‘Verano del 93’. Y tú, ¿por qué no lloras?
La película de Carla Simón disecciona con gran claridad y madurez psicológica los estragos de la contención emocional, un tema que empieza a ser recurrente en el cine actual: ¿un antídoto contra el desapego?
[Atención: contiene spoilers]
Josef Breuer y Sigmund Freud, iniciadores del psicoanálisis, denominaron método catártico a la expresión de una emoción presente reprimida que genera un ‘desbloqueo’ súbito (aunque duradero) de dicha emoción o recuerdo. El cine, que nació a la vez que el psicoanálisis, parece también invariablemente al servicio de este propósito: la catarsis. Y en los últimos tiempos cada vez son más las películas que con gran éxito tratan de una manera específica y depurada en qué consiste su dinámica.
La escena final de la familia arropando la explosión del llanto retenido de Frida, es la misma que en la brillante Inside out (2015). Encontramos también el mismo argumento en Un monstruo viene a verme (2016), gran producción española con la que J.A. Bayona, sin embargo, jamás competirá a los Óscar: pese a ser aclamada por el público no ha contado con la misma suerte entre muchos críticos que la tacharon de exhibicionista por hacernos reventar de llanto en plena sala. Al igual que estos filmes, Verano del 93 se centra en contar esencialmente todo lo que acontece cuando no se sabe o no se puede expresar una emoción. Una mirada minúscula que disecciona y revela, cual terapia, lo complejo que se hace todo cuando no es posible fluir con facilidad. Cuando un acontecimiento intenso, una falta de abrigo, la culpa o la autocensura nos impide conectar con nosotros mismos.
La era del vacío
En el mundo del espectáculo que impera en nuestras macro y microsociologías todo “debe ir bien”. Mostramos nuestro mejor perfil, las pequeñas victorias; “compartimos” (por llamarlo así), previa selección pragmática, solo aquello que no deja al descubierto una sola mácula del personaje interpretado. A veces el guión viene dado por imposición y, otras, de manera más consciente (y cínica), somos cómplices de él. La socióloga Eva Illouz (2012) habla de la competición por ser “el que menos siente” a la que hemos reducido nuestras relaciones.
Gilles Lipovetsky ya alertaba en La era del vacío de una realidad cada vez más abrumadora: “resulta incómodo exhibir las emociones, declarar ardientemente el amor, llorar, manifestar con demasiado énfasis los impulsos emocionales”, y sin embargo “nunca hubo tal ‘demanda’ afectiva como en estos tiempos”. Así que “el drama es más profundo que el pretendido desapego cool”: no se ha dejado de sentir, pero siempre que sea de manera lo suficientemente cómoda y aparentemente laxa, discreta. La realidad, sigue diciendo el filósofo francés, es que cuanto mayor es la posibilidad de encuentro con el otro, mayor también es “la soledad, el vacío, la dificultad de sentir, de ser transportado ‘fuera de sí’; de ahí la huida hacia delante en las ‘experiencias’ que no hace más que traducir esa búsqueda de una ‘experiencia’ emocional fuerte”.
La importancia del tono
Además de su cuidada realización y dirección de actrices y actores, el acierto de Verano del 93 es tratar lo minúsculo sin tragedia ni melodrama, a la manera de un objetivo documental, aunque no lo sea. La misma autora, Carla Simón, así lo ha confirmado: puso especial empeño en cuidar ese tono aparentemente natural con el que narra su episodio autobiográfico. Tan contenido como el llanto de su protagonista. Un “estilo visual, tan elaborado como libre de todo exhibicionismo”, valora Jordi Costa, con el que se van describiendo detalladamente las extrañas formas que adquiere ese sufrimiento sordo e indefinido que no puede ser expresado hasta que por fin se libera.
Ha sido un acierto, sin duda, pero también deja al descubierto una serie de contradicciones que me planteo y me gustaría compartir: ¿por qué funciona este tono distanciado?, porque es el mismo que mantiene la protagonista a lo largo del filme, denota el mismo extrañamiento ante el dolor: cierto. No tendría la misma fuerza expresiva, artística, si pretendiendo llegar a liberar el sentimiento, partiéramos de él. Pero esa es la razón estética y me gustaría ahondar todavía más allá en este artículo que comienza con ese ‘Y tú, ¿por qué no lloras?’. Plantearme cuánto hay en quienes aplaudimos este especial cuidado por la expresión contenida y no exhibicionista del dolor, de eso mismo. Cuánto hay, en la alegría que sentimos con la catarsis final de la película, de nuestra necesidad de liberarnos del aprisionamiento al que hemos confinado el duelo. ¿Cuánto hay de Frida en nosotros? Cuánto de esa niña que ignora qué hacer con su pérdida, que se mantiene distanciada de ella como si de una brasa incandescente se tratara y la usa solo por el interés que despierta, para integrarse en el juego de los demás y ser la favorita de sus inmaduros abuelos. Y eso es lo que ha hecho de Verano 1993 un éxito.