Los hombres me invitan a cosas. ¿Es la aceptación una reproducción del patriarcado?
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Laura García-Portela
Estar comprometida con la justicia implica una atención y un compromiso constante. Requiere detectar, comprender y denunciar hechos que a gran escala generan daños sobre otros individuos y colectivos. Exige también una insistente auto-vigilancia, para evitar que la dimensión sistémica de la que estamos atravesadas no nos lleve a reproducir personalmente amplias formas de dominación sobre los y las demás. Como ya sabemos, “lo personal es político” (Harnish, 1969).
Lo que aquí me (pre)ocupa, no obstante, es una especie de compromiso relacionado con el autocuidado, esto es, con cómo nos protegemos de la dominación. Aunque es indudable que el autocuidado tiene una dimensión personal, no debemos pasar por alto que también tiene una dimensión política. Las formas en las que nos cuidamos de que otros infrinjan daños sobre nosotras tienen efectos a escala social, donde no siempre tenemos control sobre cómo se traducen sus significados. Lo que yo defino como una forma de rebeldía y confrontación ante un sistema de dominación puede reforzar mensajes contrarios a nivel social que acaben por tener exactamente efectos contrarios a mis intenciones.
Estos pensamientos surgen a la luz de una reciente experiencia con una de esas formas que tiene el patriarcado de manifestarse en lo cotidiano: las invitaciones. Sin ánimo de analizar la invitación como acto comunicativo, a primera vista se me ocurren al menos tres lecturas de lo que significa una invitación. Una invitación puede ser una expresión de afecto personal en el contexto de una relación afectiva, una forma de transferencia de cariño de lo emocional a lo material. Una invitación también puede ser un acto que persigue contribuir a paliar un desequilibrio injusto: te invito porque, dadas las desigualdades imperantes en nuestra sociedad, yo poseo, injustificadamente, más poder adquisitivo que tú. Invitarte supone darte acceso a algo cuyo acceso te es dificultado o negado por la estructura económica, social y política en la que nuestras vidas se desarrollan.
En los dos casos señalados con anterioridad, la invitación es algo que no exige respuesta por parte de la persona invitada. La invitación así concebida es un acto desinteresado que no tiene más que un objetivo expresivo, bien de cariño, bien político. Esta forma de concebir la invitación está bastante arraigada en nuestra forma social de comprenderla. Si, después de mucho tiempo sin vernos, yo invito a una amiga a comer, y, a continuación, ella me comprara en respuesta un libro por el mismo valor, tendría sentido que yo reaccionase con un: “¡no, mujer, era una invitación!”.
He de reconocer que, lejos de agotar todos los significados que pueden tener las invitaciones, estos dos eran los que, hasta ahora, me resultaban más familiares. En los últimos tiempos, sin embargo, he empezado a experimentar otro aspecto de las invitaciones que, probablemente por suerte, me era ajeno hasta ahora. Esta lectura de las invitaciones es la que se manifiesta en el contexto de una (primera) cita entre un hombre y una mujer. Con motivo de mi reciente mudanza a los Estados Unidos, de repente, (muy frecuentemente) los hombres me invitan a (muchas) cosas. Rara es la primera cita en la que el hombre no asume que es él el que va a pagar la bebida, la cena, las copas o el teatro, cuyos precios, por contextualizar, suelen estar fuera de el alcance de una joven española.
Si esto me ha pasado en España, desde luego, no es algo que suceda de manera sistemática, como es el caso aquí. Y si alguna vez ha pasado, mi reacción siempre ha sido la de sacar mi cartera e insistir en pagar yo la parte correspondiente de la cuenta, especialmente si de un desconocido se trata. Si entre él y yo no media ningún tipo de relación afectiva y si no existen motivos para sospechar que yo necesite o merezca que alguien financie mi ocio, ¿cuál es el significado de esa invitación? La respuesta, creo, es obvia: está pagando otro tipo de servicios que espera que se le ofrezcan en respuesta. Servicios sexuales, por decirlo en plata.
Como no estoy dispuesta a lidiar con la carga psicológica de que se espere de mí ninguna respuesta de ese tipo, pago yo, y luego tomo una decisión independiente a la cuenta con respecto a si quiero o no quiero tener sexo con esa persona. Pero la cuestión no es tan sencilla cuando las dimensiones de la cuenta sobrepasan tu poder adquisitivo. Ante ese escenario quedan dos opciones: bien declinar el plan, alegando que no es algo que entre dentro de tus posibilidades económicas, o aceptar el plan y la consiguiente invitación. Pero entonces surge una cuestión adicional: ¿Significa esto segundo tener que corresponder sexualmente o cargar con la “culpa” en caso de no querer hacerlo?
Para alguien curtida en feminismo, la respuesta a la anterior pregunta es claramente negativa. De acuerdo con eso ha estado mi forma de afrontar semejantes situaciones sociales en este nuevo contexto. Cuando un hombre insiste en invitarme (generalmente ya en la primera cita, sin conocernos de nada) a un plan que yo sé que no puedo afrontar, acepto. Y lo hago sin sucumbir a la presión psicológica de tener que corresponder sexualmente, porque soy consciente de que tengo derecho a que ese tipo de decisiones sean independientes de quién paga la cuenta. Es más, si me apuran, dado el claro contexto de desigualdad (un salario americano frente a uno español, la posición privilegiada del hombre, etc.) lo tomo como una forma de restauración de un desequilibrio social. Adoptar esta lectura no es sino una forma de autocuidado.
Lo que me preocupa, y por aquí comenzaba, es el carácter social de esta estrategia de autocuidado. ¿Contribuye la aceptación de esta invitación a que esta dinámica se reproduzca, de suerte que perpetúe la lógica por la cual otras mujeres sí se sienten presionadas a corresponder sexualmente a una invitación, dado el significado socialmente extendido de este acto? Pensando en contextos más amplios, donde esta misma pregunta podría quedar igualmente reflejada, ¿son las acciones individuales lo suficientemente potentes como para poder redefinir lo que significa una práctica opresiva o, son, por el contrario, no solo inanes sino perniciosas? La polémica (y la duda) está servida.