“La moda rápida mata”

“La moda rápida mata”

Kalpona Akter, activista y sindicalista bangladesí, habla sobre los cambios en las condiciones laborales de las trabajadoras textiles cinco años después del derrumbe del edificio Rana Plaza.

Texto: Marina León
24/05/2018
Kalpona Akter. Foto: Marina León Manovel.

Kalpona Akter. Foto: Marina León Manovel.

Los nueve pisos del Rana Plaza en Bangladesh tardaron apenas unos segundos en desplomarse. Sacar más de mil cuerpos de entre los escombros llevó varias semanas. La lucha incansable de sindicalistas como Kalpona Akter no se ha detenido desde aquel día.

El Rana Plaza era un edificio que alojaba cinco fábricas textiles en el suburbio industrial de Savar, un distrito de Dhaka (Bangladesh). Trabajaban más de 4.000 mujeres. Meses antes de su derrumbamiento ya se habían visto las grietas que tenía: las trabajadoras no estaban dispuestas a acudir en estas condiciones, pero se les obligaba a ir bajo amenaza de perder el sueldo o se las engañaba sobre la situación real del edificio,. Cuando se desplomó murieron 1.134 trabajadoras y resultaron heridas más de 2.000.

“Cuando el Rana Plaza se derrumbó todo el mundo lo calificaba de tragedia o accidente. Odio estas dos palabras. Fue un desastre provocado por seres humanos que podía haberse evitado, las consecuencias fueron tremendas”, explica Akter.

La directora del Centro de Solidaridad con los Trabajadores de Bangladesh habla tranquila, pero con mucha fuerza, en un acto organizado en Bilbao por Setem, sobre su lucha personal que ha acabado convirtiéndose en su día a día como activista en el sector textil.

Comenzó a trabajar en una fábrica de ropa en Bangladesh con 12 años. Su padre cayó enfermo y, por aquel entonces, su madre tenía que cuidar de su hermano pequeño de apenas unos meses, así que tanto a ella como a su hermano de diez años les tocó empezar a trabajar. “No queríamos ir, pero era lo que había. Cobrábamos algo más de seis dólares al mes y trabajábamos unas 400 horas”, cuenta.

A los 15 años Kalpona Akter decidió alzar la voz para tratar de mejorar sus condiciones laborales y las de sus compañeras en la fábrica, pero lo único que consiguió fue pasar un mes en la cárcel y que su nombre apareciese en una lista negra. Esto no le detuvo y a los 16 años se convirtió en la representante sindical de la fábrica en la que trabajaba. Recibió una formación de cuatro horas sobre derecho laboral que, asegura, le cambió la vida: “Aprendí que mi turno tenía que durar ocho horas, que mi supervisor no me podía pegar, que las fábricas tenían que tener dos escaleras, salidas de emergencia y extintores, pero lo más bello que aprendí es que tenía derecho a organizarme”. En tan solo ocho meses consiguieron un 80 por ciento de afiliación al sindicato. Soportaron muchas presiones, pero tanto ella como sus compañeras siguieron adelante.

“Hubo un momento en el que le dije a mi madre que tenía miedo, era muy joven y me sentía abrumada viendo todo lo que ocurría a mi alrededor. Tuve compañeras que perdieron la vida por luchar, igual que estaba haciendo yo. Mi madre pensaba que, si alguien tenía que levantar la voz contra las injusticias, por qué esa no iba a ser yo, me abrazó y me dijo que juntas éramos más fuertes. Desde ese momento no he pensado nunca en parar”, asegura.

El sector textil en Bangladesh: precario y feminizado

Turquía, China, Myanmar … son algunos de los países que aparecen en las etiquetas de la ropa que se usa habitualmente. En Bangladesh, que es uno de ellos, hay ahora mismo más de cuatro millones de trabajadoras en la industria textil y más del 80 por ciento son mujeres jóvenes: se trata de un sector muy feminizado y uno de los motores principales de la economía de este país. “Tienen turnos de 11 horas al día, seis días a la semana, ganan 57 euros al mes, el salario más bajo del mundo en este sector”, afirma Akter. Y tienen que cumplir objetivos: producir 80 prendas al día, aunque los supervisores las presionan para fabricar 160, y si no llegan no les pagan el total de su salario.

En Bangladesh los trabajadores y trabajadoras tienen derecho a organizarse y formar sindicatos, “esto es lo que dicen los papeles, pero la realidad no es así, a las mujeres se les reprime y cuando deciden alzar la voz se les obliga a marcharse de sus comunidades”, relata. Uno de los problemas, según asegura Kalpona Akter, es que el 30 por ciento de los parlamentarios en Bangladesh son también propietarios de fábricas: “Luchamos contra un monstruo, somos una minoría”.

El Rana Plaza cayó el 23 de abril de 2013, pero no fue hasta agosto de 2017 cuando un tribunal de Dhaka condenó a tres años de prisión a Sohel Rana, dueño del complejo textil. El juez bangladesí K.M. Imrul Kayes determinó que había habido un delito de acumulación ilícita de bienes e impuso también una multa de unos 700 dólares.
Según la acusación, el condenado construyó con dinero no declarado dos edificios comerciales (el Rana Plaza y la Torre Rana) y un inmueble residencial de cinco plantas, todos ellos en el suburbio de Savar, a las afueras de Dhaka. Sohel Rana se enfrenta además a más de doce cargos por asesinato, corrupción y violación de la legislación laboral, entre otros.

Varias firmas como El Corte Inglés, Inditex o Benetton, que fabricaban prendas allí, decidieron aportar grandes cantidades de dinero tras el derrumbe, pero para la sindicalista esto no es suficiente: “Siguen explotando a las trabajadoras y negándoles un salario digno”.

Lo que queda después del Rana Plaza

“Fue un toque de alarma para el mundo, un enfado colectivo por la falta de responsabilidad de los propietarios y del Gobierno”, dice Kalpona Akter. Se produjo un eco en Occidente y empezaron a presionar a las marcas. De hecho, tras el derrumbe se puso en marcha un Acuerdo sobre la seguridad en la construcción de edificios y sistemas contra incendios, el llamado Acuerdo Bangladesh, de carácter vinculante, al que se han suscrito más de 200 empresas, la mayor parte de ellas europeas. Se trata de un acuerdo bilateral entre las fábricas que producen y las marcas que compran. Otro avance importante para este sector es que antes del Rana Plaza solo había 164 sindicatos registrados en Bangladesh, ahora hay más de 500.

Kalpona Akter, en el centro, durante la jornada organizada por Setem. / Foto: Marina León Manovel.

Kalpona Akter, en el centro, durante la jornada organizada por Setem. / Foto: Marina León Manovel.

“La importancia de que los acuerdos sean vinculantes es porque perseguimos un marco legislativo europeo que sea punitivo, para que si se produce otro Rana Plaza que la empresa pueda demandar. Como consumidoras tenemos que apoyar esto, las trabajadoras ya lo están haciendo”, explica Akter. “Nuestro Gobierno no está contento con el acuerdo porque no pueden actuar de la manera en la que ellos quisieran, no hay gobierno o empresa que pueda echar este acuerdo atrás. Necesitamos que sigáis presionando a las marcas porque esto puede salvar vidas”, añade.

A raíz del derrumbamiento se hacen inspecciones en las fábricas textiles en las que los y las trabajadoras hablan con los inspectores y exponen sus quejas y peticiones. Después se elabora un informe, que da lugar a unos resultados, se implantan medidas y se celebran reuniones de seguimiento. También han ido surgiendo comités de seguridad dentro de las fábricas. “Se está haciendo un gran trabajo, pero debemos seguir moviéndonos para que las trabajadoras tengan mejores sueldos y condiciones laborales. Queda mucho camino por recorrer”, comenta Akter.
Docenas de fábricas, que tenían problemas estructurales como los del Rana Plaza, han cerrado y se ha reubicado a las trabajadoras en otros edificios con mejores condiciones. Todos estos cambios han dado lugar a que en 2016 no muriese ni una sola trabajadora, después de haber perdido a más de 3.000 desde 2013.

Etiquetas ‘éticas’

A la pregunta de qué debemos hacer como consumidoras y cuál es nuestra responsabilidad, Akter considera que no debemos sentir culpa sino rabia y enfado. “En ese momento en el que piensas, ¿debo o no debo comprar?, está claro, tenemos que comprar ropa y no importa del país que venga, las condiciones laborales no son mejores en otros sitios. Por lo tanto, comprad, si no lo hacéis esto sería un boicot contra las trabajadoras de estos países”, apunta. Uno de los primeros pasos que debemos dar, según explica la sindicalista, es hacer preguntas: “Hablad con el gerente y preguntadle por las condiciones laborales de quienes han hecho la prenda de ropa que vais a comprar. Vosotras las consumidoras habéis ayudado, vuestras voces cuentan, haced preguntas incomodas, informaros sobre todo esto y seguid buscando respuestas, esto marcará la diferencia”, concluye.

“La fast fashion no es la solución, la ropa barata tiene que hacer que nos cuestionemos todo lo que hay detrás, no os alegréis si veis una camiseta que cuesta cinco euros, porque la trabajadora que la ha hecho es el último eslabón de la cadena y ha ganado apenas unos céntimos por ella, además de todo el agua y energía consumidas para fabricarla. La moda rápida mata”, concluye Akter.

Grandes marcas sacan al mercado prendas de ropa de las que cuelga una etiqueta con las palabras, ético, conscious o sostenible, pero, tal y como señala Akter, producción en serie y consumo ético no van de la mano. “Hace poco vi en las noticias que algunas multinacionales del sector textil queman la ropa por toneladas, investigamos sobre el asunto y descubrimos que esto se hace muy a menudo, esto es la moda rápida, termina la temporada y queman lo que no se ha venido”, explica. También menciona que la fabricación de prendas de ropa destroza el sistema ecológico de los países productores ya que para fabricar una sola camiseta se gastan más de 14 litros de agua, “hemos utilizado en Bangladesh el agua que necesitaríamos para los próximos 200 años, ¿podemos hablar entonces de un compromiso ético por parte de las grandes marcas?, yo estoy segura de que no”, concluye.

 


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