Mi vagina herida
Los dedos de la ginecóloga cuando me practicó un tacto durante mi primer embarazo me parecían navajas hurgando en mi cuello de útero. Por aquel entonces, poco sabía de violencia obstétrica. Ahí empezó una larga etapa de padecimiento físico y psicológico hasta que di con el término que explicaba lo que me ocurría: vaginismo.
La de la Vagina Herida
Alguna vez alguien me dijo que como era muy habladora y extrovertida tenía que ser “una tigresa en la cama”. Pero resulta que no he sido nunca así. En realidad, siempre he tenido la sensación de ser un poco mojigata. Supongo que la educación religiosa dejó en mí su huella transparente e indeleble, por muy atea que me sienta. Lo cierto es que nunca he tenido una necesidad loca de follar. En mis primeras relaciones, sentía curiosidad por llegar a lo que la gente llamaba “el final” -con el tiempo descubrí que la película podía acabar de múltiples maneras-, pero una vez lo había repetido unas cuantas veces con el mismo, se me esfumaban las ganas. Estaba tan lejos de lo que había visto en las pelis, donde las parejas llegaban sincronizadas a un orgasmo deliciosamente agotador y salvaje, que pensé que algo andaba mal dentro de mí. Quizás se debiera a mi falta de experiencia o, como me habían sugerido, a un problema de frigidez. Definitivamente, era frígida. Me etiqueté como tal y empecé a aceptar mi condición.
Por suerte, pronto descarté aquella idea al conocer a mi actual pareja. Entonces el sexo se transformó en un bosque de claroscuros en el que perderse juntos. Descubrí que de frígida no tenía nada, sino que mis anteriores parejas habían sido incapaces de darme el placer que necesitaba.
La siguiente etapa comenzó tras mis intentos fallidos de quedar embarazada. El sexo se volvió una tarea más que planificar en la agenda -esto no es un eufemismo, pues llegué a anotarlo por escrito-, y perdió toda su espontaneidad y frescura. El coito dependía de mi calendario de ovulación y de mi temperatura basal. Cuando, tras dos años, por fin conseguimos la segunda línea roja en el Predictor, comenzó la abstinencia sexual. Puedo contar con los dedos las veces que hubo penetración durante el embarazo. Esperaba ansiosamente la famosa subida hormonal del segundo trimestre, pero no ocurrió nada y me dejé dominar por mi característica apatía sexual.
De esta etapa conservo un recuerdo muy vívido. Fue el día antes de dar a luz. Estaba estirada en la consulta de mi ginecóloga, cuando ella me anunció que tenía que hacerme un tacto. Estaba de 40 semanas y, según me dijo, “no había demasiado líquido”. No me dio demasiadas explicaciones antes de calzarse un guante e introducirme su dedo en mi vagina. Noté una fuerte punzada que me hizo estremecerme de dolor. También recuerdo sus palabras cargadas de desdén cuando vio mi cara desencajada: “si esto te duele ya verás en el parto”. Parecía que aquello que me estaba haciendo era una pequeñez y que yo resultaba ser una quejica. Pero en realidad sus dedos me parecían navajas hurgando en mi cuello de útero. Una verdadera tortura. Siguiendo sus instrucciones no volví a quejarme, aunque por un momento pensé que iba a perder el conocimiento. Con el tiempo, supe que me estaba aplicando una Maniobra de Hamilton, un método mecánico de inducción del parto, sin ni siquiera avisarme ni pedir mi consentimiento.
Tuve a mi bebé mediante un parto inducido que acabó en cesárea. Por aquel entonces, poco sabía de los partos respetuosos ni de la violencia obstétrica. Y, por desgracia, no todo acabó ahí. Tras el alumbramiento sintético e instrumentalizado de mi hijo, seguí manteniendo relaciones sexuales cada vez más espaciadas en el tiempo. Me costaba arrancarme la idea de la cabeza de que aquello no me fuera a doler. Aun así, conseguí quedar embarazada de mi segunda hija dos años más tarde.
Esta vez, elegí a otro ginecólogo, varón, con el que me sentí más o menos a gusto durante los dos primeros trimestres. Pero, a medida que se acercaba el final, comencé a experimentar un sentimiento de pánico que se agravaba en cada visita. Tenía tanto miedo al tacto que, ya en la sala de espera, comenzaba a sudar. “¿Será hoy el día en el que me hará daño?”, pensaba. Y el día llegó. No fue tan fuerte como la primera vez, pero dolió, ¡vaya si dolió! Sin embargo, aquella vez no se trataba de la maniobra de Hamilton, sino de un tacto menos agresivo para determinar el estado del cuello del útero. Sufrí mucho, pues el vaginismo ya había comenzado. Y yo sin saberlo.
Tras el nacimiento de mi hija, el coito fue imposible. No importaba si hubiera habido o no preliminares. Todo acababa a la hora de la penetración. Me gustaría poder ser más sutil describiendo el dolor que me producía, pero solo se me ocurre decir que era tan desgarrador y visceral como una puñalada. Sentía el pene como un cuchillo que se deslizaba a través de mi vagina y cada encuentro acababa en lágrimas. Recuerdo que llegó un momento en el que era imposible introducirme un tampón. No entendía qué me ocurría. Llegué a pensar que padecía una enfermedad, un quiste, incluso un tumor maligno. Descarté esta idea cuando mi ginecólogo me confirmó que no había ninguna anomalía a nivel orgánico. No le dio ninguna importancia a mi problema, y me dijo que me concediera un poco de tiempo. Por suerte, contaba con el apoyo incondicional de mi pareja. Creo que siempre le estaré agradecida.
La única opción que se me ocurría era consultarlo con mi amigo Google. A pesar de dedicar horas y horas navegando por páginas de temática diversa que ofrecían informaciones contradictorias, me costó mucho dar con el término. Entre otras cosas porque, para variar, ni siquiera está reconocido por la RAE: Vaginismo. La palabra todavía resuena en mi interior, recordándome aquella etapa de padecimiento físico y psicológico. Cuando tenía la esperanza arrastrándose a dos millas tras de mí, descubrí una tienda online que vendía dilatadores vaginales. Allí leí un artículo sobre vaginismo -era la primera vez que supe de su existencia- y me pareció que no había mejor forma de describir mi situación.
Lo comenté con mi pareja y decidimos intentarlo. Comenzamos la terapia los dos, en nuestra pequeña salita. Fueron noches lacrimógenas, pero también de mucha comprensión y amor total. Al dilatador pequeño le fueron siguiendo, alegre y progresivamente, los demás. Al principio los utilizaba solo yo, pero a medida que el tamaño se acomodaba a mi vagina dejé que él lo hiciera. Pasados unos meses, estaba curada. Aún recuerdo el primer coito sin dolor. Tuvo lugar el primer día en el que me sentí preparada para ello. Una parte de mí comenzaba a revivir, y con mucha fuerza.
Han pasado tres años desde entonces y la herida no está del todo cerrada. A veces siento ganas de ir a la consulta de aquella primera doctora, la que me acusó de “blandengue”, y confesarle todo el dolor que me causó. Pero sigo siendo tan insegura como antes; tanto, que no me atrevo a firmar este artículo con mi nombre. Pese a ello, estoy convencida de que, así como yo misma conseguí remediar mi vaginismo, también conseguiré minimizar su cicatriz. Este escrito solo es un primer paso.
Para saber más sobre vaginismo, os recomendamos este reportaje: ‘Vaginismo: más cerca de la contractura que del trauma’