Una superviviente
"Yo sé de todo, hijo. ¡He vivido una guerra, la perdí y seguí viviendo! No tengo miedo de nada. Para tener miedo hay que tener tiempo y yo nunca he tenido tiempo nada más que para trabajar. El miedo es un pasatiempo para ricos".
Quizá lo peor de todo sea cuando, ya en casa, al deshacer la maleta, te viene el olor caliente a sal y a arena. Hace un rato allí y ahora aquí, con tanto trabajo y tantos días por delante hasta el siguiente verano. Entonces, salgo a la calle. Me voy al supermercado. No sé por qué me gustan tanto los supermercados. Me alivian. Será la luz, la música, los productos colocados en orden, la gente que, como yo, deambula sin prisa entre las estanterías. Nos reconocemos. Y hablamos. Es una de esas ocasiones en las que no está mal visto hablar con desconocidos, al menos en una ciudad grande como esta. Me paro delante de la estantería de las mermeladas. No hay muchas, pero siempre me ha relajado la visión de esos botes de colores. Además, no soy nadie sin el sabor de la naranja amarga nada más despertar: café amargo, naranja amarga.
Se me acerca. Tendrá unos ochenta años. Lleva un vestido azul floreado de verano, de esos que se ponen encima del bikini, y unas zapatillas de deporte de aspecto cómodo. Su cabellera gris resplandeciente le roza los hombros morenos y pecosos.
—Es muy buena esa mermelada, ya la he llevado varias veces.
Agradezco su opinión y echo un bote a la cesta.
—Además, está muy bien de precio. Ochenta y nueve.
Imagino las veces que esa cifra ha representado diferentes precios y monedas a lo largo de su vida: céntimos, pesetas, céntimos otra vez…
—Mi hermana se murió. ¿Se acuerda usted de mi hermana?
No le digo que no me acuerdo de su hermana, porque tampoco me acuerdo de ella, pero le doy el pésame igualmente. Tampoco he venido aquí a hacerme el borde sino a hablar con desconocidos. He estado ocho días en la piscina y en la playa rodeado de jóvenes y no he hablado con nadie: los móviles, los malditos móviles. Están atontados. Ya ni miran el cielo, el sol, las nubes, las olas, la espuma que se queda en la arena y se evapora y deja un leve halo blanco, un fulgor de nieve.
—Yo he trabajado en el textil.
Intento sacarle algo más de información, pero de su trabajo solo me cuenta eso: en el textil. En esta zona ha habido tradicionalmente muchos talleres textiles, no es raro.
—Nunca tuve hijos, he sido soltera. Hemos. Las dos. Mi hermana y yo.
Le digo que yo tampoco tengo hijos, pero que estoy casado. Sonríe. Quizá piensa que su vida con su hermana y la mía con mi marido han sido bastante parecidas, salvo en algunas cosas. Lleva razón. Le pregunto si no tiene miedo a hablar con desconocidos.
—¿Qué me van a hacer? ¿Echarme burundanga?
Me río, claro.
—Yo sé de todo, hijo. Soy una superviviente. ¡He vivido una guerra, la perdí y seguí viviendo! No tengo miedo de nada. Para tener miedo hay que tener tiempo y yo nunca he tenido tiempo nada más que para trabajar. El miedo es un pasatiempo para ricos. Por eso hay películas de miedo.
Me gustaría acariciarle el brazo moreno y pecoso, largo y elegante. Las manos, con manchas de mil colores.
—Los sábados, por la noche: ese es mi mejor momento. En la tele salen artistas y humoristas, bailes y magia. Me lo paso pipa.
Supongo que se refiere a esos programas de variedades de las cadenas autonómicas.
—No me da miedo nada, salvo los idiotas, porque son muchos. Y eligen. La democracia es lo malo que tiene, que si los idiotas son mayoría, acaban decidiendo. Por eso el primer objetivo de la democracia, lo primero que tiene que hacer, es disminuir el número de idiotas.
Me río otra vez. Me gusta hablar con ella. Tengo mucho que ver con ella. Cuando voy a mi ciudad de origen, ya conozco a más gente dentro del cementerio que fuera. Tengo que hablar más con los viejos.
—Prueba la de ciruela, ya verás qué rica.
Cojo un bote de ciruela, nunca la he probado, pero voy a hacerle caso. Voy a hacer más caso a los viejos. Me despido de ella. Le digo que ha sido un placer y sonríe, coqueta. Se da la vuelta y se dirige hacia los congelados, donde otro como nosotros rebusca entre las verduras. Anda deprisa, parece ágil sobre sus zapatillas y con su vestido azul. No le he preguntado su nombre. Nunca sabré su nombre salvo que lo diga un tercero. Nos conocemos de toda la vida y a estas alturas, está feo preguntar su nombre. Voy a escuchar más a los viejos.