El Cordón Umbilical
Las relaciones de codependencia comienzan a menudo en el seno familiar. Un vínculo madre-hija mal gestionado puede desencadenar en culpabilidad, frustración y rechazo.
Anne Bonny
Ángela asomó su cabecita tras varias horas de parto, María Luisa había dado a luz a su única hija. Tras la alegría de la madre y del padre, Antonio, la doctora se preparó para cortar el cordón umbilical que unían a madre e hija. Procedió a cortarlo pero este no se soltaba. Repitió varias veces el corte, ahora con la ayuda de Antonio, pero era imposible. María Luisa, por su parte, desesperada intentó desligarse infructuosamente. La doctora dijo que en toda su experiencia no se había encontrado antes con un cordón umbilical tan resistente. Así que lo intentó con otros métodos menos ortodoxos. Primero con tijeras de podar, nada, luego con un cuchillo de cocina bien afilado, tampoco y finalmente, lo intentó hasta con una motosierra, que tampoco consiguió cortarlo. No había forma humana de romper ese vínculo. La pequeña empezó a llorar y su madre, cariñosamente, le dio el pecho por primera vez.
A los dos días madre e hija abandonaron el hospital. Seguían unidas y sabían que sería así para siempre. Ante los extraños acontecimientos, María Luisa, dejó su trabajo para dedicarse en exclusiva a su pequeña y a la casa, mientras Antonio se volcaba en su empleo fuera del hogar. Cuando Ángela empezó Educación Infantil, su madre sin remedio debía ir con ella a clase y jugar juntas en el recreo. En casa se contaban la una a la otra sus pensamientos. Se volvieron las mejores amigas, confidentes. La madre parecía públicamente feliz al poder estar siempre al lado de su hija, aunque dejaba soterradas sus propias necesidades.
La situación empezó a cambiar cuando Ángela cumplió los once años. Estaba siempre presente en las discusiones entre sus padres y veía cómo se acusaban mutuamente, porque su relación hacía tiempo que no funcionaba. Antonio decidió que lo mejor sería el divorcio. Está enfadada, por ver a su madre desconsolada a raíz del divorcio y tener que cuidar de ella. Culpaba a su padre. Antonio no se esforzó por corregir la situación provocando que la relación entre padre e hija se enfriara aún más. María Luisa le recordaba a su hija que ellas siempre estarían unidas, que nunca se abandonarían.
Ángela llegó a la adolescencia y con ello todos los cambios hormonales y personales que implicaba. Le incomodaba ir al instituto con su madre, ya que cada error cometido en clase era reprendido públicamente por María Luisa. Sus amigas empezaban a distanciarse de ella, no le contaban sus secretos, ni sus preocupaciones. No querían tener trato íntimo con ella, porque Ángela no tenía intimidad.
María Luisa intentaba mantener a su hija alejada del sexo. Para entonces, defendía agresivamente el vínculo entre ambas e intentaba mantener fuera de ellas todo aquello que pudiera afectarlo. Cuando Ángela le confesaba que se sentía atraída por alguna o algún compañero de clase y que creía que era recíproco, su madre la desalentaba diciéndole que eran imaginaciones suyas. La adolescente triste y agobiada por su falta de intimidad empezó a leer libros, muchos libros para poder meterse para adentro, en su intimidad interior, mientras María Luisa hacía los quehaceres.
De noche, Ángela aprovechaba que su madre dormía para buscar por internet información que le sirviera para romper el vínculo, pero no encontraba ninguna nueva técnica médica. Guardaba su búsqueda en secreto, temerosa de que su progenitora descubriera su imperiosa necesidad de independiencia. Ante la falta de expectativa de cambio, la chica se sumió en una silenciosa y profunda depresión.
La situación entre madre e hija se volvió cada vez más conflictiva e insoportable. María Luisa percibía la necesidad de su hija por liberarse, aunque Ángela no se lo dijera, sintiéndose traicionada. Consideraba sus deseos íntimos como un ataque frontal a su persona y a todo lo que había sacrificado por su unión. Así que empezó a recordarle que la necesitaba para vivir, que sin ella no podría desenvolverse bien en la vida y la tachaba de egoísta, cuando la chica no se mostraba abiertamente de acuerdo.
Tal fue el límite de la desesperación de la joven, que una noche, mientras su madre dormía, agarró unas tijeras y con toda su rabia intentó cortar el cordón. María Luisa se despertó de golpe, la abofeteó y le gritó mil veces que era una hija egoísta. Ángela se enfureció y harta de todo gritó desesperadamente: ¡Sólo quiero vivir mi vida! ¡Déjame en paz! ¡No te debo nada, yo no elegí esta situación! ¡Sólo quiero cumplir mis sueños y ser una mujer independiente! ¡Quiero mi intimidad! ¡Ser yo!
De repente, el cordón umbilical se desprendió y madre e hija quedaron por fin liberadas. No fue hasta que una de las dos reivindicara sus más íntimos deseos y necesidades que se pudo romper el insano vínculo. Ángela comprendió lo importante que era para ambas el haber roto esa dependencia que las obligaba a cumplir unos roles no deseados. Ahora cada una podía seguir viviendo sus propias vidas y tener ahora sí, un sano vínculo amoroso de apoyo y sororidad.
Este final no es el más común en las relaciones patriarcales de dependencia entre madres e hijas. Las hijas que consiguen romper el vínculo insano no siempre reciben la comprensión por parte de sus madres, muchas lo ven como una traición. No es fácil terminar con los roles de madre e hija impuestos por nuestra sociedad, que llenan de moral y abnegación a unas y a otras. En tal caso, esperamos que María Luisa haya podido también liberarse de esa dependencia, pues ahora que Ángela ha sacado su Verdad, ya no hay vuelta atrás.