Cómo se hace una chica
Cómo se hace una chica se proclamó hace tres años como una obra feminista. Una lectora reseña la novela y repasa el nexo entre las experiencias que vive la protagonista por su condición femenina y por su clase social en la capital británica.
María Cardona
Cómo se hace una chica es, ante todo, una novela de iniciación. En ella acompañamos a la protagonista, Dolly Wilde –nombre de guerra de Johanna Morrigan–, en un persistente ejercicio de “usar y tirar” personalidades que la conducen a través de una serie de situaciones, a cada cual más hilarante, a partir de las cuales se podría hacer una iluminadora y pertinente lectura de clase y género. Pero esa lectura es cosa del lector, claro. Dolly Wilde, en cambio, camina por el mundo a paso decidido –porque así caminan las jóvenes exitosas de Londres a las que ella quiere imitar– pero no parece reflexionar demasiado. Es una adolescente de clase trabajadora de las Midlands inglesas, carne de cañón de los dramas de Ken Loach y producto de las políticas sociales y económicas de la era Thatcher. Dolly Wilde tiene muy claro, ya desde el inicio de la novela, que aspira a algo más aunque es cierto que no se abandona ni al auto odio de clase ni a ese repudio de “lo paleto” que la habría alejado de la empatía del lector.
Cómo se hace una chica se ha vendido, entre otras cosas, como una novela feminista, quizás porque Caitlin Moran, su autora, se ha colgado esa etiqueta públicamente uniéndose a la nueva ola de mujeres cool y empoderadas y siguiendo una estela de proclamas feministas mainstream que van desde las declaraciones de Beyoncé a las historietas de las pseudoliberadas chicas de Girls. Pero la novela “no va de eso”, como diría la propia Dolly, y el componente feminista se va destilando poco a poco y de manera mucho más sincera y terrenal en las pequeñas victorias de la propia Dolly. Victorias con las que cualquiera de nosotras podrá sentirse identificada: descubrir el derecho a enfadarse, el derecho a decir no. Alcanzar el empoderamiento, no a través de la reafirmación constante de los demás sino desde la de una misma.
Y es que durante buena parte de la novela, Dolly busca con desespero la aprobación de personas –especialmente hombres– a las que parece admirar de una manera ciega, sin demasiados motivos para ello. Para obtener la validación de la que tanto depende su felicidad, se fabrica una personalidad de persona deslenguada, sin complejos, el alma de cualquier fiesta… Una diosa del sexo que, para su frustración, tiene que acabar procurándose sus propios orgasmos ante la incapacidad de sus compañeros sexuales de hacerlo por ella. Pero Dolly no es tonta y acabará, con sumo acierto, desarrollando de manera natural una personalidad que conjugue todo aquello que quiere ser con todo aquello que, efectivamente, es. Una chica con talento y arrojo, deslenguada y sin prejuicios pero también con un gran sentido de la lealtad y una intuición deslumbrante.
Cómo se hace una chica cuenta con un ritmo narrativo galopante, un humor que no da tregua y una serie de episodios surrealistas –la grotesca y divertida escena de la cistitis podría ser un monólogo cómico en sí misma– con los que Catilin Moran acaba hilando un relato que, finalmente, resuelve su tesis principal: explicar cómo se forma, realmente, una chica.
Y lo hace demostrando que solo una persona que ha conseguido, de manera efectiva desenmarañar toda esa madeja de complejos, desilusiones, idealizaciones y pulsiones sexuales que conforman el desarrollo de una chica, es capaz de volver la vista atrás y sentenciar que el verdadero drama vital no consiste en no inspirar amor a nadie sino en no inspirárselo a una misma. “Ni siquiera yo estoy a mi lado” entona con pasmosa sinceridad una Johanna Morrigan que culmina así, con valentía, su proceso de formación. Y ese es, precisamente, uno de los puntos fuertes de esta novela: pese a las referencias culturales tan british y noventeras, su conclusión final es casi universal.