Así, no

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03/03/2017

Jael Masllorens

Una mujer se introduce dentro de una de las lavadoras de la lavandería

Hasta hace unos años, yo era una de esas mujeres de izquierdas que descreen del nuevo feminismo, de su necesidad y de sus posibilidades, y directamente pensaba que eso no iba conmigo. En realidad, no sólo descreía del feminismo, sino absolutamente de todo y todos, empezando conmigo misma.

Cabe decir que en mi casa imperaba –por lo menos en el discurso– el feminismo de la segunda ola, ese que adjudica a lo “femenino” una serie de características propias, exclusivas e inherentes, que son las que nos definen como mujeres y a las que hay que reivindicar y revalorizar (siempre según esta corriente del feminismo, aclaro). Como a mi yo infantil no le pareció que eso cuadrara con mi realidad ni con mis deseos, simplemente lo dejé pasar de largo y lo descarté.

Muchos años después, habiéndome ya independizado y viviendo en un país extranjero, el término volvió a mí y esa vez ya no me sonó tan ajeno. De repente, gente a la que yo quería y a quien había elegido (amistades, parejas, vínculos en general, hombres y mujeres) reproducía el discurso arcaico y bochornoso del tipo-capo-que-coge-con-muchas y la mina-trola-que-se-encama-con-todos, por poner un ejemplo. Para mí no es que fuera algo nuevo en el mundo, pero sí era la primera vez que lo escuchaba de personas de izquierdas y a quien yo valoraba intelectualmente. Supongo que estaba más acostumbrada a oírlo en los programas basura de la televisión o entre mis compañeros de secundaria más conservadores, pero en ese momento yo no esperaba mucho de ellos. A partir de ahí empecé a cuestionarme algunos conceptos que pensaba que ya tenía resueltos, a rever actitudes propias y ajenas, hasta que, poco a poco, pude ir saliendo de ese lugar de descreimiento y me fui dando cuenta de que el machismo no solo impregnaba los platós de televisión, sino cada uno de los rincones que yo conocía.

Gracias a este proceso, y a pesar de todo lo que aún me falta por deconstruir, hoy estoy bastante lejos del ánimo escéptico, desencantado y derrotista que tiñó gran parte de mi vida. Creo en la transformación (ardua, pero posible) de lo político desde lo personal, de lo personal desde lo político, y en la asimilación de lo uno con lo otro y no en su disociación.

Es por todas estas razones que escribo este texto.

Siguiendo con mi contexto familiar, mi padre siempre se autodenominó feminista, creo que con cierto orgullo, y yo adopté ese mismo discurso y sentía que en mi familia no había nada que cambiar, que el problema quedaba fuera de nosotros. Mi padre cocinaba, planchaba, se ocupaba de mi hermano y de mí cuando volvía de trabajar, nunca le levantaba la voz a mi madre y me enseñó que yo no valía menos por ser mujer. Casi siempre estaba de buen humor y pocas eran las veces que nos reprendía a mí o a mi hermano. Era expresivo, emocional y otro montón de cosas que generalmente quedan relegadas a lo “femenino”. Mi madre, en cambio, siempre cocinaba, siempre planchaba, siempre limpiaba, siempre se ocupaba de nosotros y siempre fue quien nos puso los límites (y siempre, también, tuvo un trabajo asalariado fuera de casa). Ese “siempre” quedó invisibilizado durante mucho tiempo para mí, porque era lo “normal”, lo que se espera de las mujeres y nos valida como tales, lo que sacrificamos por amor; no así los “a veces” de mi padre, que lo hacían extraordinario por tratarse de comportamientos poco habituales en la mayoría de familias que yo conocía. Mi madre, además, no era emocionalmente expresiva, sino más bien contenida, y a menudo la veías con lo que en Argentina llaman “cara de culo”, la misma cara que he tenido yo durante muchos años y por la que mis parejas se quejaron tantas veces, así como yo también se lo reproché algunas a ella.

Mis amigos de esa época, en cambio, tenían padres alérgicos a la cocina y a las tareas del hogar, madres abnegadas y sonrientes, madres que hacían dietas y que hablaban con sus hijas sobre corpiños, depilaciones y maquillaje, madres que lloraban a menudo pero sin hacer nunca un escándalo. Mis compañeros presenciaban o escuchaban desde sus habitaciones las discusiones conyugales de sus padres y temían permanentemente un posible divorcio, algo que yo jamás consideré que pudiera darse en mi familia pero que terminó materializándose cuando cumplí 18 años.

Me ha costado mucho tiempo darme cuenta del porqué de la cara de culo de mi madre y el porqué de la mía, y también me ha costado poder perdonarnos.

Durante mi adolescencia, me creí responsable de la infelicidad de mi madre, responsable por haberla hecho madre y haberme llevado su derecho a ser tantas otras cosas, como si la primera no fuera compatible con las otras. Más allá de mi error interpretativo, su deseo para conmigo siempre fue que yo pudiera tener autonomía, que pudiera valerme por mí misma en todos los sentidos, que no tuviera que depender de nadie para nada. Yo lo entendí a mi manera y traté de poderlo todo, siempre sola y por mi cuenta, siempre imperfecta y siempre fallando, hasta que pasé de sentirme responsable de la infelicidad de otra persona a serlo realmente de la mía.

A veces es muy difícil detectar de dónde vienen los propios inconformismos y resistencias, la contradicción de querer pertenecer sin poder decir “así, no” a una sociedad que legitima y perpetúa tantas opresiones. Está mal ser infeliz, está mal rebelarse y, sobre todo, están mal la violencia y el rechazo que genera en nosotros la violencia con la que opera el sistema.

A mí, por lo menos, me costó mucho desentrañar algunos de estos mecanismos, a pesar de la larga lista de privilegios con los que cuento: blanca, cis, heterosexual, europea, de clase media, con acceso a educación universitaria, a viajar, con unos rasgos físicos bastante cercanos a los aceptados por los cánones de belleza establecidos, con una familia que me quiere y que me acepta como soy. Aún con todos estos privilegios, hasta hace relativamente poco todavía no entendía por qué no quería conformarme con lo que hay ni por qué tampoco estaba pudiendo luchar activamente para cambiarlo. Por un lado, todo me parecía una gran mierda y, por el otro, pensaba que el problema era mío por no querer adaptarme, por no querer quedarme en “mi” lugar, o en el lugar que se me presuponía.

Muchas veces, gente cercana a mí me ha dicho que soy demasiado exigente, demasiado sensible, que tengo demasiadas contradicciones, que pienso y cuestiono demasiado. Yo me pregunto: ¿demasiado respecto a qué?, ¿para qué? o ¿para quién? Pero no suele haber una respuesta. Quizás la de “para ser feliz”. Entonces, para ser feliz no puedo ser, sino que tengo que pretender. Algunos se limitan a soltar el típico “tienes que ser feliz y vivir la vida, no hay que darle tantas vueltas a las cosas, solo tienes que adaptarte y conformarte, porque esto es así y va a seguir siéndolo”. Ya se sabe, las “grandes” frases de siempre: el fútbol es así, los hombres son así, la vida es así, los argentinos somos así (esta última la añado porque he tenido que escucharla bastante últimamente, al cuestionar ciertas actitudes machistas, pero es aplicable a cualquier nacionalidad/etiqueta). Y nada es justo en esta vida, aunque la falacia meritocrática contradiga totalmente esta premisa, y aunque casi siempre estos dos conceptos vengan de un mismo emisor.

Es idéntico al discurso de resignación que me contó mi madre que le daban por respuesta sus amistades y familia cuando trató de hablar sobre algunos aspectos que le molestaban de la relación que mantenía con mi padre. Nadie nace para ser menos y nadie debería conformarse con eso, pero cuando tus propios pares te lo niegan, cuando tus quejas y tu malestar se traducen para ellos en falta de amor o de esfuerzo, se hace realmente complicado vislumbrar otras opciones.

La mujer tiene que sufrir, comprender, contener, sacrificarse por el otro, por el valioso, dejarse moldear. Cuando salimos de ese lugar, nos convertimos en las exageradas, las histéricas, las locas, las pesadas, las hinchapelotas, las depresivas, las celosas, las envidiosas, las irracionales, las putas. Somos las culpables, y siempre somos peores que ellos (una mujer mala es mucho peor que un hombre malo, una mujer machista es peor que un hombre machista, etc.). Nos castigan por mostrarnos, por “provocarlos”, por cuestionarlos, por beber “demasiado”, por follar “demasiado”, por desear “demasiado”, por no someternos, por querernos y también por no hacerlo. ¿Y ellos? Ellos simplemente son así, y mejor que te acostumbres.

Nos educan bajo el lema de que no se es menos por ser mujer, pero nos pasamos la vida tratando de demostrarlo y sintiendo absolutamente lo contrario, en todos y cada uno de los ámbitos. Incluso en discusiones sobre feminismo, el aporte de los varones siempre parece ser más legítimo que el nuestro. Qué difícil debe ser callar y escuchar, hacerse a un costado, ser capaz de relegar el propio protagonismo por unos segundos, aceptar la falta y la responsabilidad, empatizar con otras subjetividades… cuando el mundo está hecho a tu medida. Y qué cómodo es usar sin cuestionar los propios privilegios, seguir inmóviles, el “qué va a ser” o “así es la vida”, y minimizar y ridiculizar constantemente el dolor del otro.

Yo hace rato que me cansé de conformarme, de no luchar, de hablar bajito, de cuidar sin ser cuidada, de sentir que no me pertenezco. Me cansé de pedirle perdón al otro por quererme o por no saber hacerlo. Me cansé de todo esto. No creo que nadie pueda escapar a todos de los mandatos que nos atraviesan, pero sé que estamos perdidos si ni siquiera nos los cuestionamos.

¿Así es la vida? La vida es, pero así, no tiene por qué ser.

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