Yo, orgullosa ‘gamer’
Los videojuegos, como los libros o ciertas películas, me han acompañado en cada momento de mi vida y me han hecho pasar momentos maravillosos, pero a menudo la presión de los prejuicios te obliga a tardar años en afirmarlo con orgullo ante niñas tontas, niños machistas o adultos pobres de espíritu.
Recientemente pasé un rato estupendo en la presentación del libro conmemorativo de los 25 años de Hobby Consolas, una revista que, como orgullosa gamer, proclamo que marcó mi infancia y mi adolescencia. Todos los que estábamos allí éramos amantes de los videojuegos que disfrutamos de rememorar con nostalgia el comienzo del boom y los años dorados de las consolas en España, además de compartir lo incomprendidos que nos sentíamos y lo triste e injusto que nos parecía (y nos sigue pareciendo, pese a su mayor aceptación actual) que los videojuegos estuvieran tan denostados por la mayoría de unos adultos que ni de lejos los consideraban una forma digna de ocio y mucho menos una expresión artística. Los videojuegos, como los libros o ciertas películas, me han acompañado en cada momento de mi vida y me han hecho pasar momentos maravillosos, pero a menudo la presión de los prejuicios te obliga a tardar años en afirmarlo con orgullo ante niñas tontas, niños machistas o adultos pobres de espíritu.
En relación con esto, y entre otras muchas cosas, hablamos también de la presencia de las chicas en el mundo gamer y de nuestras experiencias en él desde que éramos niñas, y fue muy curioso (o quizá no tanto) que todas las que estábamos allí compartiéramos las mismas. Porque si hace 25 años los chicos aficionados a los videojuegos eran unos frikis merecedores de desprecio, imaginaos las chicas. Aunque es cierto que luego todos, niños y niñas, jugábamos como iguales, la sorpresa siempre era la misma cuando ante unos y otras te confesabas fanática de los videojuegos, como si ese territorio no nos perteneciera a las niñas por derecho. No es tanto que no fuéramos bienvenidas en él, sino que los jugadores ni se planteaban que a las chicas nos pudiera interesar. Después, es cierto, lo normalizaban enseguida y te aceptaban en su grupo con total naturalidad, contentos de tener a una más con quien compartir horas de juego y opiniones, pero la extrañeza inicial siempre se repetía.
Tristemente, las propias chicas en esto eran mucho peor. Ni por asomo podíamos hablar con nuestras amigas de los videojuegos que nos gustaban, y sufríamos lo indecible para convencerlas de que nos acompañaran a jugar a las recreativas, como si les propusiéramos el peor plan del mundo. Si por fin lo conseguíamos, siempre se quedaban fuera, muertas de vergüenza o de tedio, esperando a que nos gastáramos nuestras 25 o 50 pesetas en un par de partidas. Una de las chicas presentes ayer, de las cuatro o cinco que éramos, contó que por su comunión le regalaron una Dreamcast. La reacción de los niños fue: “¡Qué guay, una Dreamcast, tenemos que quedar para jugar!”. Las niñas, por el contrario, ponían cara casi de asco mientras preguntaban: “¿Una Dreamcast? ¿Qué es eso, por qué te regalan eso?”. ¿La moraleja es que las niñas son/eran estúpidas? Tal vez un poco. Pero más que eso, la conclusión fundamental es otra.
Sonia Herranz, primera redactora de la revista y pionera en el siempre tan masculinizado mundo de los videojuegos en nuestro país, además de la incomprensión generalizada y las dificultades a las que tuvo que enfrentarse, nos contó que la educación desde la infancia es la clave. Tener padres que nos acercasen sin extrañeza ni reproches a juguetes considerados “para niños”, educarnos en la normalidad, no restringirnos ni prohibirnos ningún ámbito. Padres que no consideraran a sus hijas menos aptas para disfrutar con una tecnología tradicional e injustificadamente asociada a los niños. Padres inteligentes, feministas sin saberlo, que te compraban con la misma despreocupada ilusión una Barbie o un disfraz de emperatriz que los cómics de Spiderman, las figuritas de los X-Men o el último número de la Hobby Consolas.
Cuando ella empezó a escribir artículos, a ganarse el mismo respeto en una redacción donde todos eran chavales de su edad y a enfrentarse a otros adultos que la miraban con extrañeza cuando se enteraban que su trabajo era escribir sobre videojuegos, yo tenía diez años y también comenzaba, a mi manera y en la medida de mis posibilidades, otras pequeñas luchas: reivindicar lo que me gustaba sin avergonzarme y atreverme a hablar y a jugar al Street Fighter con los chicos en el mismo plano de igualdad, exigiendo el mismo trato. Su dedicatoria me hizo mucha ilusión y me recordó esos años en los que todos empezamos a construir algo que, aunque en ese momento no lo sabíamos, intuimos que crecerá con los años hasta hacerse grande y digno de respeto.
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