“Para transformar la universidad hace falta una crítica radical a los modos de producción del saber y a su falocentrismo”
Dicen que en las clases de Laura Llevadot se respira libertad. Profesora de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona e investigadora en la Universidad de París 8, es una voz potente y rompedora en un entorno académico rígido y androcentrado.
Laura Llevadot es profesora de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona e investigadora en la Universidad de París 8. Además de sus múltiples responsabilidades académicas ha creado y dirigido el primer festival de Filosofía de España, el Barcelona Pensa, que ya va por su cuarta edición. Es experta en el pensamiento de Kierkegaard y en Filosofía Contemporánea Francesa, especialmente en autores como Jacques Derrida y Gilles Deleuze. Las problemáticas que aborda desde la docencia y la investigación giran en torno a la deconstrucción de las subjetividades y de las identidades comunitarias.
Los que han estado en sus clases dicen de ella que es rompedora y que mantiene una relación horizontal, dando responsabilidades y confiando en su alumnado. Es una persona que arriesga, original en sus planteamientos y en la docencia, una mujer siempre en la actualidad, sin renunciar por ello a la rigurosidad académica. De Laura Llevadot, dicen, que es de esas personas que no deja indiferente a nadie, que en su aula se respira libertad y que es un placer dar clase con ella.
En Pikara Magazine quisimos contactar con ella para que nos ofreciera su visión sobre el rol del patriarcado en la universidad. Así empezamos un intercambio de correos electrónicos que se convirtió en esta entrevista en la que presentamos una voz tan potente como original. A través de ella se identifica el papel que tienen en la universidad, y en la sociedad en general, el patriarcado, los roles de género, la sexualidad y el amor.
¿Es la Academia una institución patriarcal?
La universidad, como la mayor parte de instituciones actuales, mantiene una estructura patriarcal que ha heredado históricamente y que costará trabajo cambiar. Las estructuras de poder están mayormente dominadas por hombres, los puestos mejor pagados y de mayor reconocimiento los siguen ocupando hombres. Basta mirar el porcentaje de catedráticos, decanos, vicedecanos, etc… son puestos en los que apenas hay mujeres. Esto tiene efectos tanto en la docencia y en los planes de estudio como en los modos de gestión y, por supuesto, en las relaciones que se establecen entre el profesorado permanente y los estudiantes o investigadores que se están formando bajo su ámbito de acción. El problema no es que sean hombres o mujeres los que ocupen estos puestos, sino que al ser hombres difícilmente ponen en cuestión el esquema falocéntrico y androcentrado que determina sus decisiones y modos de actuar. El hecho de que algunas mujeres vayan ocupando paulatinamente estos puestos tampoco cambia nada si asumen estos esquemas como naturales y no los cuestionan, es decir, si aceptan la masculinización necesaria para optar a este tipo de trabajo. A menudo, y lo he vivido en carne propia, el paso por la universidad consiste en un “aprender a hablar el lenguaje de los hombres (científico, filosófico, etc..)”. El respeto se gana a fuerza de apropiarse de un lenguaje esencialmente masculino y androcentrado. Por eso Fox Keller, feminista y profesora emérita de Historia y Filosofía de la Ciencia en el MIT, ironizaba sobre este feminismo de la igualdad que consistía en “añadir mujeres y batir”, sin que nada de lo esencial cambie.
Uno de los resultados de nuestra investigación es la constatación de que en las universidades españolas el acoso de carácter sexual es pan de cada día.
El acoso sexual me parece ya tan obsceno y barato que sólo habla de la desesperación que produce a los hombres su propia masculinidad. En el fondo son ellos los que están presos de esta posición de autoridad sin la cual creen que se derrumbarían. Es como si hicieran pasar toda sus angustias por la sexualidad y evalúan en términos de éxito o fracaso personal su capacidad para ‘cazar’ mujeres. Creo que ni siquiera las relaciones sexuales que se obtienen de este modo, la del seductor que va a la caza, son satisfactorias, ni para ellos ni para las mujeres. Lo que ellos obtienen es sólo descarga y ellas, si es esto lo que creen que les gusta, obtienen la satisfacción de haber sido presa favorita o alguna que otra ventaja más estratégica que habla de su propia masculinización y deseo de entrar en ese mundo de hombres. Esto es sin duda mucho peor cuando el hombre tiene una posición profesional superior a la de la mujer y ésta ve que en esa relación su proyección profesional está en juego. El acoso sexual en el trabajo es sólo una ampliación, desmesurada, absurda y patética, del machismo generalizado en la sociedad.
Más allá del acoso hablas de un falocentrismo que lo impregna todo.
En la universidad es muy común que las alumnas se enamoren de sus profesores. Personalmente creo que lo que opera ahí es más bien, por parte de las mujeres, la admiración por el saber del que históricamente ellas han sido desposeídas y se revalorizan a sí mismas si el saber las nombra y las toca de manera preferencial. Y por parte de los hombres está su instinto de caza, que es histórico; haber dado caza a una presa joven aumenta el ego, especialmente a aquellos a los que los años empiezan a pesar. Así que creo que antes que hablar de amor en este tipo de relaciones deberíamos autoexaminar cuáles son nuestras motivaciones reales y cuestionar si en una relación jerárquica de este tipo no son modelos históricos bien construidos, donde el reparto de lo masculino y lo femenino trabaja cada acto y emoción, los que determinan nuestras elecciones. En realidad nadie se encuentra con nadie, ahí no hay encuentro, sólo relación de poder y reconocimiento. Es ese machismo que afecta incluso nuestras relaciones sexuales más inocentes. Es ahí donde el hombre está preso de su masculinidad y la mujer ha desistido de su deseo porque lo ha convertido, sin duda por tradición y dominación, en el deseo de dar placer al otro en lugar de jugar y favorecer un encuentro en el que ya no importa quien tiene el falo ni si lo hay.
Este último año hemos vivido la irrupción del acoso sexual en el debate público a raíz de la campaña del #MeToo. ¿Qué opinión te merece todo este movimiento?
Respecto a la cuestión del #MeToo creo que habría que hacer alguna crítica. La violencia masculina no pasa únicamente por el acoso, ya ponía varios ejemplos antes. Hay violencia masculina cada vez que en una reunión de trabajo algunos hombres alzan la voz, o no dejan hablar a las mujeres, y si hablan no las escuchan o menosprecian públicamente sus argumentos. Yo he visto hasta golpear la mesa con el puño para reforzar una posición, y nunca han sido mujeres las que hacían eso. Estamos hablando de doctores, gente formada y con amplia cultura. Hay violencia masculina cada vez que se impone un modo de hacer como el único válido, incluso si lo imponen mujeres, porque el falocentrismo es justamente este rechazo a lo desemejante, la imposición de un modelo único que evalúa, jerarquiza y deja de lado las disidencias.
También ha habido críticas de otra índole. Un centenar de mujeres francesas firmaron una tribuna en Le Monde defendiendo la libertad de importunar: “La violación es un crimen, pero el ligoteo burdo o insistente no es un delito ni la galantería una agresión machista”.
La reacción de las francesas a la campaña #MeToo esconde algo esencial que condiciona nuestros comportamientos sexuales y modos de relación. En nombre de la libertad sexual defienden algo que no tiene nada que ver con la libertad. Ahí donde no hay igualdad la seducción es una patraña: la relación siempre estará atravesada por el poder, sea de manera violenta (el acoso sexual), sea de manera galante (el productor con la actriz, el profesor con la alumna, el macho con la princesita, el poeta con su Beatriz, el chico malo con la guapa de la clase…). La libertad se da entre iguales, los encuentros sexuales son en realidad un acontecimiento a celebrar porque se dan únicamente ahí donde cesamos en nuestro poder o ‘impoder’, allí donde las jerarquías no rigen, donde el hombre es capaz de cesar en su masculinidad autoimpuesta y la mujer deja de lado su gusto por la dominación, allí donde cuestionamos nuestros comportamientos de género heredados, y eso ocurre igual en relaciones heterosexuales, homosexuales, o de cualquier tipo. La sexualidad, como prolongación de las relaciones sociales de dominación y como descargadora de angustias personales producidas por ese mismo sistema de dominación, nunca ha valido mucho la pena.
Sin embargo, durante nuestra investigación también nos hemos dado cuenta de que sólo una muy pequeña de las violencias sexuales son denunciadas. ¿Crees que de alguna manera se toleran estas prácticas? ¿Existe una inconsciencia generalizada de ese machismo del que hablas?
Resulta muy difícil denunciar estas situaciones en el ámbito académico. De un lado está el contexto laboral. La universidad se sostiene sobre un precariado de becarios en formación y profesores asociados y asociadas que cobran entre 300 y 400 euros al mes. Nadie tiene muy claro su futuro, hay mucha incertidumbre acerca del qué será de mí mañana y en esta situación de clara explotación las mujeres llevan las de perder. Supongo que se hace como si nada hubiera pasado y elegantemente se aprende a evitar al probable acosador. Difícilmente un esclavo denuncia a su amo. Pero por otra parte hay un contexto social claramente machista con el que toda mujer debe aprender a lidiar y que fomenta y naturaliza este tipo de situaciones.
Cuando era jovencita, tenía alrededor de 17 años, por ejemplo, un conocido de mi padre me invitó a la ópera. Era unos 25 años mayor que yo y estando en una ciudad diferente de la habitual no me pareció una invitación sospechosa. El problema fue cuando empezaron los piropos, las caricias en la rodilla, las cogiditas de manos. No me lo podía creer. Abandoné el asiento y me fui directa al lavabo a llorar. Dije que me encontraba mal y salí del apuro como supe. ¿Qué se puede denunciar aquí? Nada. Él sólo hizo lo que suelen hacer los hombres, ir a la caza. Pero a partir de ese momento comprendí lo que no quería ser. Cambié mi forma de vestir. Me volví punk. Sabía que no quería ser mercancía y que no quería atraer ya más a hombres de este tipo, ni siquiera jóvenes. Aunque siempre me han agradado las relaciones sexuales decidí que sólo las tendría con personas que, en este aspecto, pensaran como yo. Y el entorno undergorund me pareció mucho más proclive a establecer relaciones sexuales y afectivas en términos de igualdad que en esa llamada normalidad tan atravesada por la violencia de género y la desesperación. Allí encontré al que fue mi compañero durante la mayor parte de mi vida y no me arrepiento de nada. Sé que esa relación no estuvo mediada por relaciones de poder y que durante mucho tiempo fuimos amantes compañeros sin que importase quien tenía falo o vagina. El amor entiende poco de estas distinciones binarias. Pero cada mujer y cada hombre ha de encontrar su modo de desidentificarse de los roles que le han sido asignados y aprender a lidiar a su manera, a veces individual y otras colectivamente, con esta normalidad tan sofocante que ni siquiera es posible denunciar.
¿Cuál es el rol de los estudios de género en todo esto?
La introducción de una perspectiva de género tiene sus dificultades puesto que no tenemos ni una esencia común ni un corpus teórico al que recurrir, aunque sí una historia de dominación común. Esto quiere decir que cada mujer, pero también cada hombre, que se sienta incómodo con la transmisión y reproducción de un saber androcentrado debe introducir en su modo de acción desvíos productivos. Esto no significa necesariamente que tengan que introducirse mujeres en el canon que transmitimos. En Filosofía, por ejemplo, se trabajan Hannah Arendt, Zambrano o Jean Hersh sólo por el hecho de ser mujeres y haber hecho una aportación al saber. Esta estrategia, la de los estudios de género, ya se ha practicado e institucionalizado. La institución la acepta sin pestañear, a menudo la promueve incluso con financiación, pero sigue siendo discriminante: mujeres que hacen trabajo académico sobre otras mujeres del pasado mientras los hombres hacen ciencia o filosofía de la “seria”. Es como si, a fuerza de reivindicaciones, hubiesen dejado un espacio a las mujeres para “sus labores”.
¿Hay algún modo de tirar abajo esos esquemas de conocimiento y dominación?
Creo, por el contrario, que el único modo de transformar la universidad es formando a hombres y mujeres, alumnas y alumnos, en una crítica radical a los modos de producción del saber y a su falocentrismo. Eso pasa seguramente por rehacer el canon que ha sido producido por hombres que se contaban a sí mismos su propia historia y obliteraban todo aquello que no tenía cabida en su autorrelato. Por eso entiendo que en el caso de la Filosofía, por ejemplo, la reinvención del canon pasa tanto por la introducción de filósofas como de pensadores que no pueden ser valorados dentro de la invención de esta historia que hemos creído natural e inamovible, cuando en realidad era sólo un constructo masculino. De ahí mi interés personal por Kierkegaard, Nietzsche, Derrida, al igual que por Zambrano.
¿Existen líneas de investigación en otros campos en las que se introduzca o que se realicen directamente desde una perspectiva de género como la que sugieres? ¿Se te ocurre algún ejemplo particularmente interesante?
Claro. De todo tipo. Durante algún tiempo trabajé con la Unidad de Igualdad de la Universidad de Barcelona. La dirigía entonces una mujer estupenda, Trinidad Donoso. Aquel equipo estaba formado por profesorado que quería introducir la perspectiva de género en los diversos planes docentes (Enfermería, Pedagogía, Filosofía, Economía), cosa que en realidad no se ha conseguido nunca. Recuerdo especialmente a una economista, Cristina Carrasco, que lee el capitalismo como un sistema de explotación basado principalmente en el trabajo encubierto de las mujeres. En arte está por ejemplo la obra de Raquel Friera, que actualmente se expone en la Virreina y que trata de visibilizar ese trabajo reproductivo que nunca se paga y que hacen normalmente las mujeres. El problema es, sin duda, por qué lo siguen haciendo. Pero también es cierto que cuando las mujeres occidentales llegan a esta consciencia de sí mismas y rechazan el papel asignado, serán otras mujeres, inmigrantes y racializadas, las que lo hagan. También esto se tiene que aprender en una Facultad de Economía y Empresa que no dé la espalda a las situaciones que supuestamente se estudian y analizan, y eso cuando no se promueven, que es lo que se suele hacer. Es justo esto lo que se ha puesto en la palestra en la huelga del 8 de marzo.
¿Algún pensamiento filosófico en particular que te gustaría recuperar en esta lucha contra el falocentrismo y el patriarcado?
Creo que para esta cuestión es fundamental recurrir al pensamiento de Judith Butler. Ella ha puesto los análisis de Foucault, Derrida, y de autores contemporáneos muy potentes al servicio de la deconstrucción de la idea de género. Ante el feminismo de la igualdad de Simone de Beauvoir que reivindicaba la igualdad entre géneros, y ante el feminismo de la diferencia, el de italianas como Adriana Cavarero, por ejemplo, que reivindicaban la diferencia sexual como si se tratase de de una identidad de género que estuviera a disposición de las mujeres, Butler propone repensar la noción misma de género y de sexualidad. Desde la perspectiva queer que ella plantea, el género es un efecto del lenguaje, e incluso el sexo lo es. No es por el hecho de tener vagina o pene que se es hombre o mujer, la identidad de género se construye lingüísticamente porque el lenguaje es ante todo performativo y no descriptivo, como se suele creer. Es a fuerza de las frases que se nos dirigen desde que nacemos (“mi princesa”, “ya no eres una niña”, “siéntate bien”, “¿tienes novia? -¡pregunta dirigida a menudo a un niño de cuatro años!-, la asignación del nombre propio, etc…) que se construye nuestra identidad de género, esa que después identificaremos con el sexo, el hecho de tener vagina o pechos, por ejemplo, y no al revés. Y eso no ocurre sólo a través de imperativos, también las humillaciones verbales tanto como los elogios redundan en la misma función. Como señala Paul B. Preciado a nadie se nos hace el mapa cromosómico cuando nacemos para asignarnos el género. También la ciencia es performativa, performa nuestros cuerpos y después se nos hace creer que todo es natural. La cultura popular no deja de reproducir este esquema. La canción de Aretha Franklin y después de Whitney Huston, “You make me feel like a natural woman”, quiere hacernos creer que necesitamos atraer al sexo opuesto para sentirnos naturalmente mujeres u hombres, como si antes de este reconocimiento que pasa por el amor romántico estandarizado estuviésemos desnaturalizados. Todo esto huele ya demasiado. Hay algo podrido en Dinamarca. No hay nada esencialmente masculino ni esencialmente femenino, y mucho menos nadie que lo encarne.
Hay que aprender a vivir en las fronteras y desidentificarnos de estos roles que nos someten a una presunta naturalidad que nunca lo ha sido. Me gusta especialmente la posición de Jacques Derrida a este respecto cuando sueña con una relación no asexuada, sino sexuada de otra manera, más allá de los códigos binarios y de la oposición femenino/masculino. No ya la diferencia sexual, sino una sexualidad diferenciándose a cada encuentro. Como decía Spinoza “nadie sabe lo que puede un cuerpo”. Pero para aprenderlo hay que estar dispuesto a crecer y quizás a hacerse daño, el dolor que provoca el simple poner en duda las verdades que nos constituyen. Foucault le llamaba a eso la “inservidumbre voluntaria”, otros le llaman simplemente “pensar”.