con 15 años, pegarse como una lapa. Amelia tenia la tarea de reafirmar el ego y la virilidad de su pareja para no discutir, y mientras pasaban los meses ella le daba más y más poder sobre la relación, sin saberlo. Él empezó a crecerse, se volvió un poco “subidito” para su gusto, no se sentía cómoda con la forma en la que empezó a tratar a sus amigos, aislándose cada vez más de ellos y, por ende, a ella también. Se ponía celoso de cualquiera, tanto chicos como chicas: “Porque como le das a todo, ¿cómo me voy a fiar?“. Amelia cada día se sentía peor, atrapada no, asfixiada. La cosa había degenerado de tal forma que al exagerar su carácter sumiso para complacerle él la empezó a tratar de inútil.

Una noche cambió todo para Amelia, habían salido de fiesta, y Eduardo había bebido mucho, iba muy, muy, muy, borracho. Cuando llegaron a su casa él quería tener sexo, pero ella no, iba tan pasado que Amelia dudaba que supiese ni su nombre, él insistió mucho y, entre protestas, acabaron teniendo relaciones. Amelia lloró todo el tiempo hasta que Eduardo se durmió. Amelia no sabía por qué lloraba, era solo sexo, ¿no?. Sexo con su novio, lo normal, no era ningún desconocido. ¿Por qué, entonces, ese sentimiento de vergüenza y culpa? ¿Por qué volvía a tener 10 años otra vez?. La relación se alargó unos meses más, pero nunca volvió a ser la misma, al final lo acabaron dejando.

Amelia se sumió en una depresión, entonando un “mea culpa” que no sabía bien de dónde venía. No entendía qué se había torcido en su vida, ella siempre se había considerado libre y abierta de mente, ¿por qué se dejó tratar así?. No. No. ¿Por qué él la trató así? Con el tiempo, la tristeza se convirtió en rabia, y la rabia en enfado. Y no un enfado cualquiera, un enfado hacia ese señor que la había acosado cuando era una niña, enfado porque la sociedad, heteropatriarcal y normativa como es, la había apartado de su libertad personal con sus malditos prejuicios. Prejuicios hacia su forma de vestir, su forma de ser, su forma de relacionarse, su orientación sexual. Prejuicios hacia ella, como mujer. Se enfadó con su ex-pareja, porque la había violado. Estar juntos no le eximía de responsabilidad cuando ella le había reiterado en numerosas ocasiones que no, que no quería. ¿Por qué tenía que sentirse culpable ella? Él es el que debería de avergonzarse de los hechos. Ese enfado le abrió los ojos, descubrió que no es la única, que lo que le ha pasado en su vida es “lo normal”. Lo puto normal.

Hoy en día Amelia es feminista porque no puede ser lo contrario, porque lo contrario sería negarse a sí misma, y de eso ya ha tenido suficiente en su vida. Amelia, es una chica normal, que quiere cobrar lo mismo por el mismo trabajo que desempeñan sus compañeros, que no quiere que la sociedad permita el acoso callejero, o el acoso de ningún tipo. Amelia está cansada de que la sociedad enseñe a “cuidarse para no ser violadas” y no se enseñe a NO VIOLAR. Amelia quiere tener derecho sobre su cuerpo y sobre su vida, no quiere que la Iglesia o el Legislativo se meta en su útero. Amelia no quiere ser ni puta ni sumisa. Amelia no considera que su menstruación sea “un lujo” y quiere que se baje el IVA del 21% a compresas y tampones. Amelia no puede adaptarse a los imposibles cánones de belleza que marca la industria de la moda. Amelia no quiere que ninguna niña se sienta presionada para tener relaciones por el simple hecho de que es lo que se espera de ella. Amelia quiere depilarse, maquillarse o “ser femenina” porque le da la gana, no porque tenga que estar más suavecita para placer y disfrute de la sociedad en la que vive. Amelia no entiende las obscenidades que le sueltan por la calle, ¿qué pretenden, a parte de manifestar su poder sobre ti? Amelia quiere que los métodos anticonceptivos estén al alcance de todo el mundo y en todo el mundo, porque lo contrario es imponerse ante las libertades humanas. Amelia quiere que las guarderías sean accesibles para todo el mundo, y que la conciliación familiar sea un HECHO. Porque Amelia no quiere tener que depender de nadie económicamente, quiere poder decidir con libertad si tener hijos o no. Amelia no quiere que se la trate como si tuviese una enfermedad terminal solo por ser capaz de dar a luz. Amelia quiere que se eduque en igualdad para que las futuras Amelias del mundo se sientan PERSONAS.

Amelia es una chica normal, viene de una familia normal, de un barrio normal, en una ciudad normal. Amelia eres tú, y Amelia soy yo.

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