Y llora
A Marcos solo le dejaron llorar el día que se despidió del club. Como hacen los hombres.
Un hombre que siente los colores de su equipo llora en la rueda de prensa el día que se despide. Habían sido catorce años entrenando al Racing Villadiego por una miseria de dinero (en el deporte solo ganan unos pocos), sacrificando su vida familiar (había tenido tres novias durante ese tiempo pero no habían podido con sus horarios, con los viajes, con las competiciones, siempre en fines de semana, siempre en vacaciones, siempre a partir de las cinco de la tarde).
Y no habían conseguido subir a primera categoría pero habían estado a punto de hacerlo un par de veces. Y de eso es de lo que te tienes que sentir orgulloso, le decían. Tienes contigo a la afición, que corea tu nombre en los partidos porque sabe que te vas, que ya te has ido.
Van a venir de la televisión regional, de los periódicos (sí, incluso ese del Heraldo, el que te pone a parir cada semana desde hace cuatro años). Nos ha dicho que te lo mereces, que viene a darte un homenaje. Que hoy no hay preguntas con mala sombra. Que hoy es tu día. Hoy llora, llora como un hombre, como se llora el último día de la Mili. Es lo lógico. Los hombres lloran los días en los que hay que llorar. Por eso las lágrimas de los hombres valen más, porque son escasas.
Saldrás a la sala, delante de los micrófonos, beberás un poco de agua, empezarás a hablar, se te quebrará la voz y llorarás. Le pasa a todo el mundo. No te preocupes, no te avergüences. No te pases tampoco, claro, a ver si vas a parecer la Dolorosa. Ni gemidos ni hipidos. Un leve quiebro de emoción en la voz y los ojos brillantes. Llévate las manos a los ojos y enjúgalos si ves que alguna lágrima tiende a rodar. Si ves que no vas a poder controlarlo. Porque no es fácil. Es como el mear. Ja, ja, ja. Una vez que empiezas no paras. Llorar es como el mear, como el cagar, como el comer, como el rascar. Frena a tiempo. Como la marcha atrás. Ja, ja, ja.
Marcos entra en la sala y ve a los periodistas y a muchos aficionados sentados, nerviosos. Y piensa en los hijos que no ha tenido con Carmen, ni con Petra, ni con Vanesa. En la carrera que dejó a medias. En el piso de alquiler que comparte. Y se da cuenta de que no puede llorar. O al menos, de que no puede llorar por lo que se supone que debe. De que no siente los colores del club. Entonces, decide pensar en la última vez que lloró. Ahora siente los colores, pero no los del equipo sino los del pelo del pony que su padre le arrancó de los brazos cuando tenía cinco años. Un pony pequeñito de largas pestañas y melena arcoíris. Cuando su padre le dijo que los hombres no lloran. Cuando le pegó un guantazo que aún le duele.
Y se acuerda de la madre de Bambi, de la muerte del niño aquel con cáncer, de los puentes de Madison, de la final de Operación Triunfo, de cuando le dejó Carmen, de cuando le dejó Petra, de cuando le dejó Vanesa, de la película aquella de los vaqueros maricas (¡cómo se querían!), de todas esas veces en las que quiso y no pudo. Y piensa en su precioso pony pequeñito con sus largas pestañas en la basura, rodeado de cáscaras de naranja y de huevo, de restos de lentejas que se escurren por su melena brillante. Y empieza la rueda de prensa. Y llora.