Zelda Sayre: Sálvame del escritor exitoso
La nueva serie de 'Amazon Z: the beginning of the everything' y las próximas películas a cargo de Jennifer Lawrence y Scarlett Johansson, vuelven a poner de moda a la mujer que protagonizó el eufórico liberalismo de los años 20 y su caída. Escritora y artista feminista, se vio plegada al rol de musa y apoyo de Fitzgerald, quien esquilmó sus diarios.
El inicio de la mujer moderna. Se cortaron el pelo, las faldas y los corsés que les impedían moverse y bailar con soltura, fumaron, saltaron a la rueda del disfrute hasta entonces relegada a los hombres y condujeron sus propios automóviles. Las flapper, las llamaban. Antes del Crack del 29, como antes de la crisis actual, la ciega confianza en el sistema capitalista hizo correr los aires del liberalismo social y convocó a una nueva mujer que se atrevió a desafiar los roles tradicionales. Ni familia, ni hogar, ni trabajo: disfrutar como no lo habían hecho nunca era el código rebelde de estas jóvenes impetuosas y provocadoras que, subidas en la eufórica cresta de la expansión económica estadounidense de entreguerras, aprovecharon para jugar a no tener límites. Era el tiempo en que el capitalismo suponía esa libertad. Todavía no había convertido a la mujer en la esclava del progreso en que más tarde se convirtió junto a los hombres.
“Lo que de verdad quiero es ser siempre joven y sentir que mi vida es mía”, escribía Zelda Sayre, considerada la primera y mejor exponente de aquellas flapper. Lo hacía al entonces aspirante a escritor y a esposo, F. Scott Fitzgerald, en las cartas que no solo influyeron sino tejieron, copiadas literalmente, la primera novela firmada por su marido A este lado del paraíso (1920). Zelda Sayre tenía un salvajismo labrado a base de hambre de mujer sureña acomodada, una juventud y sensibilidad idóneas, además, para absorber los explosivos aires de los años 20. En ellos cabalgó sin riendas junto a su pareja para finalmente acabar bajo los cascotes del “nazgul” de la época, al estallar la burbuja dionisíaca con el Crack del 29. Al estallar, a la vez, la salud de ambos tras diez años de beberse todo el enebro líquido de un trago. Claro que a Scott Fitzgerald le resultaría fascinante. Era dependiente de cada una de las opiniones, lacerantes e iluminadas de esa mujer que era capaz de desnudarse en medio de una sala llena de modernos yanquis borrachos para hacerse escuchar. Dependiente de cada una de las palabras que ella escribía en sus diarios, reproducidos y más tarde confiscados en pro del hombre que él ambicionaba ser.
Quizá por eso, desde que la biografía de Nancy Milford se convirtiera en superventas en los 70, como también ocurriera más tarde con la novela de Gilles Leroy (Alabama Song, 2007), el nombre de la primera dama moderna, que incluso inspiró la famosa saga de videojuegos The Legend of Zelda, sigue hoy tan joven y célebre como en el espíritu de aquellos locos años: la nueva serie de Amazon Z: the beginning of the everything, y las próximas películas protagonizadas por Jennifer Lawrence y Scarlett Johansson, vuelven también ahora a poner sobre la mesa los anhelos y las sombras de la furia de Alabama.
Escritura, ballet, teatro, pintura, y hasta alguna incursión no fructífera en el cine: ni su enérgico cuerpo ni su “fuerte espíritu” le permitieron nunca quedarse quieta. Pero lo que verdaderamente buscaba Zelda, esta joven que escapaba a hurtadillas de su casa para pasar la noche en el río junto al fantasioso y ya alcoholizado Fitzgerald, era romper los límites de la circunscrita vida en la que nació y luego convertir esa rebeldía en una obra de arte. Escribir con su vida los aires de su tiempo, superando las palabras y a la propia realidad, como señala Hartnett en su libro Zelda Fitzgerald and the Failure of the American Dream for Women (1991). Ella fue la primera Yoko Ono que sublimó el trabajo de su pareja hasta convertirlo en un icono social y, al igual que ella, fue acusada de bruja por el incontestable y machirulo entorno de su marido. Hemingway, Dos Passos, como el resto de miembros de aquella Generación Pérdida, la culparon de haber destrozado la vida de escritor del Gran Gabtsy (1925). A pesar de que éste ya hubiera intimado con la ginebra mucho antes de conocerla y aun cuando ella era la musa, la heroína y el material de todo lo que escribía. La culparon porque él no era suficiente sin ella, por ser la que realmente dictaba el guión de unos años históricos y embriagadores. La culparon, al fin y al cabo, por tener sobre él un poder que ellos hubieran deseado.
Por encima de todo, Zelda quiso ser moderna. Ni madre, ni ama de casa, ni obrera: convertirse en un icono que alentara al resto a romper con los viejos corsés, a no dejarse reducir por la imagen dócil y servicial que luego volvería a imponer el final de la Segunda Guerra Mundial, la imagen del ama de casa suicida de Revolucionary Road (Mendes, 2008). Al final todas las mujeres soñadoras de nuestro pasado han acabado aplastadas de una manera u otra, pero ella moriría con las botas puestas, abrasada por el fuego como en un campo de batalla. El que lidiaba su cuerpo mortal contra la tenacidad de escaparse de él constantemente y que derivaría en la esquizofrenia de la que estaba tratándose en el hospital que se quemó con ella cuando tenía 48 años.
Podría haber decidido centrar su espíritu indómito en una labor artística en vez de segregarlo a través de los poros de sus diarios expoliados o de obcecarse tan vehementemente en echar abajo los límites que separaban la realidad de la ficción. Ya con la salud quebrada, quiso retomar el ballet y llegó a publicar la novela Save me the waltz (Resérvame el vals, 1932), no sin sufrir graves revisiones de un marido celoso del material que luego él usaría en Suave es la noche (1934). Así que no lo logró, o solo a medias. Cada vez que se proponía dirigir la atención hacia sí misma, entraba en competencia con la necesidades de Scott y sus fuerzas se disipaban en una bruma que finalmente acabó por llenarlo todo.
Ella, que escribió “nadie ha medido nunca, ni siquiera los poetas, cuánto puede aguantar el corazón” prefirió, después de todo, plegar sus sueños a los de su pareja y dedicar su tiempo a la creación silenciosa y anónima que consiste en apoyar a un hombre en sus proyectos, especialmente si éstos tienen que ver con ese ámbito del que padecemos hambre. Esa capacidad de mantenerlos en pie, de poner la argamasa cada vez que se tambalean, insuflarles ánimo cuando decaen, recordarles su mejor yo para que las crisis a las que sucumben solo sean pasajeras. Cuidados que asumimos, sin duda, como proyección de aquello que nosotras necesitamos. Ese dar incontenible de quien sabe qué es pasar hambre. Ese dar que es una forma de creación dispersa. Sin firma, sin reconocimiento, sin canje ni intercambio. Cuidados humanos silenciosos, sin embargo, sin los cuales ningún brillo sería posible, ninguna fuerza creadora podría emerger.
¿Quién de esos jóvenes escritores que pretenden ser “el puto amo” de las letras actuales no tiene detrás a una mujer que en vez de crear para sí misma lo hace para el generosísimo amor que lo alimenta, cuando no a un elenco de “madres” dispuestas a dar apoyo y ánimo incondicional para que el chico brille allí donde ellas han renunciado? Esas mujeres apasionadas a la par que abnegadas son las que sostienen el narcisismo del que también adolecen las generaciones nacidas en la burbuja española de los 80 como otrora en los felices 20, hombres infantilizados y aquejados del virus del límite/padre ausente, de una insatisfacción constante y una necesidad de fagocitar una víctima más o menos consciente en cada incursión. Ellas son las que ascienden a hombres que no deben brillar más que la jarra de cerveza en la que mojan sus quejas cada noche de borrachera. Hombres, al fin y al cabo, completamente prescindibles, y más todavía en el panorama de las letras actuales y por venir.
Esos hombres son la grieta y la sombra de mujeres como Zelda cuya feroz fuerza (forjada en la falta, en la ausencia, en la austeridad, como todo lo feroz, al fin y al cabo) se pierde en alimentar no ya a quien más lo necesita, sino a quien más alto berrea o a quien mejor proyecta el grito de su desesperación y así acaban perdiéndose en la calina de los sueños a medio hacer, en el mundo de los exitosos hombres mediocres.