“A ver si aprendes”

“A ver si aprendes”

Nota: Este artículo se enmarca en la sección de libre publicación de Pikara, cuyo objetivo, como su nombre indica, es promover la participación de las lectoras y lectores. El colectivo editor de Pikara Magazine no se hace responsable ni del contenido ni de la forma de los artículos publicados en esta sección, que no son editados. Puedes mandar el tuyo a participa@pikaramagazine.com. Rogamos claridad, concisión y buena ortografía.

18/02/2017

ventana con gotas de lluvia

“Sevilla, febrero de 2014. 6:40 de la mañana.

Bajo del tranvía y callejeo desde Plaza Nueva siguiendo la estela de las farolas. Subo por Zaragoza con paso apresurado y aparezco en San Pablo, zona de garitos que abren hasta tarde. Un grupo grande de personas jóvenes se ríe a carcajadas a unos metros de mí.

Estoy esperando pacientemente a que terminen de pasar los taxis para cruzar el paso de peatones hacia Gravina, cuando un grupo de unos cuatro o cinco chicos se aproxima. Inmediatamente me pongo alerta, cada uno de mis músculos tensándose. Agarro con firmeza las llaves del bolsillo e intento que no se note mi nerviosismo. Por su actitud, sé perfectamente que van a acosarme.

El que parece ser el cabecilla de tan selecto grupo se planta frente a mí:

– ¿Qué pasa, gorda de mierda? ¿Qué haces aquí? –Está tan cerca que percibo claramente su olor a cerveza rancia. El resto de individuos le rodea y me observa jocosamente–. Vete a tu casa, gorda, y a ver si aprendes de las otras y comes menos donuts. Mira qué piernas tiene aquella del vestido –señala a la susodicha con el dedo–. Aprende de ella, gorda asquerosa, que no se te puede ni mirar.

Sus acólitos le jalean, silban, se descojonan en mi puta cara. Algunas chicas del grupo al que hacen referencia nos miran, pero no hay amago de que vayan a acercarse.

Parte de tan gustoso “alegato” lo escucho mientras me alejo calle arriba. No corro, porque estos desgraciados son como animales de caza: si huyo, será mucho peor. Aprieto el ritmo de la caminata hasta que bordeo una esquina, y me echo a correr sin mirar atrás, durante una, dos, tres, cuatro calles. Los oigo en la distancia, sus risas taladrándome las sienes.

Jadeando, me dejo caer en el alféizar de una ventana, se me va a salir el corazón del pecho. Cierro los ojos con todas las fuerzas que soy capaz de reunir. Con ambas manos, me sujeto al bolso de tela que llevo colgado. Me noto temblar.

Durante unos minutos, dejo que la rabia y el miedo dancen libremente sobre mi piel. Mejor fuera que dentro, dicen.

Inspiro y espiro. Mi frecuencia cardíaca empieza a regularse. Saco el móvil, ya son casi las siete en punto. Mi amigo me va a matar, llego tarde a recogerle, pero la estación está a cinco minutos de nada.

Suspiro profundamente. Son sólo cinco minutos. ¿Cuál es la probabilidad de que me den otro susto? Ojalá fuera de día, pienso con amargura, y no tuviera necesidad de albergar este temor.

Son sólo cinco minutos.

Me recoloco el abrigo y cierro nuevamente el puño en torno a las llaves. Sólo cinco minutos para estar en compañía de un hombre y perder este miedo.

Ando con premura y decisión, aunque me resulta verdaderamente imposible no visualizar una y otra vez el acoso que acabo de sufrir. Ándate con cuidado, gorda. No vales una mierda en este mundo de hombres.

Cruzo las puertas de la estación. Él me está esperando apoyado en una columna, con esa sonrisa cálida y enorme. Le abrazo y omito cualquier referencia al incidente que he vivido hace apenas unos minutos.

***

Esa noche tengo pesadillas. Me despierto entre sollozos vagos. Me rodea por la espalda, “qué haces llorando, no te preocupes, si no pasa nada”.

Logro excusarme en un mal sueño. Le pido que me acaricie, soy incapaz de volver a relajarme y dormir.

***

He reproducido esa secuencia de acoso aproximadamente un millón de veces en mi cabeza en estos tres años. Me he disociado de ella. La recuerdo como una película, como algo ajeno a mí, que podría haberle pasado a otra mujer.

Pero me pasó a mí. Y he rehecho la escena de varias formas diferentes.

A veces me encaro con ellos y me dejan en paz. A veces me encaro, ellos me persiguen por Gravina, y ahí prefiero parar de imaginar.

A veces me veo en la situación pero no soy yo, es una chica que pesa 50kg menos. En ese supuesto, las palabras de los maltratadores son sensiblemente diferentes. Pienso en mis hermanas y me estremezco.

A veces, el resto de personas (incluidas mujeres) que lo presenciaron, interpelan a los acosadores y me defienden. Esta última versión me dibuja una sonrisa francamente triste en la cara”.

Saray Martín. Mujer, gorda y rebelde.

Download PDF

Artículos relacionados

Últimas publicaciones

Download PDF

Título

Ir a Arriba