El síndrome de la madre usurpadora
Muy a menudo, cuando una mujer adopta o acoge a una criatura, debe superar la culpa por "habérsela robado" a otra mujer. En este sentimiento subyacen una serie de mandatos y de prejuicios que afectan a los procesos de resiliencia y sanación de los niños y niñas.
En un mundo en el que de todo se hace un síndrome pensaba que algo así ya existiría, pero he buscado en Google y parece que no, así que ya me lo invento yo. Os cuento en qué consiste: muy a menudo, cuando una mujer adopta o acoge a la criatura de otra, debe superar la culpa. En realidad las mujeres debemos pasarnos la vida superando culpas. Nos culpamos por todo: por lo que comemos, por lo que dejamos de comer, por el dinero que nos gastamos, por el dinero que no nos gastamos, por llamar a alguien para ver como está, por no haberlo llamado, por dedicarnos tiempo a nosotras mismas, por no dedicárnoslo… Da igual lo que hagamos, la culpa es esa cantinela que nos acompaña en cada momento de nuestros días. Y por tanto, una maternidad no biológica no podría librarse de este leitmotiv.
Pero… ¿de qué nos culpamos las mujeres que adoptamos o acogemos? Del pecado de haber robado la criatura a otra. Y es curioso esto porque, si lo pensamos bien, ni si quiera esta culpa estaría justificada en ciertas adopciones internacionales, esas en las que hay una delgada línea entre lo que viene siendo ayudar a un bebé a salir del infierno que es un orfanato en determinados países y colaborar con el negocio de compraventa de seres humanos pequeñitos. No, la culpa de la madre usurpadora no estaría justificada ni si quiera en esos casos porque, cuando los procesos administrativos no se están haciendo bien, nunca podemos estar seguras de que estamos robando un bebé a una madre, en cambio, de lo que sí estamos seguras al 100% es de que estamos robando una madre a un bebé. Pero, desgraciadamente, casi nunca se enfocan las cosas desde ahí. Así que, puestas a sentir culpa, hagámoslo como es debido, señoras.
Dicho esto, sigamos con el asunto que nos ocupa: hay madres que no quieren ser madres y las otras madres no lo queremos entender. A mí me ha costado mucho asumirlo, lo reconozco. En realidad dependía del momento. En las manifestaciones feministas, cuando reivindicaba el derecho al aborto libre y gratuito (y me preguntaba por qué la madre de Gallardón no tuvo ese derecho), a grito pelao, en la puerta de la Catedral, en ese momento, justo, ahí, lo entendía. Os lo juro. Mis carnes lo entendían, mi cerebro lo entendía, mi garganta lo entendía. Ahí sí. También lo entendía cuando tenía que salir en defensa de una amiga que no quería tener criaturas “a nosotras las feministas nos da igual que se nos pase el arroz, lo que no queremos es que se nos pase el conejo”.
Hay contextos donde es fácil de entender. Pero hay otros donde bajamos la guardia y nos sumergimos en el concepto de maternidad biológica más sagrada y patriarcal que podamos imaginar. Por ejemplo: en un centro de acogida. Señoras feministas, señoras madres adoptantes y de acogida, entendamos de una vez que una de las consecuencias más dramáticas de la obligatoriedad de ser madres desemboca en el maltrato infantil.
Pongamos las cosas en orden, para que luego no haya malentendidos:
-¿Estoy diciendo con esto que las madres que tienen criaturas sin desearlas son maltratadoras? No. Porque existe el sentido del deber y la justicia y muchas mujeres son capaces de anteponerlo a cualquier otra cosa.
-¿Estoy diciendo con esto que las madres que viven una maternidad deseada están exentas de maltratar? No. Porque las maternidades deseadas pueden estar basadas en motivos muy egoístas.
Entonces, ¿qué estoy intentando explicar en este artículo? Pues que cuando dos personas sin sentido del deber ni de la justicia engendran a un nuevo ser humano y no deseaban hacerlo, la cosa termina siempre en maltrato infantil. Eso es lo que quiero decir. Y también quiero señalar que los hombres salen corriendo a la primera de cambio porque físicamente se lo pueden permitir. Las mujeres, en cambio, como mínimo, deben quedarse hasta dar a luz, pero después hacen exactamente lo mismo que los tíos. O incluso cosas peores, como salir por patas con la culpa a cuestas y volver de forma intermitente trastornando a la criatura abandonada que no consigue rehacer su vida porque resulta que la culpa, como el color de los ojos, se hereda.
Y antes de que empecemos con frases hechas del tipo “si no la quieres dala en adopción”, vamos a dejar otra cosa clara: el abandono es una de las formas de maltrato más difíciles de superar que existen. Abandonar es violencia. Así que, por favor, dejemos de una vez de decir eso de “con la de personas que hay por ahí queriendo adoptar”. La adopción es un parche para la situación dramática que supone que una criatura no pueda criarse con las personas que la engendraron.
La obligación de una persona adoptante o acogedora es la de garantizar al o a la menor un espacio familiar que la proteja, ayudarle a superar el trauma del abandono y de otros maltratos si los hubiere y el favorecer la sanación de las consecuencias de los años que haya vivido en instituciones. La cuestión (espinosa) es que para superar esas violencias hay que nombrarlas y cuando se nombran, automáticamente, se señala a las personas que las cometieron y esto entra en conflicto directo con el mantra ese de los libros de psicología infantil que te lees antes de entrar en el proceso de adopción cuando te dicen lo de “nunca hay que juzgar a la familia biológica”. Porque nos podremos poner muy teóricos pero al final, cuando miras a un peque a los ojos y le dices: “Mira, cuando tu padre te apagaba cigarrillos en la espalda, te estaba maltratando. Y cuando tu madre te dejaba una mañana entera metido en un armario te estaba maltratando. Cuando te metían droga por el culo, te estaban maltratando. Aquel día que tu madre te metió vodka en el biberón y casi te mata te estaba maltratando. Cuando te dejaron en el centro de acogida prometiendo que volverían y no lo hicieron teniendo medios suficientes para ocuparse de ti, te estaban maltratando”, eso, señoras, yo no sé si será juzgar, pero la verdad es que se le puede parecer y a mí, sinceramente, a este punto de mi vida, habiendo acompañado ya tantos procesos de sanación en criaturas, me da igual. Mi obligación como madre y educadora incluye también, no sólo señalar y nombrar las violencias, sino algo aún más difícil: dejar de victimizar a las madres y padres maltratadores.
Hay padres que no desean ser padres. Eso ya lo sabíamos (de hecho me atrevería a decir que la mayoría de ellos, a juzgar por cómo es ejercida la paternidad en nuestra sociedad). Lo que nos cuesta más entender es que hay madres que no quieren ser madres y nos empeñamos desde instituciones, asociaciones, voluntariado, familias de acogida y demás instituciones construidas expresamente para acompañar el proceso de resiliencia infantil, en seguir incentivando visitas y reagrupaciones familiares, no por el bien del menor, sino por un supuesto interés y derecho de muchas madres biológicas de participar en la vida de sus hijos o hijas. Y esto lo hacemos porque no nos entra en la cabeza que alguien tenga delante a una criatura de ojos redondos, profundos y tristes y no esté dispuesta a abrazarla porque en nuestras mentes alienadas por el machismo seguimos pensando que “una madre es una madre” y que “madre no hay más que una”. Pero no es así.
En un proceso de acogida o adopción las mujeres tenemos que dejar de lado la culpa de la madre usurpadora porque el concepto de usurpar cosifica aún más al menor o a la menor. Empaticemos de una vez con la persona maltratada, no con quien ejerció la violencia. Dejemos de seguir alimentando el proceso destructivo al que ya está sometida la criatura. La culpa no construye, la asunción de responsabilidad sí. No estamos usurpando niños y niñas, los estamos cuidando.