Conversar es cuidar. Dialogar más allá de Catalunya
"Mantener un debate sano de ideas se ha convertido en una aspiración utópica", escribe la autora.
A lo largo de mi vida sólo he conocido unas pocas parejas que tras una vida juntos se querían o se siguen queriendo. El resto, no sólo es que no se quieran, sino que se detestan de una manera argumentada, tenaz e incansable. Destinan enormes esfuerzos y cantidades de tiempo a demostrarse el desprecio que sienten mutuamente y pareciera que sólo permanecen juntas con el propósito de recordar diariamente al otro la ingente cantidad de razones que tienen para menospreciarse.
Esta aplastante experiencia es compartida por muchas de las personas de mi entorno. Hemos crecido viendo a nuestros abuelos, tíos y conocidos agredirse verbalmente, castigarse con el silencio activo o mofarse del otro a la mínima oportunidad. Y no estoy hablando, en esta ocasión, de cuando directamente hay violencia física. Estoy hablando de que hemos crecido normalizando el maltrato y viendo como una excepción los cuidados elegidos, el aprecio; qué decir de la complicidad, la alegría compartida y los mimos. Siendo esta nuestra escuela, no debería extrañarnos lo fácil que hemos llegado a este punto en el que la asfixia económica a la que nos ha sometido esta crisis, la complejización del panorama político, la omnipresente cultura de la tertulia televisiva basada en el insulto y el grito, y el concienzudo ejercicio de algunos medios de comunicación por inocular el virus del odio hayan terminado de polarizar tanto a la sociedad que son muchas las familias y grupos de amigos que se han visto divididos, enfrentados y, como consecuencia de ello, alejados.
Mantener un debate sano de ideas se ha convertido en una aspiración utópica para muchas personas que vemos cómo exponer argumentos e ideas es entendido por otras muchas como una afrenta, como un ataque personal. Así pues, las conversaciones sobre el tiempo han salido del ascensor como una estrategia para evitar confrontaciones, socavando más el abismo, convirtiéndonos poco a poco en desconocidas para la otra, alimentando las suspicacias y sospechas, y alejándonos de la única cura que nos podría salvar de la atomización endogámica: el diálogo.
Dialogar no debería ser sólo una demanda dirigida a la cuestión catalana: necesitamos urgentemente poder dialogar sana, respetuosa y sinceramente sobre todas las cuestiones en nuestros hogares, con nuestros vecinos y vecinas, con las amistades, con la farmacéutica, el taxista y la kiosquera. Esta autocensura a la que nos hemos acostumbrado, esta mirada censora con la que amedrentamos al que osa verbalizar lo que no se ajusta al cien por cien con nuestras ideas o valores nos están enfangando la vida y limitando nuestro acceso a lo que para no hace tanto tiempo viajábamos y nos formábamos: ampliar nuestro horizonte con la pluralidad de ideas, opiniones e incertidumbres.
De lo contrario, seguiremos profundizando en una endogamia y guetización ideológica contrarias a la cohesión y a la convivencia, aliadas de la fractura y polarización sociales, antagónicas a la celebración del ejercicio del libre pensamiento y de la alegría de compartir, debatir, consensuar y discrepar sanamente. Pero sobre todo, estaremos renunciando a contar con una base de valores comunes desde los que construir entre todas y todos una sociedad compartida. Estaremos resignándonos, en definitiva, a una vida mucho más triste, solitaria, maltratadora y pobre. Y aunque sea porque de silencios agresivos y de gritos extemporáneos ya hemos estado bien servidas, deberíamos tener claro a estas alturas que al que grita no se le escucha, que el que no sabe callar no escucha, que para entender hay que escuchar. Y que sin todo eso, no se puede pretender dialogar, conversar: el primer paso para empezar a sanar esta sociedad.