La migración como performance
¿Cómo impactan las fronteras en los cuerpos e identidades de las personas migrantes? ¿Cómo nos ven los residentes del país al que llegamos? ¿Cómo nos vemos a nosotras y nosotros mismos?
Todas las culturas han dejado registro de la elaboración de mitos fundacionales en los que se aborda el viaje como medio para formarse y encontrarse a uno mismo. A través de los siglos, se han narrado historias que tratan sobre dejar la tierra natal y su comunidad, para llegar a un lugar lejano donde los personajes se someten a pruebas, se asombran y se transforman.
Así, no es descabellado pensar en el viaje como uno de los anhelos más primitivos de la humanidad; una de las formas más básicas para completarnos a nosotros mismos, y que permite que los mundos, los ojos y los corazones se abran. Hoy día, la lógica de las fronteras y la hiper-legalización de la migración y deportación, han terminado por criminalizar este deseo básico y natural de la humanidad. 1
En este contexto, vale la pena preguntarse qué es una frontera. ¿Cómo podemos concretar de manera tan certera y tajante los límites entre una cultura y otra? ¿Qué se está separando si no, en todo caso, mercados y políticas? Todas las respuestas posibles sólo terminan por poner en evidencia que las fronteras no son naturales, y, de paso, nos recuerdan la aportación del viejo Austin que propone que la realidad puede ser modificada por la palabra a través de los enunciados performativos. Lo explico brevemente: en ciertos rituales sociales, una persona, dotada de prestigio y legitimada dentro del contexto en el que se desenvuelve, tiene la facultad de modificar simbólicamente la realidad. Por ejemplo, el cura que, con la famosa frase para concluir la ceremonia y consolidar el nuevo vínculo, convierte a una pareja en un matrimonio, modificando la identidad de ambos.
Si, en términos materiales, lo único que nos sirve para ver, reconocer y reproducir después en el mapamundi una frontera, son los señalamientos –y los muros en varios casos-, se puede decir que ésta está definida más que nada por medio de una performance. En este caso, el cura sería reemplazado por los Estados y sus políticas migratorias que designan y reclaman territorios. Esta performance de las fronteras se reproduce y perpetúa a través del cruce de personas, pero son el mercado y la política quienes, a través de una construcción discursiva, las define según su interés, definiendo a su vez, como consecuencia, las relaciones sociales de poblaciones enteras.
Por ejemplo, en la frontera entre México y EEUU, la industria y las maquilas son las que moldean la realidad de las poblaciones aledañas. Todo comienza cuando las empresas estadounidenses, necesitadas de mano de obra barata, se sitúan en la frontera para obtenerla de mexicanos dispuestos a trabajar con un salario considerablemente más bajo de lo que cobrarían los obreros estadounidenses en su país por el mismo tiempo. Sin contar que así las empresas se eximen de toda responsabilidad social al contratar extranjeros, pues, al final del día, las relaciones y espacios de sus trabajadores le son ajenas.
Esta falta de interés humano se puede ver reflejada en hechos concretos como que la mercancía puede cruzar la frontera con facilidad, pero los empleados que la producen no. ¿Acaso no resulta contradictorio el hecho de vivir en una era en la que el capital se mueve alrededor del mundo con mayor libertad que nunca antes, mientras que el movimiento humano, también en aumento, sea objeto de mayor escrutinio?
Las condiciones laborales y de vida social de la clase trabajadora no son cuestiones ajenas entre sí, se retroalimentan para transformarse y definirse todo el tiempo. La gran oferta y demanda de la prostitución en la frontera está relacionada tanto por los tipos de trabajo, como por los salarios de las trabajadoras: mujeres que necesitan más ingresos, hombres mexicanos y estadounidenses que cruzan para gastar su sueldo en sexo y trabajadores en general que, tras una jornada laboral larga y repetitiva en la fábrica, necesitan “desahogarse” en un ambiente nocturno inmiscuido con la ilegalidad. Al final, todo termina por construir una performance ambiental específica que propicia, entre otras cosas, prácticas violentas como el feminicidio2.
Pero lo que me interesa abordar en este texto, son las implicaciones de las fronteras en los cuerpos e identidades de las personas migrantes. La performance de la frontera ayuda a construir, reproducir y perpetuar la performance de la migración tanto por quienes la llevan a cabo, como por las sociedades que ‘los reciben’. ¿Cómo nos ven, a nosotros los migrantes, las políticas migratorias? ¿Cómo nos ven los residentes del país al que llegamos? ¿Cómo nos vemos a nosotros mismos en nuestro lugar y cómo nos vemos en un espacio ajeno? ¿La respuesta de una de estas preguntas influye en la respuesta de las otras?
Cuando la ‘pertenencia’ a un lugar está razonada a partir de pasaportes y visas, se termina por crear una dinámica basada en la otredad, y comienzan a aparecer los ‘no ciudadanos’, los que no pertenecen. Como advierte Sara Ahmed, el simple hecho de tomar por sentado la equivalencia entre extranjero–extraño, produce ya a priori relaciones de antagonismo social. También resulta importante poner sobre la mesa que no todo tipo de migración está criminalizada. Para las políticas migratorias, existen los “buenos” y los “malos migrantes”. Por un lado, están aquellos que, o vienen de países con prestigio – que normalmente se localizan al norte- o tienen alguna profesión a la que la hegemonía ética le da el visto bueno. Los migrantes ‘indeseados’ serían aquellos que comprometen el orden de las ciudades, por no contar con estudios, empleo, solvencia económica o, simplemente, por provenir de países estigmatizados.
La mirada totalizadora de la supremacía blanca determina quién tiene el derecho a viajar y a un horizonte económico ilimitado a partir del aspecto y lugar de donde se proviene3. De la misma manera que sucedió en la conquista de América, se generaliza una ideología que se afirma a sí misma a través de la negación del otro. Es por eso que hablar de migración termina por clarificar la conexión cercana que tiene con el racismo. Martha Casaús define el racismo como “(…) la valorización generalizada y definitiva de las diferencias reales o imaginarias, en provecho del acusador y en detrimento de la víctima, para justificar sus privilegios y su agresión”4.
Los gobiernos y ciudadanos que ven en el ‘extraño-extranjero’ una amenaza a su orden, reafirman su identidad con mayor fuerza a partir de la diferencia entre los que ‘pertenecen’ y los otros, aún a pesar de que ‘el migrante’ no exista como un grupo, sea una abstracción ahistórica y performática, y no se le pueda unificar como un grupo homogéneo.
Para tratar de comprender cómo inciden las fronteras y sus políticas en las personas migrantes, me parece primordial comenzar por destacar que el racismo no sólo afecta en lo racional –intelectual-, incide en la identidad5. La performance del migrante depende de cómo la sociedad asimila y se relaciona con dicha performance. Uno no es el mismo antes de migrar que después de hacerlo. Cuando la economía define el tipo de trabajos a los que se puede aspirar, volverse migrante cambia la percepción de uno mismo y lo coloca en un nivel social distinto del que tenía en su país.
Así, como ya se podía advertir con el ejemplo que he dado sobre las maquilas en la frontera, resulta cada vez más evidente cómo la economía y la política definen las relaciones sociales. El ‘ser’ migrante se suma a la lista de factores que generalizan, categorizan y a partir de las cuales el sistema y la sociedad da determinados juicios de valor a las personas: el sexo, la clase, la raza.
En la búsqueda de nuevas oportunidades en lugares ajenos al de nacimiento, cuando uno se ve juzgado a partir de las categorías mencionadas que deshumanizan, las noticias y las teorías se vuelven cada vez más tangibles en los cuerpos migrantes: ¿qué vidas y qué opciones existen verdaderamente en una tierra que se jacta de tener una mayor libertad y gama de posibilidades?
La precariedad de las personas migrantes, que ahora ya no resulta una coincidencia –como tampoco lo es la relación entre el índice de pobreza y las poblaciones indígenas-, sumada con un nuevo ritmo de vida delimitado por la necesidad de optimizar la producción para obtener ingresos económicos que posibiliten la existencia, terminan por generar una conducta que despierta en el migrante una actitud que podría nombrarse eufemísticamente como ‘flexibilidad”.
La opresión económica y social incide directamente en la identidad cuando uno de pronto se pregunta: ¿Qué trabajos estoy dispuesto a hacer?, ¿qué trato estoy dispuesto a obtener? La respuesta, empujada por los aprietos, puede tender hacia la desdignificación de la persona. Se aceptan trabajos que no se aceptarían en otras condiciones, se toleran tratos humillantes, etc. La gravedad de la cuestión se acentúa cuando el opresor genera sentimientos de culpabilidad en el oprimido y le hace sentir que debe estar agradecido. De nuevo, un comportamiento colonialista.
Basándome en mi experiencia personal, puedo decir que gran cantidad de migrantes, ante la dificultad de obtener papeles, permisos de trabajo y seguridad social, consiguen trabajo ‘en negro’ –sin contrato- en el área de cuidado y reproducción. Algunos ejemplos de los más comunes son el cuidar niños, personas con alguna discapacidad, personas mayores; así como cocinar y limpiar. En otras palabras, buena parte de migrantes se dedican a proporcionar condiciones de bienestar, pero ¿qué reciben?
Ante este panorama, no es extraño que comiencen a suscitarse estrategias para evitar y mitigar la violencia que se sufre. Morna Moncleod, académica y activista feminista, me introduce al término passing, cuando lo utiliza para estudiar el fenómeno que se suscita cuando, ante la violencia racista que golpea las identidades de los indígenas que migran a la ciudad, ellos en respuesta deciden dejar de usar sus trajes y comienzan a adoptar conductas, gestos y entonaciones que los ‘hagan pasar’ por algo distinto de aquello a lo que le adjudican la violencia de los otros.
Sin duda, la práctica del passing está relacionada con la performatividad de una persona dentro de un entorno para que, a través de cambios decididos sobre qué se muestra de uno y cómo se muestra, se pueda generar una respuesta social distinta sobre ellos. Pero más allá de siquiera detenernos a elaborar un juicio moral sobre el asunto, me interesa hablar del passing para abordar las prácticas de resistencia que existen.
Para este escrito, entiendo como ’prácticas de resistencia’ simplemente todas aquellas conductas o actos que una persona hace con el objetivo de sobrevivir. Incluso el representarse subordinados y sumisos, justo como el opresor quiere ver a los ‘otros extraños’, es una forma de resistir. Sin embargo, esta práctica corre el riesgo de volverse peligrosa y violenta contra la propia persona que la lleva a cabo cuando, al admirar a los opresores y copiar costumbres para obtener trabajo y evitar en la medida de lo posible humillaciones, se pierde la noción que permita diferenciar entre la identidad socialmente aceptada y la autoidentidad. Es decir, el concepto que cada quién tiene de sí mismo.
“¿Cuándo será posible destituir políticamente una visión que sociohistóricamente da por sentado lo que presumiblemente cuenta como realidad corporal en las prácticas del colonialismo?” 6
Mientras esperamos la respuesta, me gustaría destacar los intentos de la Generalitat de Calatunya (donde resido) por fomentar la inclusión social. Sin lugar a dudas, Barcelona tiene índices de migración tan importantes como pueden tenerlos ciertas grandes ciudades de Estados Unidos. Los apoyos y facilidades para integrar desde la infancia a la sociedad, a través un plan de ciudad que apunta hacia la ‘multiculturalidad’, son importantes. Ejemplos de esto pueden ser las clases de catalán gratuitas, las opciones culturales que se ofrecen especialmente –o no- a comunidades migrantes, la escolaridad obligatoria y pública a todos los niños y niñas, sin importar raza ni clase económica.
La lista podría seguir. Sin embargo, la inclusión social aún está en el campo de la utopía. Yo misma, mujer latinoamericana –blanqueada- de clase media y estudiante, me enfrento con dificultades burocráticas para obtener un número de seguridad social que me permita trabajar, y los manteros que venden mercancía variada en las aceras de las áreas turísticas de la ciudad aún esta noche serán perseguidos, golpeados, criminalizados y deportados.
Sin duda los esfuerzos institucionales importan. Pero también se necesitan soluciones humanas. Es por eso que las humanidades deben de seguir estando presentes.
Una vez que el acto de viajar pueda ser visto como una práctica cultural sin juicios morales, la residencia también tendrá que ser reconcebida. Mucho de esto depende de la respuesta de los ‘anfitriones’ que ya están en casa, que pueden ayudar u obstaculizar procesos de integración. Es necesario visibilizar el reclamo de personas autóctonas que, indignadas ante la detención de migrantes, que expresen ‘enojo e indignación en nombre de la empatía y dignidad humanas‘ 7
Y, aun así, es fundamental no dejar de tener en cuenta que, al igual que las personas migrantes han generado y siguen construyendo sus propias prácticas de resistencia, no es el papel de los ‘anfitriones’ empoderarlas, sino brindarles apoyo; propiciar y luchar a su lado por una vida digna que esté al alcance de toda la ciudadanía.
Como dice un viejo dicho feminista, al que siempre recurro: nadie libera a nadie ni nadie se libera solo. Nos liberamos en común.
1 Cox, Emma. Theatre & Migration, 2010.
2 Biemman, Ursula. Performing the border. Suiza. 1999. 43’. VOSE. Material disponible en YouTube.
3 Ibid
4 Casaús, Martha. La reconceptualización del racismo y de la discriminación en Guatemala.
5 Ibid
6 Chivalán, Marco. Los ojos: “reguladores en las prácticas racistas y civilizatorias”.
7 Cox, Emma. Theatre & Migration.