Ser científica hoy: sobre trenes perdidos y horizontes deseables
¿Está respondiendo la ciencia a las demandas sociales?, ¿es lógico que la investigación se base en un sistema productivista y, supuestamente, meritocrático y de excelencia?, ¿qué obstáculos se encuentran las mujeres en este ámbito? Las autoras abordan estas cuestiones en primera persona y reflexionan sobre las maneras de hacer ciencia.
Camila Monasterio y Alba Gutiérrez Girón*
Escriben estas líneas unas científicas, ¿o ex-científicas? Ahora mismo estamos en un limbo. Lo que sí es verdad es que durante toda nuestra vida adulta nos hemos formado y ejercido como investigadoras en Biología: con doctorados, postdoctorados, impartiendo docencia universitaria, y realizando estancias en centros internacionales. Todo el lote. Seguimos ese camino por amor a la naturaleza, guiadas por la curiosidad que nos despertaba y con la satisfacción de compartir lo aprendido. El trabajo de campo, las horas de estudio, y la redacción de artículos han sido siempre algo placentero y compensaba la enorme incertidumbre que pesa sobre las cabezas de quien empiezan a dedicarse a esto.
En estos momentos nos encontramos fuera del circuito, y, según parece, sin vuelta atrás. Y es que la carrera investigadora hoy día es una de esas desenfrenadas, vamos, que no puedes parar. Y esto no es porque el trabajo científico en sí exija que te encomiendes a él por encima de cualquier otra cosa, sino porque el modelo de hacer ciencia (o sea, de conseguir el puesto laboral que te permita continuar con tu trabajo de forma normal), está basado en un sistema productivista cuyo principal baremo es el número de publicaciones firmadas con tu nombre que figuran en revistas internacionales de impacto*. “Mujer, algún criterio tiene que haber, y al fin y al cabo, las publicaciones son reflejo de la calidad del trabajo. Además, están refrendadas por toda una comunidad que se autorregula”, pensaréis. Y tiene parte de verdad la afirmación pero, no nos engañemos, esto de publicar no es totalmente democrático y todo el mundo que lo ha practicado sabe que hay otros factores, además de la calidad del trabajo, que influyen en que tu artículo sea o no aceptado en una determinada revista, desde el tema de al investigación, al interés económico o social que haya detrás, o incluso los apellidos de quienes firman.
Y la cuestión de fondo es: ¿se hace una ciencia de mayor calidad con este sistema meritocrático? Y aquí es cuando hace aparición un concepto clave: ‘excelencia’. Este concepto simboliza aquello a lo que se pretende llegar haciendo ciencia. Lo elevado, lo brillante, lo reservado a aquellas personas de capacidades fuera de lo normal. Y es verdad que los anales de la ciencia están marcados por hitos conseguidos gracias al genio de seres de inteligencia casi sobrenatural. Pero también es verdad que hay mucho trabajo científico de hormiguita, que sólo es posible de construir poco a poco, de forma concienzuda y sistemática. Y que esta base de conocimiento, si se comparte, si se utilizan formas más colaborativas de trabajo, puede ser una fuente de conocimiento de gran valor. Resulta que, de hecho, el modelo actual penaliza la colaboración, donde trabajos firmados por muchas personas (porque un extenso trabajo de campo, por ejemplo, requiere mucha gente a la obra), no suele valorarse positivamente en el currículum porque no luce tu protagonismo.
Toca además preguntarse si esta excelencia científica está respondiendo a las demandas sociales, haciendo del conocimiento un motor por el bien común, o, si por el contrario, más bien va de camino de convertirse en una especie de Olimpo con el que es complicado dialogar. Ojo, que no decimos que no haya profesionales de la ciencia haciendo un gran y necesario trabajo. La cuestión es que podría haber más si se reformulase el modelo. Porque lo que está claro es que esta competición barre del mapa a mucha gente valiosa. Y aquí entra otro concepto clave. Por mucho compañerismo, por muchos cafés de debate científico, por muy agradable que sea nuestro ambiente de trabajo, condiciones que no siempre se dan, al final, es una competición.
El hecho de que tu currículum académico sea valorado en términos de producción individual hace que esta profesión sea muchas veces incompatible con momentos de la vida en los que hay que poner otras cosas en el centro: sean estas otras cosas la creación de una familia o un ser querido con problemas de salud a quien hay que cuidar. ‘Cosas’ que no son baladí. La realidad es que estas situaciones se nos presentan a las mujeres como grandes encrucijadas vitales, mientras que a los hombres, no necesariamente. Porque no se habrá pasado por alto que las abajo firmantes somos mujeres, científicas (¿ex-científicas?), y, claro, tenemos algo que decir a ese respecto. Aunque las instituciones académicas e investigadoras son lugares donde se dan situaciones de machismo y nos parece relevante visibilizarlo, no nos vamos a detener en ese aspecto hoy.
Afortunadamente, hemos disfrutado de relaciones sanas con nuestro colegas, aunque, cómo no, en algún momento hemos tenido nuestros conflictos y pesares. Pero es que incluso, en el idílico caso de que no hubiera ni el más mínimo problema por ser mujeres a la hora de desarrollar la profesión científica, al final, esas encrucijadas vitales de las que hablábamos llegan. Y, si te detienes para tratar de tomar una decisión, el tren de la carrera investigadora pasa a toda velocidad. Y lo ves irse con cara de pasmo. Aunque la maternidad es un buen ejemplo de hasta qué punto tu proyecto personal puede entrar en conflicto con tu dedicación laboral, no es el único condicionante. Además, no todas las mujeres compartimos el deseo de ser madres. Pero sobre casi todas las mujeres recaen las tareas relacionadas con los cuidados. También, con mucha mayor frecuencia, la apuesta de la unidad familiar no contempla seguirnos a nosotras a cualquier parte del mundo si eso supone sacrificar la carrera profesional de tu cónyuge: “Cariño, me ha salido una postdoc en Vladivostok. ¡Es una gran oportunidad! Tú seguro que encuentras algo de freelance, ¿qué me dices?”.
Con esto no queremos decir que no haya mujeres que siguen en la carrera investigadora siendo madres, con o sin pareja, recorriéndose el mundo de cabo a rabo. Incluso ambas cosas. Algunas lo consiguen. Esperemos que muchas sean muy felices, aunque nos tememos que la mayoría irán con la lengua fuera. Hay que tener en cuenta que en la carrera investigadora cuenta mucho lo que en inglés se conoce como timing y lo que en castellano viene siendo la oportunidad. Como no te cuadre el encaje de un fin de contrato (en investigación, lo contratos suelen durar entre un año y medio hasta los cuatro años), con la baja por maternidad, con la resolución de un proyecto o de la convocatoria de la nueva plaza, vas de cráneo. Y al final se te junta la solicitud del cheque guardería con la carta del banco anunciándote un plan de pensiones mientras tú vas a presentarte por primera vez a una plaza de investigadora con 42 años. Para más inri, para esta plaza hay una horda de profesionales como la copa de un pino haciendo cola.
Sabemos que nosotras hablamos desde nuestra situación, que, al fin y al cabo, es una situación privilegiada: blancas, criadas en la España de la bonanza de los 80 y 90 , estudiantes de la universidad pública. Si de verdad confiamos en la ciencia como motor de transformación social, necesitamos una lectura interseccional, preguntarnos qué ocurre con aquellas personas en cuyos proyectos vitales la ciencia pasa muy, muy de lejos. Puestas a soñar, creemos que la ciencia sería más permeable de construirse de forma más horizontal y siguiendo criterios conciliables con nuestras vidas. Esta forma de hacer más lenta, produciría un cambio de ángulo desde donde mirar: ya no es una supervivencia en una carrera enfebrecida, sino que podría darse el espacio necesario para la escucha y así atender a las necesidades más urgentes de la sociedad, más alejadas de parámetros del mercado. En ese sentido, la investigación y búsqueda de alternativas en torno a los grandes retos ecosociales actuales, como reducir la contaminación, mitigar los efectos del cambio climático o la búsqueda de un modelo alimentario sostenible, entre otras cosas, nos parece cruciales para mejorar el bienestar global. Claro que no nos hemos caído de un guindo, y esto es lo que hay dado el orden mundial, ese capitalismo en el que mandan los mercados y la vida es aquello con lo que sueñan las personas mientras trabajan. Esta situación no es exclusiva de las profesiones científicas, por supuesto. Pero el ser conscientes de la mercantilización de nuestro capital cultural, nuestro conocimiento, nuestra forma de hacer ciencia, nuestras vidas, nos parece imprescindible para generar alternativas.
Si además no se jerarquizase en las llamadas ciencias ‘duras y blandas’, sino que se cultivase la comunicación entre las aproximaciones matemáticas, experimentales y humanística. Si no parece que unos hacen ciencia y lo otro es de chichinabo. Casualmente, la lógica capitalista impulsa un desarrollo tecnológico sin fin como si los recursos fuesen inagotables, pero no apuesta por generar pensamiento crítico, algo esencial si queremos construir sociedades más justas, solidarias y resilientes. Y es que, huir de este modelo actual de generar eminencias con apabullantes listados de papers (que no publicaciones) implicaría una transformación profunda. Firmamos este texto unas que nos hemos apeado, de forma más o menos voluntaria, de dicho modelo, con la ilusión puesta en reconducir nuestros sesos y energías hacia un lugar donde sí queremos estar. A nosotras la maternidad nos sorprendió en paro, sin querer ir a Vladivostok, y con cierta cara de pasmo. Decidimos montar una empresa cooperativa donde la incertidumbre es casi igual de grande que la que nos acompañaba de investigadoras, pero las formas de hacer son otras. Esto lo decidimos, viéndonos en los parques, con un ojo en el cuaderno de notas y otro en las niñas subidas en el tobogán. Y en este camino, no exento de tumbos y precariedad, estamos. Pero también con esperanza. De poner nuestro grano de arena. De que no haya sido todo en vano, sino todo lo contrario. Confiando en que eso que hemos venido a decir hoy, encuentre su resonancia. Porque firmamos con la primera persona del plural, pero sin saber cómo de extenso es este plural, intuimos que somos unas cuantas.
* las revistas internacionales de impacto publican en inglés. El impacto de una revista se basa en un índice (impact factor) calculado sobre el número de veces que son citadas por la comunidad científica las publicaciones de una revista y el número de publicaciones que tiene la revista. La revisión de la calidad de los trabajos científicos se hace por la comunidad científica de forma gratuita para la editorial como parte de la labor académica.
*son socias de la cooperativa Biodiversia S Coop Mad y coordinan el curso ‘Mujeres y Ciencia’, que han lanzado en colaboración con Ecologistas en Acción con motivo de la celebración del 11 de febrero, Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia.