“En Colombia tenemos que desaprender la guerra”

“En Colombia tenemos que desaprender la guerra”

Maria José Pizarro, hija del líder del M-19 asesinado en 1990 cuando era candidato a la Presidencia, y Angélica Padilla, investigadora en el ámbito de la educación para la paz, dialogan sobre su país de origen

27/10/2017

 

Angélica Padilla (izq.) y María José Pizarro, en un momento de la entrevista./ Virginia Enebral

Angélica Padilla (izq.) y María José Pizarro, en un momento de la entrevista./ Virginia Enebral

Se conocieron en su Bogotá natal cuando eran unas niñas. María José es “hija de la insurgencia”, que en este caso lleva un conocido apellido, Pizarro, líder de la guerrilla urbana M-19. Angélica Padilla recuerda sus años de adolescencia entre historias de armas, supervivencia y huidas que escuchaba. La guerra las separó en varias ocasiones, aunque el asesinato del entonces candidato a la Presidencia en 1990 fue el punto de partida de una distancia que se prolongaría durante años, incluidos los que María José pasó exiliada en Barcelona. Años después, Angélica tomó el mismo rumbo, aunque antes de aterrizar en Bilbao recorrió zonas de conflicto armado en su tierra y visitó Irlanda del Norte como parte de su investigación. El premiado documental sobre la vida de Carlos Pizarro las ha vuelto a reunir.

“LAS DOS SOMOS PARTE DE UNA GENERACIÓN HUÉRFANA DE AQUELLA QUE CREYÓ QUE TOMANDO LAS ARMAS PODRÍA CAMBIAR LA SITUACIÓN DE INJUSTICIA SOCIAL”

Hoy ambas luchan por un futuro de paz en Colombia: una, reivindicando la figura de su padre como activista de los derechos humanos; la otra, con una tesis doctoral en el ámbito de la educación para la paz en contextos de violencia política. Y en el centro de todo, la memoria histórica como herramienta de resistencia, visibilización, humanización, recuperación de la vida y reconstrucción de un país dividido.

María José, ¿por qué decides recuperar y reivindicar tu apellido?

M.J.P.: Fue una decisión política. Hablar de la guerrillas en Colombia es un tabú así que decidí hacer pública mi historia como un activismo de la memoria, como un vehículo de incidencia política pero también de resistencia. La única forma de bajar la confrontación era empezar a generar unos espacios desde los que poder acercarte al otro sin que esté mediando la ideología política, que precisamente es lo que hace que continuamente nos estemos enfrentando. Tomar esa decisión significó romper con un esquema bajo el que yo había sido educada: la clandestinidad.

¿Cuán importante es establecer este diálogo?

A.P.: Las dos somos parte de una generación huérfana de aquella que creyó que haciendo la revolución y tomando las armas podría cambiar esa situación de injusticia social que hay en Colombia: desigualdad, pobreza inmensa, concentración de la riqueza, que la tierra no sea de quien la trabaja… Hoy nuestra generación está sufriendo los costes de esa decisión, se han perdido demasiadas vidas. Siempre se ha utilizado la violencia política para resolver los conflictos sociales. La vida en Colombia no vale nada, se ha normalizado tanto la violencia que es fundamental la reconstrucción de la memoria histórica para darle humanidad a esa guerra. Es ponerle nombre y apellidos a las víctimas porque los medios de comunicación y narrativas dominantes los han presentado como una cifra. El valor más importante del documental Pizarro es la transformación de un hombre que creía que a través de las armas alcanzaría la paz y, sin embargo, él mismo llegó a la conclusión, y no porque estuviera derrotado, de que ese camino contaminaba el objetivo que quería alcanzar. Esa es la reflexión en términos de educación para la paz que necesitamos. No es solo aprender a resolver conflictos de una manera no violenta, sino que tenemos que desaprender la guerra.

Habláis de las guerrillas, pero en ese proceso habría que humanizar también a los paramilitares…

A.P.: A todos.

M.J.P.: Ese es el ejercicio. Si no puedes ver un humano en ese otro… Esta guerra se funda en el odio heredado y en la venganza, no es solo porque políticamente no nos encontremos. A veces podemos no tener una posición política marcada, pero si a un familiar lo mataron, le hicieron desaparecer, abusaron sexualmente de ella… entonces yo me voy a la guerrilla. Además, en los años 80 había procesos de formación política muy fuertes, pero en la medida que la guerra va escalando y teniendo unas dimensiones absolutamente desproporcionadas, no te lo permite. Sí hay escuelas de la muerte, campamentos de militares para aprender a matar.

[Las dos al unísono]: Pero ¡con sevicia!

M.J.P.: Vamos a descuartizar a este campesino. Si usted no lo hace, el siguiente es usted. Se logra bajo tortura, amenazas… Empieza a crearse una degradación total de la guerra y de los valores de la sociedad colombiana donde la vida no vale nada. Valores esenciales como el respeto al otro…

A.P.: La dignidad humana…

“EN MEDELLÍN LOS MUCHACHOS NOS DICEN QUE NO SE SIENTEN RESPETADOS, PERO CON UN ARMA SÍ”

M.J.P.: Si no ves ese rasgo humano en aquel que estás combatiendo, no te puedes sentar a hablar ni a hacer paz con él. ¡Es imposible! Lo que intento es mostrar que esa gente que usted odia tiene un rasgo humano, tiene familia y ama profundamente. Eso te permite mirarlo desde otro lugar. Ni siquiera se trata de convivencia, sino de coexistencia. Espero que podamos convivir en unos años, pero hoy, con que no nos matemos y que la vida tenga un mínimo valor… Ahí nosotros podremos empezar a sanarnos como sociedad. Necesitamos tres o cuatro generaciones en paz para desaprender la guerra.

¿Cómo se desaprende la guerra?

A.P.: He ido a regiones de conflicto armado, he hablado con comunidades educativas y el problema era quitarle belleza a la violencia. Si soy hijo de campesinos, vivimos en una situación precaria, nos están quitando nuestra tierras, no hay nada, y llegan unos agentes armados que todo el mundo respeta porque tienen armas y plata… Para ellos ganarse 10.000 pesos significa no sé cuántas horas de trabajo cargando bultos de papa. ¿Cómo no va a ser atractivo? Y al mismo tiempo se han construido una cantidad de valores alrededor del uso de las armas. Ese es el tipo de cosas que hay que empezar a deconstruir porque la violencia se volvió cotidiana.

M.J.P.: En Medellín, por ejemplo, les preguntamos a los muchachos por qué es tan seductora un arma. La respuesta es que por respeto. El dinero no importa. Soy un niño, en casa no me respetan, ni el colegio, tampoco los agentes, pero con una arma sí. Crecemos en un lugar en el que es imposible imaginarnos un camino diferente. Se volvió natural ver el muerto ahí tirado. Así que no es solo desaprender, sino desnaturalizarla.

A.P.: A mí me gustaría que la violencia dejara de ser atractiva para volverse grotesca. Construir un posicionamiento más crítico que deslegitimase la violencia desde cualquier perspectiva y así esa respuesta ya no sería válida.

¿Cuál ha sido el papel del Estado?

M.J.P.: Cuando hay 8 millones de víctimas, aunque creo que la cifra ya se acerca a 10, en un país de 42 millones de habitantes, la mayor responsabilidad está en el Estado, que es el que debía protegernos. Pero en Colombia ha sido promotor de la violencia, de manera amañada porque estamos en una democracia, pero en realidad… Se añaden políticas internacionales como las norteamericanas con ‘el plan Colombia’ y todos los millones y millones de dólares que entraron para la lucha antinarcóticos en los 90, que lo único que hicieron fue potenciar a los militares, pero también a los grupos paramilitares en auge. Así empieza a desconfigurarse la guerra. No se daba de la misma manera unos años antes, no porque no fuera igual de terrible, sino porque no se había puesto tal cantidad de dinero al uso de la guerra. Claro que existían los paramilitares, los ‘pájaros’, los ‘chulavitas’, pero había ciertos códigos.

¿Cuáles son las consecuencias?

M.J.P.: Cuando entra esta acción del Estado financiada por EEUU, esos códigos de la guerra se rompen. Empiezan la degradación, la sevicia, el ensañamiento. En la Comuna 13, por ejemplo, hay una mujer lesbiana y lo primero que hicieron fue violarla por lesbiana, violación correctiva que le llaman. Como ella denuncia, la violan 17 tipos delante de sus hijos. Como ella no se rinde, los siguiente es violar a la hija. Eso es ensañarse. ¿Cómo te levantas de eso? Y luego el abandono del Estado, no reconocer siquiera que existen estas víctimas…

A.P.: El conflicto armado en Colombia empezó de una manera, pero con el narcotráfico y los distintos actores que se fueron vinculando se generaron dinámicas de guerra distintas como utilizar el miedo y el terror en las comunidades como estrategia de guerra, como una fórmula para dominar el territorio.

M.J.P.: Y romper el tejido social.

A.P.: Para que se sepa que no tienen límite moral.

M.J.P.: Ya te puedes dar por bien servido si solo te pegaron un tiro porque no te violaron, mataron, descuartizaron, arrastraron…

¿Cómo se recupera a esas personas para formar parte del proceso de paz?

A.P.: Visibilizando esas experiencias. Si no hay verdad, hay impunidad, y la impunidad es un caldo de cultivo para la violencia. Son odios heredados, aquí no ha pasado nada, pues justicia por mano propia. Ojalá algún día, en la educación para la paz en contextos de guerra y de violencia política nos quitemos esas etiquetas y reconozcamos lo humano. El dolor de una madre de un paramilitar es similar al dolor de la madre de un guerrillero. Ahora en el centro está el poder, la economía, el dinero… y la idea es reubicar esa vida, esa humanidad y esa dignidad en el centro. Hay que buscar estrategias más creativas y más inteligentes de enfrentar esos conflictos. Se nos ha vendido que a la guerra solo van los valientes, pero la violencia es una salida relativamente fácil comparada con lo que significa la no violencia, que es más inteligente, más creativa y se demora más en el tiempo.

M.J.P.: Así como se ha sido creativo en la sevicia, no hemos tenido que esperar a que la guerra se acabe para que la memoria sea un herramienta poderosa de resistencia, de dignidad, de visibilización, hasta para cambiar los términos. Fabiola Lalinde dice: “Esto no es resiliencia, nosotros hacemos reciclaje de la adversidad”. En Colombia, en medio de la guerra, la gente se ha inventado metodologías absolutamente originales, hay una creatividad desbordante desde el dolor. Eso es lo que creo que hay que recuperar.

Con esa capacidad de reciclaje, ¿cómo se vivió el ‘No’ en el plebiscito?

“HAY QUE VISIBILIZAR QUE EN COLOMBIA OCURREN COSAS MARAVILLOSAS, COMO LOS GRUPOS DE MUJERES QUE SIN ARMAS PLANTAN CARA A LOS PARAMILITARES”

M.J.P.: Hay dos Colombias, las dos que siempre han estado existiendo. Esas son las que tenemos que lograr que dialoguen y tender puentes donde no se ven. Aunque cuando salió el no, lo primero que me vino a la cabeza es una frase que dice un escolta de mi padre en el documental: “Guerra es lo que quiere este país”.

A.P.: A mí también…

M.J.P.: Fue tremendamente doloroso, pero si no nos hemos caído después de lo que nos han hecho, no nos van a tumbar con el no. Se necesita mucho más. Estos procesos son lentos, pero tengo esperanza.

A.P.: Yo igual… ¿Pero dónde ganó el sí? Donde se había sentido más dura la violencia. La gente ya está cansada de la guerra. Hay que seguir trabajando en visibilizar esas experiencias de no violencia. En Colombia ocurren cosas maravillosas como grupos de mujeres que sin armas plantan cara a los paramilitares. En el proceso de paz debe haber mujeres, campesinos…

Precisamente la llamada ‘ideología de género’ fue clave en el resultado…

A.P.: Eso no existe.

M.J.P.: Dijeron que si se reconocía la comunidad LGTBI, se destruía la familia. Usaron un lenguaje peligroso porque las que han mantenido la base social colombiana han sido las mujeres. No porque ellos fueran inexistentes, sino porque los mataron. En este proceso guerrilleras como la comandante Victoria (Sandino) empezaron a hablar de género dentro de las filas y cuando llegaron a los campamentos llegaron con el morral, el fusil y el bebé. Ellas se empezaron a pensar en términos de género en una organización insurgente como las FARC, que no lo hacía.

A.P.: De hecho, para muchas mujeres, unirse a las guerrillas era una opción para huir de la violencia machista, si bien dentro de las FARC también había otras dinámicas violentas, pero la insurgencia se presentaba como una forma de salir. Lo que se intentaba era incluir el enfoque de género en los acuerdos, es decir, visibilizar las modalidades de violencias específicas que se dieron: reconocer que las mujeres vivieron la guerra de una manera distinta porque los actores armados asumieron como parte del territorio el cuerpo de las mujeres, que la comunidad LGBTI tuvo unas formas de victimización distintas… Eso lo transformaron en ideología de género que ni tan siquiera existe, lo que da cuenta de la manipulación de la información.

Más de 50 líderes sociales han sido asesinados entre enero y julio de este año. ¿Veis peligrar el proceso de paz?

M.J.P.: El documental no es una historia exclusiva de hace 27 años. Tenemos una oportunidad histórica, pero esa paz es terriblemente frágil. En los 90 se asesinó a una generación de líderes sociales y políticos y quedó una sociedad acéfala. Cuando tu matas eso se retrasa la transformación social de un país. Ese es el riesgo que hay hoy. A las líderes las asesinan porque se están imaginando un país, un territorio, una comunidad. Eso es lo que están asesinando en realidad.

A.P.: Es un paz muy frágil y es fundamental que el Estado reconozca que los paramilitares siguen activos. Aún así es tanta la resistencia, tanto el trabajo de base… Nosotras de alguna forma estamos contribuyendo con ese proceso, aunque sabemos que posiblemente no vayamos a verlo y quizá la siguiente generación tampoco, porque es lento, pero sí veo un cambio.

M.J.P.: Yo hablo con jóvenes de mi país y no puedo llegar con desesperanza. Si uno quiere que la gente luche y se levante hay que llenarla de motivos y de fuerza. Así que aunque a veces sea pesimista, no me puedo permitir ser pesimista en público.

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