Porno: ¿está educando a nuestros jóvenes?

Porno: ¿está educando a nuestros jóvenes?

Un sector del feminismo alerta sobre cómo la exposición de la gente joven a la pornografía influye en el modelo de sexualidad que aprenden y practican. Frente a sus argumentos recurrentes, ponemos el foco en el elefante en la habitación del que nadie acaba de hablar: la educación sexual.

Ilustración: Señora Milton

La polémica que se generó a partir del vídeo de Amarna Miller promocionando el Salón Erótico de Barcelona de este año es una buena muestra del tipo de debate que existe respecto al porno. Un debate donde se mezclan a la vez denuncias de misoginia, violencia, humillación, junto a utopías sobre un mundo donde el sexo sea “natural”, donde nadie desee consumir porno, donde a nadie le eroticen los juegos de poder. Es un debate siempre acalorado, en el que primero se convierte al porno en una representación de todas las miserias humanas y a continuación, gracias a una especie de pensamiento mágico, se asume que al eliminar el porno o mantenerlo bajo control, desaparecerán esas miserias, como si fuese el pozo de dónde surgen.

En el debate anti/pro porno hay una serie de ideas recurrentes. La primera es que la juventud aprende del porno la sexualidad que practicará después. Siendo lamentable que tenga tanta presencia un sólo modelo de sexualidad, desde el primer momento en que se recurre a este argumento de menores educándose con porno… se deja de hablar de la educación de la juventud para girar únicamente en torno al porno. El debate pasa a centrarse en las representaciones violentas, misóginas, del porno mainstream, o en el trabajo sexual, y desaparece del debate cuál será mañana (no en un futuro utópico) la fuente alternativa de educación sexual, una educación que de momento sigue completamente ausente de colegios y medios de comunicación. Impedir a menores el acceso al porno hasta que sean mayores de 18 años no va a hacer desaparecer su curiosidad sobre sus cuerpos, identidades, deseos y prácticas de las que hablar durante los recreos… Hace décadas se buscaba esa información en los kioskos, se intercambiaba con las amistades, se alquilaba en vídeo y CDs; ahora se busca en internet, en el móvil. Con una novedad importante: al aparecer internet, desaparece una presión inmensa que hacía imposible que una chica pudiese comprar porno en un kiosko tranquilamente y que ahora le permite ver el porno que quiera. De todos modos, lo importante no es sólo qué ven, o quién lo ve, sino por qué quieren verlo.

Una fantasía habitual en este debate es pensar que existe alguna manera de impedir el consumo de porno. Cuando tantísima gente se descarga series, o las ven desde webs que en cuanto las cierran son sustituidas por otras, ¿qué impediría hacer lo mismo en caso de que el porno estuviese tan controlado como una droga ilegal, como las series de televisión o los estrenos de cine?

La segunda idea recurrente es hablar de “porno”, sin especificar nunca qué se considera pornográfico. ¿A qué llamamos porno? Porque si sólo nos referimos a los vídeos explícitos alojadas en páginas gratuitas como xHamster, PornHub y similares, controlar el acceso es tan “fácil” como impedir que esas páginas se puedan consultar desde nuestro país. No es imposible, es lo que propone la reciente Digital Economy Bill en Reino Unido, que determinadas prácticas no se puedan ver en tierras británicas.

La cosa se complica si se le llama porno a toda representación “cruda” de prácticas sexuales. ¿Quién va a marcar la línea entre lo que es demasiado duro y lo que no?, ¿se debe perseguir también el hentai (comic manga pornográfico)?, ¿debe prohibirse toda representación sadomasoquista? La misma Digital Economy Bill ha decidido marcar su propia línea roja: prohibir que en el porno aparezcan prácticas “no convencionales” como la eyaculación femenina, la sangre menstrual o que se introduzcan más de cuatro dedos en cualquier orificio corporal. Es el eterno debate sobre qué es correcto mostrar y qué no. ¿Es el límite que mantiene Facebook respecto a publicaciones explícitas el que vamos a admitir como el “correcto”?, ¿toda representación de prácticas sexuales debe ser “bonita”? La cuestión no es qué vemos, sino qué pensamos cuando lo vemos.

La tercera idea recurrente es que el porno mainstream representa a menudo escenas donde se humilla a mujeres para el disfrute de los hombres, principales consumidores. Escenas misóginas donde sólo ellos llegan al orgasmo, escenas centradas en el disfrute de ellos, donde ellas son usadas, escenas falocéntricas, coitocéntricas, heterocéntricas (dejando de lado la inmensa producción de porno gay)… un tipo de sexualidad que no se generó en el porno sino que tiene una historia muy antigua. Lógico que el porno represente unas ideas compartidas por mucha gente respecto al sexo, del mismo modo que tantas películas representan continuamente todos los mitos del amor romántico. La misoginia no se origina en el porno, sino que se ha heredado de una larga tradición histórica y se manifiesta tanto en el porno, como en los feminicidios, el techo de cristal, la cultura de la violación y otros mil frentes que nos encontramos diariamente.

¿Sería deseable que el porno más abundante representara otro tipo de prácticas sexuales, con otras dinámicas? Sin duda, pero las películas y productoras que apuestan por la diversidad, como Pink and White Productions, siguen suponiendo un mercado muy minoritario. Si se estuviese deseando consumir otro tipo de porno, ya se estarían haciendo esas películas. A muchas webs de porno es posible subir nuestros propios vídeos porno: ¿por qué no estamos haciendo y publicando ese “otro porno”? En su lugar, el público mayoritariamente masculino prefiere cuentos de hadas en los que las mujeres siempre están disponibles, a las que precisamente sólo les apetece lo que a ellos les apetece, chicas que no tienen ningún límite… ¿Cómo se puede cambiar eso? Lo más probable es que sea mediante esa inexistente educación sobre los deseos, expectativas y placeres basada en la diversidad, en lugar de seguir heredando un único modelo heterocoitofalocéntrico que sigue siendo considerado socialmente como la medida de la “normalidad” en las relaciones heterosexuales, y que sigue siendo la medida en la que se comparan el resto de relaciones, prácticas y deseos.

El elefante en la habitación del que nadie quiere hablar es la educación sexual. No se sabe cómo afrontar la educación infantil en primaria y secundaria sin que se origine un debate igual de encendido que el del Salón Erótico de Barcelona. ¿Cómo vamos a hablarles de condones, infecciones de transmisión sexual y embarazos no deseados a criaturas de 3 años? Ese es uno de los efectos de que la educación sexual haya migrado, hace ya muchos años, del Ministerio de Cultura al de Sanidad: creer que hablar sobre sexualidad se reduce a hablar de enfermedades y embarazos. Creemos que nuestra vida sexual es una cuestión de salud pública y no nos queremos dar cuenta de que comprender mejor nuestros deseos, nuestra identidad, nuestras prácticas es una parte indispensable de nuestras vidas.

Y es muy triste que, ante esa falta de educación sexual, nos veamos como hace 50 años, recurriendo a internet para encontrar lo que antes se encontraba en revistas, cómics o cintas de VHS, creyéndonos leyendas urbanas que oímos a nuestras amistades, perpetuando creencias falsas, intentando ser “normales” sin saber muy bien qué es eso. La solución definitiva no nos la va a dar el porno, pero tampoco la ignorancia y el miedo.
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