Populismo punitivo, o cómo se instrumentaliza el dolor de las víctimas
El debate sobre la prisión permanente revisable se ha reavivado con el hiriente caso de Diana Quer. El populismo punitivo se ha puesto en marcha, recogida de firmas mediante, para explotar las inseguridades colectivas y restringir así libertades fundamentales. El énfasis en el castigo no debe desviar la atención de las obligaciones del Estado de prevención, reparación y garantía de no repetición.
Las sucesivas reformas endurecedoras del Código Penal de 2003 han sido presentadas como auténticas conquistas sociales, que obedecían a la necesidad de adaptación a las nuevas formas de delincuencia, de amparar los derechos de las víctimas y de atender la repulsa social contra determinados crímenes. En la más pura lógica del marketing punitivista, estos debates se han acompañado de recogidas de firmas millonarias reclamando “mano dura” e, incluso, con apariciones de familiares de algunas de las víctimas bendiciendo el endurecimiento penal. La última vuelta de tuerca represiva, la incorporación en 2015 de la “prisión permanente revisable”, ha generado una intensa polémica, que se ha reavivado con el hiriente caso de Diana Quer. ¿Cómo posicionarnos desde los feminismos entre la solidaridad con las víctimas y las supervivientes y la deriva punitiva del Estado?
Para situarnos, es útil adentrarnos en el fenómeno del “populismo punitivo”: fórmula política y penal que se contextualiza en la expansión neoliberal, la quiebra del Estado del bienestar y el auge del neoconservadurismo. El “populismo punitivo” se define como la estrategia ideológica, manipuladora y reaccionaria del Estado de explotar las inseguridades de la colectividad para neutralizar ciertos debates sociales y criminalizar selectivamente ciertas conductas y sectores sociales para ir restringiendo libertades fundamentales. Este cambio de paradigma, de pasar de asegurar el orden social a través del control en lugar de a través del Estado social, fue definido en 2011 por Garland como “gobernanza a través del delito”. ¿Porqué funciona tan bien la fórmula punitivista?
Una de las claves de su éxito permanente es la de su habilidad comunicativa. Esta cumple con la mayoría de parámetros con los que Chomsky definía la manipulación informativa: genera un efecto balsámico al ofrecer soluciones fáciles y rápidas ante un fenómeno complejo, selecciona los problemas a los que dará relevancia, introduce medidas de forma gradual, provoca respuestas emocionales, oculta datos objetivos y opiniones expertas y apela a los análisis oficialistas sobre la materia. Nuestra era de la post verdad es terreno fértil para su proliferación.
Desde la criminología crítica, referentes como Larrauri, que ha analizado en profundidad el “populismo punitivo”, nos ayudan a diseccionar cómo operan sus ejes ideológicos. El primero de ellos pasa por el abandono del ideal resocializador, legitimando la neutralización del infractor. Para ello, se despolitiza la delincuencia redefiniéndola como un acto de responsabilidad individual. Se deshumaniza el “delincuente”, ese “otro” que se autoexcluye voluntariamente. A la transgresión de la norma se le añade el reproche moral de haber traicionado el bienestar colectivo, neutralizando así cualquier atisbo de empatía. Su representación adopta formas más sofisticadas y peligrosas, pasando a la categoría de enemigo del que la “mayoría” tiene derecho a defenderse. También muta la significación política del delito que pone el foco en la delincuencia menor y el incivismo, desviando la atención de otros delitos más nocivos. A pesar de su reconocida incapacidad para ello, la cárcel y la severidad de las penas se presentan como la forma más eficaz para frenar la delincuencia. Se asocian de manera falaz tasas de encarcelamiento con criminalidad, se obvia el patrón sociocultural de quienes acaban en prisión y se recurre subliminalmente a la función simbólica y moralizante de la cárcel, de recordatorio de cuál es el destino final del camino de la exclusión social.
El segundo eje pasa por el uso electoralista de la lucha contra el delito y la inseguridad. Se distorsiona la realidad proyectando un auge de la delincuencia y la impunidad o insignificancia de las penas que se aplican. Algunos estudios ilustran cómo el poder político crea estado de opinión focalizando el interés en determinadas problemáticas. La construcción de los problemas sociales en clave delictiva evita que el Estado se responsabilice de las consecuencias de sus políticas y ofrecer una solución tangible: el castigo al “delincuente”. Se genera un aliviante efecto balsámico al ofrecer un chivo expiatorio contra el que proyectar toda la indignación y la ansiedad que generan las actuales condiciones de vida. La emergencia de la quiebra de los valores de la sociedad justifica la adopción de medidas drásticas, que se venden en clave de provisionalidad y excepcionalidad, sabiendo que su finalidad es acabar normalizándolas. El endurecimiento del sistema represivo se legitima sobre un pseudomandato democrático, surgido de la obligación de atender las demandas sociales mayoritarias, por muy vindicativas que sean. Ello facilita el consenso y la obtención del beneplácito político de derechas e izquierdas. Detrás de esta idea se esconde el modelo de Estado liberal, que ancla el carácter democrático de sus decisiones en la representatividad de la mayoría, frente al Estado social constitucionalista, que se fundamenta en el respeto a los derechos fundamentales.
El tercer eje pasa por la instrumentalización del dolor de las víctimas y de las supervivientes y de la empatía social que suscitan. El punitivismo se presenta como abanderado de sus derechos, otorgándoles el lugar destacado que se merecen en el sistema penal y en la promulgación de leyes. Los derechos de las víctimas se presentan en una aritmética engañosa: la concesión de derechos a los infractores va en detrimento de los derechos de las mismas, negándoles la obtención de justicia y reparación. Con ello, se apropian y distorsionan las reivindicaciones de las víctimas y supervivientes del delito que, por cierto, ni tan siquiera son las que más ansias punitivas presentan.
El falaz discurso de priorización de las víctimas y de las supervivientes choca frontalmente con la realidad. El Estado dedica nulos esfuerzos a analizar sus necesidades, mientras que los recursos económicos que se dedican a su atención son insuficientes. Se invisibiliza la violencia institucional y se presta nula atención a la criminalización de las mujeres y a su tratamiento en prisión. Se penalizan sólo parte de las formas de violencia de género, el índice de impunidad es escandaloso y el grado de implementación de leyes como la de violencia de género de 2004 o la del estatuto de la víctima de 2014 sigue siendo escaso. En general, el acceso a la Justicia de las mujeres sigue siendo una asignatura pendiente. ¿Qué enseñanzas nos proporciona el feminismo jurídico respecto de la apuesta por el Derecho Penal para proteger a las mujeres?
Autoras eméritas como Bodelón sitúan el recurso del feminismo español a la legislación penal, con la legitimación represiva que implica, como una estrategia de denuncia más que como una búsqueda de soluciones. El énfasis en el castigo desvía la atención de las obligaciones del Estado de prevención, reparación y garantía de no repetición. La aplicación del Derecho Penal no soluciona el conflicto ni resarce a la víctima y genera nuevas discriminaciones. Se desplaza el concepto de “opresión” de dimensión estructural hacia el concepto de “victimización”, que reduce el problema al daño individual y se enfatiza la victimización primaria respecto de la secundaria, producida por el funcionamiento de la Administración. Maqueda, por su parte, sentencia la nula capacidad del Derecho Penal de aportar a la transformación social y al empoderamiento de las mujeres. Al revés, alerta de que la excesiva tutela de las leyes sobre las vidas de las mujeres, la “colonización legal”, nos priva del control de nuestras necesidades y de la autonomía de nuestras decisiones. El Estado ofrece protección a cambio de obtener la subordinación y obediencia de la mujer, cuando no de criminalización secundaria, imponiendo la denuncia, la renuncia al perdón, la asunción de un conjunto de dispositivos de control y encarcelación por desobediencia.
En conclusión, es legítimo, comprensible y respetable que desde el dolor se pueda reivindicar “mano dura” contra los victimarios, pero la empatía y solidaridad con las víctimas y con las supervivientes no nos puede llevar a aceptar que el Estado guie su política criminal en relación a ello. El Derecho Penal no puede prescindir del sistema de garantías que le estructura ni fundamentar su acción en la peligrosidad en lugar de la culpabilidad. Apartarnos de esta concepción nos aboca a asumir la neutralización de individuos y la imposición de penas inhumanas y degradantes, incompatibles con la dignidad personal y con los Derechos Humanos, los mismos que exigimos que se nos respeten.