Un imán con purpurina
Es el tercer año que Muhsin Hendricks y los suyos participan en el Orgullo de Ciudad del Cabo y, para la ocasión, han tuneado una carroza con motivos islámicos. Muhsin el primer imán del mundo que salió del armario como homosexual. Tiene cuarenta y cuatro años y hace la mitad que ejerce. En el islam no hay ninguna jerarquía religiosa que le pueda expulsar.
Muhsin pasa la escoba y limpia un rastro de polvo dorado.
El cepillo es espeso y grueso, pero es difícil dejarlo todo perfecto. Hace unos días que están de bricolaje intenso pintando, decorando, atornillando y destornillando. Finalmente la carroza ya está a punto, pero ha quedado purpurina en los rincones más recónditos de local.
El esfuerzo valió la pena. Ciudad del Cabo será mañana el escenario del desfile del orgullo más importante del continente junto con el de Johannesburgo. No hay ningún cartel que lo anuncie por la calle y la fecha cambió hace solo un mes, pero aun así se esperan miles de personas.
Es el tercer año que Muhsin y los suyos participan y, para la ocasión, han tuneado una carroza con motivos islámicos. La cabina del conductor la han transformado con la cara gigante de un integrista barbudo con fez rojo. En la plataforma de carga han levantado una mezquita de fantasía hecha con porexpan.
A los lados, dos banderolas: una con una foto de una pareja de chicos cogidos de la mano y vestidos con thaub –una túnica de manga larga que llega hasta los pies– y, al otro, dos chicas abrazándose, una con velo. Dice «Certified halaal». Es decir, apto para musulmanes.
Causa impresión.
Muhsin se detiene y comprueba si falta alguna cosa mientras se pasa la mano por sus cabellos negros sedosos. Enseguida vuelve a barrer, zis–zas, con alegría y una cierta coreografía.
Su marido le observa jadeando y poniéndose la mano en la espalda. Le duele la columna.
—¿Te acuerdas que tengo hora en el fisio esta tarde? —le pregunta.
—Sí, te acompañaré con el coche, no te preocupes —responde Muhsin.
Están en Wynberg, en las afueras de Ciudad del Cabo, en un barrio contradictorio lleno de naves industriales y casas de estilo victoriano. Las oficinas de The Inner Circle se encuentran en una construcción aislada, de planta irregular, con las fachadas revestidas con mortero de cemento y pintadas de color crema. Es un edificio sin interés, protegido por una valla electrificada y un guarda de seguridad permanente.
Muhsin y su hombre son sudafricanos de ascendencia asiática. Tienen la piel oscura, lo que durante el apartheid se categorizaba como coloured, un término medio. Muhsin, que literalmente significa el que hace el bien, viene de familia indonesia. Su padre era de Sumatra y su madre de Java, aunque también tenga ascendencia africana y una tatarabuela holandesa.
«Soy un batiburrillo», dice riendo.
Su hombre es de origen indio y hablan entre ellos en inglés, con la complicidad y la franqueza de una pareja que ya hace unos cuantos años que están juntos.
«Los imanes vamos muy estresados. ¡Merecemos tener sexo!», bromea. «Hay que ser responsable. Hay que practicarlo en el momento y con la edad adecuada. ¡Pero es una necesidad humana!».
Muhsin Hendricks no se esconde de nada. Por algo es el primer imán del mundo que salió del armario. Ahora ya hay tres más, pero sigue siendo el único de África. Tiene cuarenta y cuatro años y hace la mitad que ejerce. En el islam no hay ninguna jerarquía religiosa que le pueda expulsar.
Me cubre una fina capa amarronada. Me siento sucio, en especial al ver Ciudad del Cabo levantarse delante de mí señorial, elegante, moderna, sexy. En el barrio de Gardens, donde me alojo, todo el mundo viste impecablemente a la última. La ciudad será la capital mundial del diseño el 2014 y parece que se preparen a conciencia. Hay surfistas con bañadores estridentes, adolescentes con auriculares enormes y patinadores con gafas Ray–Ban de colores.
Las tiendas también parecen de otro mundo: spas urbanos, masajistas tailandesas, estudios de yoga, tiendas especializadas en reparar productos Apple, quioscos con infinidad de revistas, cafeterías con carta de smoothies, supermercados con una sección de macrobióticos, restaurantes étnicos y tiendas de discos para coleccionistas. Hay parques arbolados para pasear y bancos para sentarse mientras los más pequeños hacen volar cometas. Los perros van con collar y amo, y hay asociaciones que defienden sus derechos.
La basura se puede tirar en unos contenedores para la recogida selectiva repartidos con armonía, para que no molesten a los turistas con el mapa en mano que se alojan en un hotel boutique.
Por la carretera circulan motos de gran cilindrada, descapotables y fat cars en general. En las calles hay mobiliario urbano, palomas y máquinas expendedoras. Veo multitud de casas unifamiliares distinguidas, con carteles en la puerta que advierten que en caso de robo la respuesta será armada.
Debo ver visiones, pero Ciudad del Cabo también me recuerda a Miami.
Las ciudades del mundo se dividen en dos: hay unas en las que la gente puede ir descalza de tan limpias que están, y otras en las que sus ciudadanos no se pueden pagar ni unas chanclas.
Ciudad del Cabo tiene las dos caras. En la zona donde estoy veo blancos bien vestidos que van descalzos por comodidad. Pero unos cuantos quilómetros más allá, donde los flashes de los turistas no llegan, están los que van con los pies nudos porque no tienen alternativa.
Aunque el apartheid se abolió a principios de los años 90, blancos y negros siguen viviendo en barrios separados. Las grandes diferencias ya no están marcadas por el gobierno sino por la clase social, y este es uno de los países más desiguales del mundo.
Es verdad que también hay negros ricos y granjeros blancos pobres, pero color y poder adquisitivo siguen yendo de la mano. Lo demuestran las cifras: la desocupación entre blancos es de un 6%, y entre los negros, de un 29%. Son datos oficiales, ¿pero también son reales? ¿Quién dice que el desempleo no sea más alto para todos?
Ha llegado el día y, ahora sí, están exhaustos.
Una decena de voluntarios de la asociación zanjan los últimos flecos. Es cuestión de comprobar que todo está en su lugar: cojines, césped de plástico, cartones, chapa, altavoces, cortinas…
—¿Podéis hacer un agujero aquí para enganchar estas flores? ¿Habéis escogido la música? —pide Muhsin sin perder la calma.
Encima de la carroza no hay gogós, sino una pareja de mujeres con velo acompañadas de un ángel sufí que va dando vueltas. Lleva un par de alas y va de blanco, hasta las uñas.
Son la comunidad de The Inner Circle. La lidera Muhsin, que de los actos del orgullo sólo participa en el desfile y el encuentro interreligioso que se celebra como actividad paralela. Nada de fiestas. Aunque esto no es suficiente para que le lluevan todo tipo de críticas.
«Me pregunta: ¿qué hace un imán en un desfile lleno de plumas y hombres desnudos? Yo les digo que no voy por esto, sino para demostrar que los musulmanes queer existimos».
La carroza sale del local y llega hasta el centro para añadirse a la marcha que inunda el centro de Ciudad del Cabo. Enseguida quedamos cercados por chicos depilados con bañadores mínimos lanzando burbujas de jabón, los ganadores de Mister y Miss Cape Town Pride del año, cantantes de playback, bailarinas, bailarines… También hay espontáneos con camisetas reivindicativas («Love is love» o «Yes I am»), un pastor khoisan vestido con solo un taparrabos, osos con faldas escocesas y emos con flequillo teñido con los colores del arcoíris.
Es una gran fiesta en la que incluso los vendedores ambulantes de helado, animados por las ventas del día, se apuntan a bailar el We are family. Son miles de personas con ganas de dejar de lado, aunque sea por unas horas, los incontables motivos que hay para entristecerse.
Pero hay quienes creen que desfilar no basta. A pesar que Sudáfrica se convirtiera en 2006 en el quinto país del mundo en permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo, continúan los «crímenes de odio» y las lesbianas, o las mujeres consideradas «poco femeninas», siguen sufriendo «violaciones correctivas».
Hay activistas que reclaman una manifestación desligada de los «negocios rosa», que «banalizan» las reivindicaciones y fomentan «los valores del capitalismo», como «el consumismo y el individualismo».
Pero hay quien consigue combinar la euforia colectiva con el discurso disidente. La comunidad católica lleva una cruz enorme envuelta con los colores del arcoíris y unos carteles que proclaman «God adores you» (Dios te adora) y «Why would He discriminate?» (¿Por qué te discriminaría?).
La comunidad musulmana, congregada alrededor de la carroza de The Inner Circle, es una de las más llamativas. Hay hombres y mujeres de todas las edades con camisetas verdes fluorescentes. Entre ellos desfila Latheem, que tuitea la evolución de la marcha con su hashtag particular: #femboy. Le sigue de cerca Ayesha, que aprovecha el único día del año que puede andar por la calle cogida con su novia.
—We are queer and we are here! —gritan con fuerza.
Oímos como todo retumba cuando el tren pasa al lado. La estación que conecta Wynberg con el resto de ciudad está cerca de las oficinas de The Inner Circle.
Después de la manifestación, la calma ha vuelto en esta nave industrial. La comunidad se reúne, como cada viernes, para rezar. Lo hacen en una sala que, con tan solo unos cojines en el suelo y olor de incienso, se convierte en una mezquita orientada a la Meca.
—Todo el mundo es bienvenido, incluso los ateos —me dicen.
Se forma un grupo heterofriendly, que reza sin miedo de ser prejuzgado y crea una atmósfera acogedora. Muhsin viste de largo y oficia la ceremonia. Comparte unas palabras de inspiración en inglés y fragmentos del Corán en árabe. Después, comen juntos.
A veces le piden una plegaria especial, que oficie bodas –ya van siete–, entierros, que dé nombre a los recién nacidos, que bendiga casas o que se reúna con familias que se quieren reconciliar con la fe. En abril organiza un retiro espiritual con unos sesenta musulmanes de todo el mundo.
«Hacemos un trabajo discreto pero efectivo. Intentamos sensibilizar y despertar conciencias».
En Ciudad del Cabo hay unas trescientas mezquitas y un número similar de imanes. Es la máxima concentración en un país en el cual entre un 2% y un 3% de la población se identifica como musulmana.
La razón tiene 350 años de historia, cuando Sudáfrica estaba bajo el yugo holandés. El Cabo Occidental era un punto estratégico por donde pasaba una importante ruta comercial. Los colonizadores llevaron esclavos procedentes de otros países que dominaban, Malasia e Indonesia. Sin ser conscientes, estaban introduciendo el islam en África.
En Ciudad del Cabo hay unas veinte tumbas monumentales en recuerdo a estos precursores. Se llaman kramats, conservando su denominación malaya, o mazaar, en urdú. Muchos musulmanes se acercan para rezar y traer ofrendas, en señal de respeto.
«En épocas frenéticas voy allí para meditar», explica Muhsin. «Es mi refugio de paz, y me conecta con mis orígenes familiares. ¿Quieres que vayamos a visitar uno?».
Sin tiempo para reaccionar me encuentro dentro de un 4×4 familiar conducido por un hombre que, sin gafas de sol ni túnica, pocos pensarían que se trata de un imán. Hace un día luminoso y tiene ganas de charlar.
«El Corán aconseja que hombres y mujeres vistan discretamente, pero no especifica si tiene que ser con velo, niqab, burka o chador. Son los musulmanes los que han adoptado, de manera cultural, una manera de vestir determinada. Pero hay que respetarlo, de la misma manera que hay que permitir las playas nudistas. Lo importante es que todo el mundo pueda sentirse a gusto, aunque los medios de comunicación lo criminalicen. ¡Si la madre Teresa de Calcuta y tantas otras monjas llevan la cabeza cubierta!».
Avanzamos por el suburbio de Constantia a través de una carretera flanqueada de viñas.
En la guantera del coche luce un adhesivo con una aleya, un versículo del Corán. Dice, en árabe: «Dios es suficiente para juzgarnos, no hace falta nadie más».
Claro. Sin embozos. Pero tan difícil de asumir.
Son muchos los que se atreven a juzgar a Muhsin. En especial desde su aparición en el documental internacional Jihad for love (2007), sobre la relación del islam con la homosexualidad. No ha dejado de recibir felicitaciones, pero también amenazas de muerte.
«Si en Sudáfrica se aplicara la sharia, ya me habrían matado», suspira. «En muchos países islámicos no me atrevería ni a ir, correría un riesgo estúpido. Me han dicho cosas horribles, pero el convencimiento con el que lo hago y en mi creador son más fuertes que el miedo».
Siempre ha sido musulmán y no quiere renunciar a ello.
«Mi abuelo era un imán ortodoxo. Nos obligaba a comer con la cabeza cubierta y a utilizar la mano derecha. Como soy zurdo, se enfadaba mucho conmigo y un día me la ató. Me iba repitiendo que la izquierda solo sirve para limpiarse en el baño».
Muhsin le hacía caso en todo, quería ser un buen chico y esto también incluía no explorar su sexualidad. Hasta que la vida acabó tomando su rumbo: ahora es zurdo y entiende.
«Pero cuando conduzco, ¡dudo sobre dónde está la derecha y dónde la izquierda! ¡Tengo problemas de lateralidad!», dice sin quitar la vista de la carretera.
La fe le llevó a estudiar durante cuatro años en Pakistán para ser imán. Allá se sintió culpable: todo lo que le enseñaban iba en contra de sus sentimientos. Quizás por eso, a la vuelta, se casó tal y como correspondía. Tenía veintitrés años.
«Fue terrible. Cada vez que hacía el amor con mi mujer tenía que imaginar que era un chico. Tres meses después de la boda, me enamoraré de mi mejor amigo. Asumí que nada me cambiaría, pero no me podía divorciar. Mi mujer estaba embarazada».
Se separaron al cabo de seis años y tres hijos. El más pequeño ahora vive con Muhsin y su marido, la mediana va a la universidad y la mayor está casada y va a su bola. Hasta el año pasado, vivían los tres con Muhsin.
«Costó mucho que me aceptaran. Mi ex les inculcó la idea que su padre iría al infierno. Les pedía que me respetaran desde la distancia, porque los gais tenían que morir apedreados. Ellos asumieron que el pecador tenía que desaparecer. Pero como era su padre, pedían que por lo menos muriera con el impacto de la primera piedra».
Hasta que Muhsin decidió hacerles cambiar de opinión.
«Les expliqué que los buenos musulmanes no juzgan a nadie. Que el islam está lleno de ejemplos de pecadores que ahora están en el cielo porque fueron perdonados. No fue fácil, hico falta un buen tiempo».
Su hija mayor no se quería casar porque temía que su padre no pudiera asistir.
«Cuando lo supe, busqué un imán que quisiera oficiar la ceremonia con mi presencia. Y se casó».
El coche se detiene.
Cruzamos una explanada arbolada que concluye con un mausoleo verde persa con cuatro puertas de cristal. En el interior se encuentran los restos mortales del malasio Sayed Mahmud. Unas mesas de madera con letras esculpidas narran su historia en inglés y holandés. Era un líder espiritual que se rebeló contra los colonizadores y, en 1667, fue desterrado hasta este rincón de África.
Muhsin entra, se arrodilla y besa su féretro cubierto de telas multicolores.
Se queda en silencio.
Aquí los fieles no se acercan para venerarle, sino para encontrarse con Alá.
En un rincón hay unos estantes con coranes, pero Muhsin reza de memoria. Se aprendió de cabo a rabo el libro sagrado de pequeño: su madre era profesora de una mezquita y su padre era sanador espiritual. Él y sus ocho hermanos crecieron con el islam, aunque lo conoce con profundidad desde que lo estudió en Pakistán.
«Siempre recordaré el día que llegué. Al salir del aeropuerto vi a todos los hombres cogidos de la mano, con unas zapatillas altas muy femeninas. Pensé: “¿Estás en el paraíso?”. ¡Allí los hombres se cogen de la mano con los amigos! ¡Aquí se reirían y te dirían moffie!».
Muhsin fue el único de los seis estudiantes sudafricanos de los que fueron al Pakistán que aprobó. A la vuelta encontró trabajo enseguida como asistente de imán y profesor de tres madrazas de Ciudad del Cabo.
Salimos del kramat, una inscripción nos indica que fue construida en 1927. Las montañas nos rodean. Muhsin se pasa las manos por su pelo lacio, peinado con la raya al medio, y ahora pienso que quizás lo tiene tan reluciente gracias al aceite de coco.
«¡Pues sí! La costumbre me viene del Pakistán. Si tengo el cabello seco, se me levanta».
Siente una cierta nostalgia.
«Cuando miro atrás pienso que quizás no quería ser un imán. Solo quería entender qué decía el islam de mi modo de amar. Fíjate, 113 de las 114 suras del Corán empiezan diciendo “En nombre de Dios, el más compasivo, el más misericordioso…”. ¡No podía entender que Alá fuera tan cruel de querer castigarme por algo que no escogí!».
Muhsin después de leer y releer el Corán no ha encontrado ninguna condena a la homosexualidad. Pero aún hay exégetas dogmáticos, traductores tramposos y musulmanes desinformados que lo piensan, porque así se repitió durante muchos años. La única referencia directa a la homosexualidad se encuentra en la controvertida historia del profeta Lot y las ciudades de Sodoma y Gomorra.
«En Pakistán siempre insisten en que tengamos en cuenta el contexto. Por eso, estudiando este fragmento en profundidad, descubrí que hacía referencia a hombres aristócratas que tenían relaciones con mujeres de su clase para tener hijos legítimos. Lo que pasa es que, a su vez, asediaban prostitutas del templo de Ishtar, esclavos, visitantes… Eran violaciones, ¡sexo no consentido! ¡Nada que ver con la orientación sexual! ¡Son heterosexuales con un comportamiento inadecuado! ¿Por qué se esconde esto? ¿Por qué de aquí se deduce que me tienen castigar para comportarme tal y como Dios me creó? Hay que diferenciar entre relaciones homosexuales –que pueden ser ocasionales–, orientación sexual y sexo con consentimiento».
Sí que se encuentra en el Corán, en cambio, un pasaje donde se sugiere que las mujeres vayan vestidas con discreción excepto si se encuentran delante de los hombres de la familia, con el padre, los hermanos, su marido… y de los hombres que no se sienten atraídos por las mujeres.
«¡Este soy yo! ¡Alá habla de mí!», pensó cuando lo leyó.
La homofobia está en las fatuas emitidas por las autoridades religiosas, a menudo contradictorias, y en los hadices que documentan la vida del profeta y que fueron escritos como mínimo 150 años después de su muerte. Es aquí donde se pide de manera explícita la pena de muerte, dónde se utilizan equivocadamente los «actos de Lot» como sinónimo de homosexualidad.
«¿Qué tienen a ver los abusos sexuales con amar? Además, ¿qué sentido tiene la pena de muerte? La sociedad ha evolucionado y hay otras maneras de conseguir que alguien rectifique».
Muchos se hacen los sordos y piden que se aplique la sharia, la ley islámica.
«Estaría a favor si estuviera bien formulada. Es un sistema creado por hombres que tendríamos que actualizar. Por encima de unas ideas de hace mil años está la ijtihad, la libertad de pensamiento».
Pero su tesis y la de muchos otros estudiosos chocan con los intransigentes, los que consideran que su lectura patriarcal y heteronormativa del Corán es la única válida, los mismos que suelen negar la entrada a las mezquitas a los no–musulmanes.
«¿Qué hay peor que cerrar el paso a alguien a la casa de Dios? ¡Si no sabes que vas a hacer! Mahoma puede hacer llegar su misericordia a todo el mundo, ¿por qué no podemos entrar en su mezquita?».
Las investigaciones de Muhsin pusieron en evidencia la falta de solidez de algunos argumentos. Es por eso que los imanes sudafricanos han rebajado su tono y ya no piden la pena de muerte. Poco a poco van siguiendo el mismo camino que la Iglesia católica, donde hay facciones que ya no discriminan, porque entienden que es una cuestión de interpretaciones.
Pero no es fácil, como tampoco lo fue salir del armario a los veintinueve años.
«A mi mujer le confesé que era gay tres semanas antes de la boda, pero ella me dijo que quería intentar cambiarme. No volvimos a hablar de ello hasta al cabo de seis años. Le dije que no quería hacerle daño, pero que necesitaba ser yo mismo».
Era un lunes por la noche y la petición de divorcio fue aceptada al instante. Muhsin abandonó el domicilio familiar. Sólo se llevó un poco de ropa y una máquina de coser.
«Tengo facilidad para coser, pensé que así podría ganar algo».
Se fue a vivir en casa de un amigo. Pasó tres meses en un establo, entre los caballos, esperando encontrar una salida. Los dos primeros meses se los pasó dialogando sólo con Alá.
«Le contaba que yo solo deseaba ser un buen musulmán y hacer el bien. Quería que, el día que nos encontráramos, pudiera sentir que había sido sincero. Pedía ser guiado por el buen camino».
Una noche tuvo un sueño. Su difunto padre se le apareció.
«Según el islam, si un muerto se te aparece en sueños y le haces una pregunta, el que te responda te dirá la verdad, ¡porque ellos están en el mundo real!».
Muhsin se acordó y le preguntó si iría al cielo. Su padre lo miró descolocado, como diciendo: «¿Y qué pregunta es esa?». ¡Claro que sí!
«Me levanté convencido de que, pasara lo que pasara, no iría al infierno», recuerda sonriendo.
Decidió dar otro paso y le dijo a su madre que era gay. A la mujer se le cayó el alma a los pies, tenía mucho miedo del qué diría la gente. Estaba convencida que el islam no lo permitía y lo pasó tan mal que enfermó.
«A los musulmanes les es más difícil aceptarlo que los cristianos. A veces pienso que es porque hay un sentido de comunidad más intenso, y es difícil salir de ella».
La mujer no asumió que su hijo era gay hasta instantes antes de su muerte.
«Pero nunca me rechazó, con esto ya tuve bastante. No insistí más».
Muhsin volvió a trabajar como profesor de árabe en la madraza.
Pero aún tenía que vaciar el armario del todo.
En 1998 contó su historia al periódico con más tiraje de Ciudad del Cabo, el Cape Argus. Su fotografía apareció en la portada. Era un fin de semana y el director de la madraza le convocó a su despacho aquel mismo lunes a primera hora. Le riñó por no habérselo dicho antes.
—¡Y a mí nunca me dijisteis que fuerais heteros! —les replicó.
Si hasta aquel momento había sido considerado uno de los mejores profesores, perdió de repente la categoría.
—¿Esta es vuestra hipocresía? ¡Pues yo no quiero trabajar más con vosotros! —Y se fue.
Seis años después le pidieron que volviera para impartir un taller. Las relaciones mejoraron, pero la homofobia persiste. La diferencia es que ahora no la hacen pública porque va contra la ley.
«Las mentalidades no han evolucionado. Harían falta proyectos para educar, para que en la familia se hablara y se asumiera que la homosexualidad siempre existió. Antes de la colonización era mucho más aceptada. El problema llegó con las leyes antisodomía y, en el norte de África, la sharia».
El islam tampoco es homogéneo, hay muchas maneras de entenderlo. Muhsin defiende el sufismo, porque cree que se centra en el alma y prescinde del género. Pero lamenta que los medios de comunicación siempre pongan el acento en la cara más intransigente.
«Existe un islam que es inclusivo con las mujeres, que no juzga, que pasa muy desapercibido. Pero también es cierto que ningún país islámico va por buen camino y que la mayoría de musulmanes capenses son conservadores».
Es optimista, pero también realista.
«Cuando tienes una manzana mala, puedes separar la parte podrida y comer el resto. Así lo hago con el islam. Mi fe en Alá y el rezo me hacen más consciente y capaz de superar situaciones complicadas. Es mi modelo de justicia social y el que me da paz. ¡No quiero prescindir de ello solo porque soy gay!».
Pero cambiar las cosas no es nunca fácil.
«El islam está actualmente controlado por unos imanes, todos hombres y obsesionados por el poder. Ojalá hubiera más mujeres, que son más sensibles y misericordiosas. A la larga todo esto cambiará, pero no sé si estaré para verlo. Para transformar realidades hace falta paciencia. ¡Nelson Mandela tardó veintisiete años en cambiar Sudáfrica! Pero tengo esperanzas, ¡el islam mismo empezó como un núcleo pequeño y ahora es la segunda religión más numerosa del mundo!».
Por lo menos tiene la satisfacción de haber evitado suicidios, ayudado a madres y padres a reconciliarse con sus hijos, devuelto la esperanza a drogadictos…
«En un futuro, In sha’ Al–lah, espero que podamos conectar nuestra organización con otras que hay diseminadas por el mundo y llegar a países islámicos. Por el momento, tenemos mucho trabajo cerca de nosotros. África tiene una sección cristiana y musulmana fundamentalistas que, cuando se juntan, son una bomba atómica».
Para conseguirlo, reza cada día. Nunca se pierde la oración de primera hora de la mañana, entre las cinco y las seis. La hace solo, es un momento de introspección que le permite afrontar mejor la jornada.
«¡Rezo cuando estoy preparado, aunque sea en la playa! El profeta ya dijo que se puede rezar donde sea, que el mundo es un gran templo. Yo cada vez le pido que la homofobia termine».
Me fijo si, de tanta oración, tiene una marca en la frente, aquella que muchos egipcios creen que les iluminará en la otra vida. Pero no.
«¡Hay quien se lo toma toda al pie de la letra e incluso se provocan una herida! Hay que rezar, ¡pero con delicadeza! Hay textos que dicen que si pones la cabeza en un lugar con césped, no se debería ni doblegar».
Cerramos los ojos y eleva las palmas de las manos en dirección al cielo.
Muhsin recita los versos que le dan más esperanza:
“Cuando te pregunten mis siervos acerca de Mí, diles que estoy cerca, que contesto al ruego del que pide cuando Me invoca. ¡Que ellos me respondan y crean en Mí! Tal vez estén bien guiados”.
[2:186]“¡No desesperéis de la misericordia de Dios! Dios perdona todos los pecados. Él es el Indulgente, el Misericordioso”. [39:53]
“Di: cada uno obra según su modo de ser, pero vuestro Señor conoce perfectamente quién es el mejor guiado en la senda”. [17:84]
Volvemos a abrir los ojos y nos miramos.
Su trabajo es también una oración. Ojalá haya quien lo escuche.
Este contenido forma parte del especial ‘Bienaventuradxs’, un especial en el que tratamos de acercarnos a vivencias, sentimientos y discursos de personas creyentes diversas