Lo que sí somos

Lo que sí somos

Itzel Evia Osalde

Foto del archivo de la colectiva Reflexión y Acción Feminista (RAF).

La primera vez que me preguntaron si era feminista, lo negué. Estaba en un café con un amigo y mientras lo actualizaba acerca de mis reflexiones veraniegas –en las cuales se me revelaban las […]

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20/07/2018

Itzel Evia Osalde

Foto del archivo de la colectiva Reflexión y Acción Feminista (RAF).

La primera vez que me preguntaron si era feminista, lo negué. Estaba en un café con un amigo y mientras lo actualizaba acerca de mis reflexiones veraniegas –en las cuales se me revelaban las desigualdades en el trato entre mujeres y hombres- vi como sus gestos se iban transformando en una expresión de fastidio y culminaban con la pregunta ineludible: ¿eres feminista?

Ahora que sí me asumo feminista, también repito ese inacabable repertorio de premisas básicas –bienintenciondas- para explicar de qué va el movimiento: “El feminismo no es lo mismo que el machismo”, “Las feministas no odiamos a los hombres” y “No hay un solo feminismo”, entre muchas otras.

“No empezar con un no” fue de los primeras sugerencias que recibí cuando me enseñaron a redactar titulares, por un lado -me explicaron- la cabeza nos puede jugar una mala pasada y suprimir el “no”; por otro, restamos fluidez a lo que pretendemos destacar –generamos confusión, pues- o sino, auguramos un innecesario pesimismo a quienes nos leen. Añadiendo a que tampoco nos hacemos un favor en los motores de búsqueda.

La programación neurolinguística (PNL) descifra que a pesar de que el cerebro sí procesa la palabra “no”, ordena las representaciones mentales almacenadas para entenderlas y después, negarlas. Un ejemplo común es pedirte que no pienses en una manzana roja. Por favor, no lo hagas.

¿Y qué acabas de hacer?

De ahí a que sea más efectivo decirle a un menor que sea cuidadoso con los objetos a su alrededor, en vez de advertirle que no los toque. En castellano común –y como la historia se ha encargado de recordarnos- las prohibiciones llevan consigo la tentación de romperlas, por muy bíblico que nos suene el asunto.

Ya Martín Caparrós describió una desazón similar con respecto a la clasificación impuesta en las librerías sobre las obras de no-ficción “Imagínese que a usted, Gonzalo González, lo definen así: no es una mujer, no es un plantígrado, no es australiano pero tampoco tutsi, no nació hace dos años, no trabaja en la mina de carbón, no sabe matemáticas, no tiene un chalet en la sierra –y tal-. Decir que son porque no son no parece una buena estrategia”.

Si la máquina del tiempo existiera, reanudaría mis entrenamiento de patinaje pero también regresaría a ese café para responderle a mi amigo que sí soy feminista, que en México asesinan a 7 mujeres al día y que él también debería ser un aliado feminista.

Quien soy yo para dar consejos, pero como ya llegaron hasta aquí me siento con la responsabilidad de agregar que esas aclaraciones que comienzan con el “no”, tendríamos que modificarlas en lo que sí son, tal como me sugirieron en la sala de redacción. Si el feminismo fuera como el machismo, estaría en nuestras casas, nos bombardearían con su publicidad, aparecería en nuestros chistes y proverbios populares, el lenguaje incluyente sería la norma y deseándolo o no, dominaría la “mirada feminista” –en oposición al “male gaze”-.

Todavía más, las feministas sí odiamos a muchos hombres: al padre ausente que nunca pasó una pensión, al maestro que aprovecha cualquier momento para mirarnos los pechos, al amigo que nos traicionó porque lo rechazamos, al ex que nos violentó y encima ahora nos llama locas, al jefe que nos paga menos por hacer el mismo trabajo, al que dice que no viola ni golpea pero comparte chistes de violación y maltrato hacia las mujeres, al que se las da de feminista para obtener un puesto político, al que desgasta sus energías en desmarcarse del machismo pero las invierte en cuestionar el testimonio de una víctima, al hombre desconocido en la calle que nos tocó los glúteos y al policía que minimizó nuestra denuncia cuando se lo contamos. Y sí, a todos ellos los odiamos gracias al feminismo porque nos hizo darnos cuenta que lo vivido no fue una cosa de suerte china y que por lo contrario, es la única ruta en la que se nos permite transitar como mujeres.

El feminismo, como movimiento social y político, tiene muchas vertientes y algunas son más aceptadas que otras. La lesbofeminista butch con vellos en las axilas y la femme que viste de rosa y tacones – y todas las que se mueven en ese amplio gradiente- tenemos mucho en común: creemos a las víctimas porque nosotras lo hemos sido, alzamos la voz para contar nuestras propias historias y nos unimos en los espacios físicos y virtuales para reivindicar lo que nos pertenece por ser personas, porque ¡oh sorpresa! SÍ que lo somos.

 

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