Las tres vidas de Anaraa

Las tres vidas de Anaraa

Se define como hombre transexual ‘queer’ y es el principal activista LGBTI de Mongolia, un país en el que este colectivo comienza a luchar por sus derechos. La historia de Anaraa Nyamdorj es tan local como universal.

Texto: Zigor Aldama
08/09/2017
Anaraa posa en Ulán Bator./ Zigor Aldama

Anaraa Nyamdorj posa en Ulán Bator./ Zigor Aldama

Anaraa Nyamdorj ha nacido ya tres veces. La primera fue hace 40 años en la capital de Mongolia, Ulán Bator. Vino al mundo como mujer. “Nací en el cuerpo de una mujer”, puntualiza rápido con una sonrisa que suaviza el reproche. Hasta los diez años, nunca se cuestionó su identidad, pero a esa edad cayó en una gran depresión que desembocó en su primer intento de suicidio. “Hasta entonces nunca me había preguntado a qué sexo pertenecía. Siempre fui bastante marimacho, pero nadie le dio importancia. Yo tampoco. Sin embargo, cuando el cuerpo comenzó a desarrollarse, no pude aceptarme”, recuerda.

Anaraa ingirió un bote de pastillas para dormir y tuvo suerte de perder solo 20 horas de su vida. “No recuerdo nada de lo que sucedió en ese intervalo. Pero lo que más me sorprendió entonces, y me sigue sorprendiendo ahora, es que nadie me preguntó por qué había tratado de matarme. Ni los médicos, ni mi familia”. Incluso a él le costó años entender el porqué. “Crecí en la era soviética, cuando no había ningún tipo de información sobre identidades de género. No sabía qué me pasaba. Ni siquiera tenía palabras para describir mis sentimientos, y tampoco sabía que existía más gente como yo”.

En la adolescencia, Anaraa comenzó a enamorarse de chicas. “Jugaba mucho con los chicos, eran mis compañeros y nos peleábamos en el colegio. Pero no sentía ninguna atracción hacia ellos”. Anaraa se sentía culpable por ello, y no fue capaz de compartir sus emociones hasta los 19 años. “Se lo conté a una de mis hermanas mayores, con la que tenía mucha confianza. Buscaba tanto comprensión como respuestas. Al ser una mujer a la que le atraían otras mujeres, ella me calificó de lesbiana. Para mi sorpresa, no hizo nada por tratar de entenderme. Al contrario, dejó de hablarme. Y hoy es el día en el que todavía no existo para ella”. Anaraa es incapaz de enmascarar su decepción, pero se encoge de hombros.

Como muchos otros miembros de la comunidad LGBTI de Mongolia, Anaraa optó por emigrar para sobrevivir. Lo que no sabía es que terminaría encontrándose. Viajó a India para estudiar Derecho, y allí, por fin, abrió los ojos a una extensa comunidad de homosexuales. “Pero me di cuenta de que tampoco encajaba en el perfil de las lesbianas. Algo no cuadraba”. Anaraa estaba a punto de desesperar cuando se mudó a Japón. Allí, en 2004, conoció al primer hombre transexual. “Cuando hablé con él comprendí quién era yo. Sus sentimientos eran los míos. Sus palabras eran las que yo no había podido pronunciar. Al fin, todo cobraba sentido. Supe que era un hombre”. A Anaraa se le ilumina el rostro durante un breve instante.

Anaraa contrajo matrimonio con otra mujer en Canadá, uno de los pocos países que en 2005 reconocían las uniones homosexuales. Juntas regresaron a Mongolia. “Nos queríamos, pero ella era incapaz de aceptar que mi masculinidad se hacía cada vez más fuerte. Durante siete años, el amor primó sobre mi identidad”. Hasta que Anaraa no pudo más. El punto de inflexión llegó en 2009 con la muerte de uno de sus mejores amigos. “Fue una importante llamada de atención para mí, porque entendí que la vida es demasiado corta como para estar negándome continuamente a sí mismo”.

Tardó dos años en completar su transición y, así, mirarse al espejo con tranquilidad./ Z. A.

Tardó dos años en completar su transición y, así, mirarse al espejo con tranquilidad./ Z. A.

Separado, tardó dos años en completar su transición y nacer por segunda vez, en esta ocasión en el cuerpo de un hombre. “Después del tratamiento hormonal y de la cirugía a la que me sometí en Tailandia -uno de los principales destinos médicos de los transexuales asiáticos- pude mirarme en el espejo y sentirme satisfecho con lo que veía. Hubo que hacer algún pequeño retoque, pero ya me sentía mejor incluso antes de pasar por el quirófano, porque sentí que estaba haciendo las paces conmigo mismo”.

Curiosamente, su madre también se sintió reconfortada, aunque quizá no tanto por el hecho de que Anaraa hubiese quedado satisfecho. “Como no tiene ningún hijo varón y yo me sentía atraído por las mujeres, mi transición fue para ella la reordenación lógica de las cosas. De repente, para ella yo me había convertido en un hombre heterosexual”. La sonrisa que esboza ahora es de sarcasmo. Da un sorbo a la cerveza, y se dispone a relatar el último giro inesperado de su cronología vital.

“No había pasado ni un año desde mi transición cuando comencé a sentirme atraído por un tío. Mi mundo se desmoronó otra vez. Cuando creía haber encontrado el equilibrio, volví a sentirme completamente perdido. No comprendía qué estaba pasando conmigo”. De nuevo, Anaraa trató de quitarse la vida. Y, una vez más, tuvo suerte de fracasar. Después de tratar de reprimir sus sentimientos durante meses, al final entendió que mentirse a sí mismo no servía de nada. “Me costó, pero decidí aceptarme como soy y dejé de refrenar lo que sentía. Los sentimientos no son racionales, y no se pueden tratar de analizar desde esa perspectiva. Queremos a quien queremos”.

El Anaraa de hoy nació el día que decidió describirse como ‘hombre transexual bisexual’. “No he vuelto a tener relaciones con mujeres, así que imagino que mi predilección por los hombres ha llegado para quedarse”, avanza. Ahora es libre, y no tiene inconveniente en dar detalles de lo que le ha sucedido. Es más, quiere que su historia sirva para acabar con el cautiverio de muchos miembros de la comunidad LGBTI de Mongolia.

“La discriminación todavía es muy fuerte, la mayoría no se atreve a salir del armario, y no son raras las agresiones contra homosexuales y transexuales. Además, está la dificultad para encontrar empleo, lo que nos hace vulnerables a la pobreza”, explica. “Yo soy un hombre afortunado, porque he podido permitirme un proceso médico que está fuera del alcance de la mayoría de los transexuales de mi país. De los que viven en ciudades y, sobre todo, de los nómadas. Esos últimos son los que más sufren, y además están fuera del radar de los pocos programas que existen para la comunidad LGBTI. Los que pueden, dejan el campo y vienen a la capital, pero del resto apenas sabemos nada”.

En el D.D., el único bar LGBT de Mongolia, no hace falta abrigarse ni esconderse/.Z.A.

En el D.D., el único bar LGBT de Mongolia, no hace falta abrigarse ni esconderse/.Z.A.

Es de noche y en Ulán Bator el termómetro cae hasta los 30 grados bajo cero. Sin embargo, en el D.D., el único bar LGBT de Mongolia, no hace falta abrigarse. Ni esconderse. Hoy es el día de la semana en el que se proyecta una película, y los responsables del establecimiento han elegido una cinta india que narra la tortuosa relación de dos lesbianas. Anaraa ya la ha visto, así que comparte su vida con un entusiasmo que crece con cada cerveza. Alrededor, algunos jóvenes escuchan con atención después de haber decidido que las palabras del activista, fundador de la primera organización lesbiana de Mongolia y luego del LGBT Centre, tienen más interés que los inevitables bailes del filme.

Pronto se va creando un interesante círculo de personas que quieren compartir sus vivencias. “En Mongolia es muy difícil ser uno mismo cuando se sale de la norma porque es un país muy tradicional en el que tanto la masculinidad como la feminidad están muy definidas. A quienes no encajamos en ninguno de los dos patrones todavía se nos trata como a enfermos que necesitan cura”, apunta Uranchimeg Davaadorj, una lesbiana de 18 años.

No en vano, la homosexualidad estuvo criminalizada en la tierra de Gengis Kan desde la revolución comunista de 1921 hasta 1986, y fue considerada una enfermedad mental desde ese año y hasta 2001. Actualmente, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) sostiene que la “discriminación del colectivo LGBT en Mongolia está muy extendida”, y en su informe ‘Ser LGBT en Mongolia’ detalla diferentes casos de extrema violencia contra personas no heterosexuales, entre las que destacan violaciones y palizas.

Espectáculo en un bar de ambiente de Ulán Bator./ Z. A.

Espectáculo en un bar de ambiente de Ulán Bator./ Z. A.

Un estudio del LGBT Centre -la única organización del país que lucha por los derechos del colectivo- también demostró el año pasado que un 79% de los niños y niñas LGBT han sufrido discriminación u ostracismo por su orientación sexual. Un 9,4% ha sido víctima de violencia física, infligida en su mayoría por familiares. Por si fuese poco, diferentes grupos cristianos -sobre todo evangelistas- tratan de ‘sanar’ a homosexuales y transexuales, a quienes señalan en redes sociales con nombre y apellidos e incluso con fotografías. “Vivimos con miedo”, reconoce Timothee T., un joven de 19 años que descubrió su homosexualidad con 13, cuando se masturbaba. “Me excitaban las fotos de ellos, no de ellas”, recuerda. Pero hace todo lo posible por aparentar ser heterosexual. “No quiero que me maten”, sentencia.

A pesar de todo, Bayarmaa Erdene, lesbiana de 41 años, considera que el país ha mejorado sustancialmente en su aceptación de las diversas identidades sexuales. Y aprovecha la presencia de adolescentes y jóvenes atentos para hacer un repaso de lo que suponía ser lesbiana en la época soviética. “Descubrí que era lesbiana cuando leí un artículo en el que se detallaba el asesinato de una pareja de gais. Hasta entonces, ni siquiera sabía que se podía amar a personas del mismo sexo, aunque en el instituto ya sentía atracción por una mujer mayor que yo”.

Aunque el texto era eminentemente trágico, a Bayarmaa le sirvió para no sentirse sola y para reafirmar su orientación sexual. Incluso le dio el valor necesario para dar un arriesgado primer paso durante un picnic. “Sentí que aquella mujer también se veía atraída por mí, así que la besé en los labios en vez de en la mejilla. Y así tuve mi primera experiencia sexual”. Luego le siguieron muchas otras parejas pasajeras, muchas de ellas mujeres heterosexuales. “Quizá les atraía mi humor, o el morbo. O quizá no lograron salir del armario”. Incluso una con la que mantuvo una relación sentimental de varios años ahora se ha casado con un hombre y tiene varios hijos. “No quiere ni verme por la calle. Igual teme que vaya a revelar su secreto”, ríe con tristeza.

“En Mongolia es muy difícil ir contra la corriente. Pero, curiosamente, cuanto más mayores nos hacemos, más fácil se hace. Por ejemplo, no llama la atención que las mujeres de mi edad vistan como hombres y lleven el pelo corto. Pero si son jóvenes serán insultadas. Afortunadamente, los jóvenes han evolucionado bastante y tienen más fácil salir del armario”, apostilla Bayarmaa.

Anaraa también es optimista. El LGBT Centre ha logrado que la Ley Antidiscriminación recoja expresamente al colectivo LGBT, y cree que el Tribunal Constitucional fallará a su favor en la demanda que han interpuesto para que se le dé al ‘género’ una definición más amplia que ampare también a los transexuales. Y espera que Taiwán, el primer país asiático en el que se reconoce el matrimonio homosexual, sirva de guía para que el continente continúe avanzando en la dirección correcta. “España es un ejemplo impresionante: contáis con una larga tradición católica, hasta hace relativamente poco estabais en una dictadura, y, aun así, habéis sido de los primeros en adoptar el matrimonio homosexual y sois el país del mundo que acepta mejor la diversidad sexual. Espero que algún día podamos parecernos a vosotros”.

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