‘Crónica jonda’: flamenco para descifrar la vida
Silvia Cruz Lapeña cree que ninguna música se entiende sin su contexto aunque a ratos bifurcó el camino y empleó el flamenco para descifrar el país en el que vive y a sí misma. En el libro 'Crónica jonda' (Libros del K.O.) viaja por festivales y habla de muchas cosas, como la gentrificación, la precarización del periodismo, la falta de apoyo institucional a la cultura o a las personas en situación de dependencia. Publicamos dos capítulos.
Banda sonora para leer estas líneas y el libro:
No son calcetines
Una llamada de teléfono nada más estrenar mayo me empuja hasta un tren en el que voy junto a mi hermano a despedir a mi abuela Concha. Se está muriendo. Vamos los dos a encontrarnos con nuestros padres y con una infancia que se ubica en el Sur de España. Baena, Córdoba, es un pueblo que no alcanza los 30.000 habitantes y la recuerdo como un pueblo lleno de vida en verano y que poco a poco dejó de ser alegre hasta en estío.
Ferran y yo reímos en el trayecto. Cada vez que estoy con él me siento niña, e incluso lo que no he sido nunca: una más pequeña que él. Nos da risa cómo se come el bocadillo la señora de delante; las preguntas que le hace la mujer de detrás a la chica que va a su lado; reímos cuando le cuento la última conversación que tuve con mi abuela más o menos un año antes. En mi familia reímos a veces para no gritar. En el funeral de mi otra abuela, Consuelo, cuatro años antes hubo gente que me recomendó que vigilara a mi madre. Reía y saludaba a la gente como si estuviera en una fiesta. Hubo quien pensó que estaba loca. Yo sabía que recurría a la risa para salvar la vida.
En ese tren ultrarrápido recuerdo el día que mi madre cedió a “ir a ver a Jesús”, que es la forma en que se refieren en Baena a la visita que se hace los viernes a la talla que hay en la iglesia de Jesús Nazareno. Ella no quería, pero mi abuela Concha, su suegra, la convenció. Esa misma noche entraron a robar en el taller de confección que habían montado mis padres para ganarse la vida. Mi madre maldijo a la mitad del santoral y en la otra mitad, mi padre optó por cagarse. Con esa experiencia, la que me parió inauguró una suerte de superstición inversa y jamás volvió a pisar aquella iglesia. Mi hermano ríe con carcajadas sordas cuando le cuento la historia. Sólo se le cortan cuando al teléfono le llega información sobre mi abuela Concha.
Llego a Baena donde me espera la hermana que nunca tuve: se llama Raquel y tiene ojos de mujer total. Nos lleva en su coche a Cabra, donde está la clínica, pues Baena no dispone de una. Entro al Hospital Infanta Margarita de Cabra y veo a mi yaya. A sus 92 años está claro a qué ha venido a esta habitación. “Está mujer se está muriendo”, dice el médico con tacto pero usando un gerundio que a mí me cabrea no sabría ni medir cuánto. Comparte espacio con una señora de 99 años y a atenderlas viene sólo un enfermero cada vez. Aquí los sanitarios vienen de uno en uno y te piden ayuda para cambiarla, para moverla y para todo porque el compañero anda en otra tarea que posiblemente tampoco debiera estar haciendo solo.
Paso la noche con mi hermano y mi abuela. A las ocho de la mañana salgo a la puerta del hospital a tomar aire fresco y un café. Hay una enfermera hablando con otra y hago lo de siempre: escuchar charlas ajenas. Hablan de la situación que viven, de que el sindicato va a organizar otra protesta, de que siempre igual. No puedo evitar interrogarlas y me cuentan que ha habido recortes, claro, pero que no son nuevos ni de esta crisis, que vienen de lejos y que las listas de espera son de locura. Ya en casa miro los datos: esas listas a las que se refieren han aumentado un 300%. Y me acuerdo de que unos años antes se habían abierto unos quirófanos en Baena para atender intervenciones menores. Se abrieron en 2003 y se cerraron en 2012. Unos días antes de llegar yo a Cabra, el sindicato Setse había pedido que se volvieran a abrir para aligerar la presión. Pero todo lo que pueden hacer desde el ayuntamiento es instar a la Junta de Andalucía a que lo haga. Y la Junta dice que es el Gobierno central el que los ahoga. Y el Gobierno central, si reconociera los problemas, le echaría la culpa a Bruselas.
Pocos políticos creen en la universalidad de la educación y la sanidad. Un día se me ocurrió un tema para un reportaje que nadie quiso comprarme: averiguar cómo gestionan sus señorías a sus mayores y/o a las personas dependientes a su cargo. Incluso en mi entorno alguien me dijo que ese era un tema privado. A mi madre ese asunto privado le costó una depresión. El día que dejó a su madre en una residencia lloró lágrimas de sangre. “Estoy muerta por dentro”, me dijo un día. Pero ni siquiera tenía tiempo de intentar resucitarse arreglando papeles y buscando la forma de asumir unos gastos que superaban con creces sus ingresos.
Por suerte para nosotros, la enfermedad de mi abuela Consuelo se agravó antes de que se hablara de crisis, porque en cuanto se confirmó la recesión, las listas de espera en Cataluña empezaron a engordar y la Generalitat tuvo que acabar reconociendo que se les moría la gente antes siquiera de poder evaluar su grado de dependencia. Por afinar: en noviembre de 2013, la consellera de Benestar Social i Família, Neus Munté, reconocía que 7.974 personas residentes en la ciudad de Barcelona murieron sin que los servicios sociales hubieran hecho una valoración de su estado de salud para dar o denegar la atención. Y otras 9.084 fallecieron antes de que se les pudiera hacer el Programa Individualizado de Atención (PIA). Mi madre tomó una decisión antes de que fuera tan tarde y se puso a pagar una plaza con un dinero que no tenía para darse la opción a ella misma de seguir viviendo.
Vuelvo a la habitación donde está mi abuela. Al vernos a Ferrán y a mí, Concha revive. Parece que oye y entiende lo que le decimos. Yo le canto y hasta le bailo un poquito. Y ella sonríe. Salgo de vez en cuando a tomar el aire y hablo con otras dos enfermeras que me confirman que falta personal. Al preguntarles, no me quejo, sólo pregunto, pues siempre tuve claro que se dispara hacia arriba pero ellas piden comprensión. “A base de comprendernos van a acabar aniquilándonos”, les contesto intentando ser extrema, una manera muy mía de procurar ser graciosa. Sonríen y me cuentan que es difícil atender bien cuando te faltan manos y sobre todo, humor.
Me viene a la cabeza entonces una frase que dijo Cristina Fallarás el día que las dueñas del diario Factual llegaron para echar a la calle a tres cuartas partes de la plantilla y nos pidieron que aún así, siguiéramos trabajando:
“Oiga, que aquí no hacemos calcetines”, les contestó la que era mi jefa y me pareció acertado.
Hay que tener la cabeza si no fría, al menos templada, para escribir con rigor sobre lo que sucede en el mundo. Por eso, sentada en la puerta de ese hospital, intento imaginar el grado de templanza que debe requerir tratar con pieles, órganos y seres a punto de morir. Eso sí que no son calcetines.
Puede pasar en cualquier momento
Mi abuela no se muere. Lo que parecía algo inminente se está alargando unas horas, las suficientes para que los vivos desesperen. También el cuerpo médico, que insinúa a que sería mejor que Concha acabara sus días en casa. Necesitan camas y nosotros desoímos sus insinuaciones porque los ritos nos gustan ancestrales, menos el de la muerte, que lo preferimos al estilo del siglo XXI.
A primera hora de la mañana, salgo a la puerta. Es mayo, un mes intenso en Córdoba: ferias, cruces de mayo, novenas y alguna romería. También en lo olfativo es muy potente, pues ya está la primavera reventada por las costuras y todo se llena de polen y alergias y de olor a naranjos. Se barrunta la época seca y la gente ya va casi sin ropa. Lo noto en esa puerta de hospital por la que no paran de entrar mujeres. Sobre todo mujeres.
“¿Y no es muy machista el mundo del flamenco?”
Esa es la pregunta que me hacen algunas y ahora también cada vez más hombres, cuando saben que me dedico, en parte, a ese mundillo. Molestan las letras de muchas canciones, que algunos hombres se muestren tan gallitos y que las mujeres parezcan gitanas hasta cuando no lo son. Yo siempre contesto lo mismo: “Tan machista como el país en el que vivimos.” Pero se lo toman como un chiste o un recurso literario. Y juro por mis falanges que no pretendo ser graciosa.
Atiendo llamadas y contesto mensajes en mi teléfono en la puerta del hospital mientras veo como ellos conducen y ellas se apean cargadas con bolsas llenas de ropa y comida y todo lo necesario para pasar el día cuidando a su enfermo. Su enfermo muchas veces es, en realidad, el enfermo de su marido, pero lo cuida ella. Lo sé porque para atender a la señora que vegeta al lado de mi abuela han pasado ya tres nueras. Los hijos vienen, sí, callados la miran y entran y salen de la habitación, sobre todo cuando el enfermero pide que alguien le eche un cable para ponerle una lavativa. Las mujeres están siempre dispuestas para quitar un pañal o darle a un anciano su natilla. Para la mierda y la comida.
No estoy ciega. En el flamenco, creo que no tanto en otros ámbitos, te pueden llamar “chiquita” aunque hayas pasado de los 30. A mí, personalmente, me resbala aunque entiendo la gravedad de las palabras: vivo de ellas, las mido a cada instante. Sé que lo que se nombra, existe, y que ese hombre que me llama “chiquita” no tiene ninguna mala intención ni ganas de menospreciarme: sólo lo hace.
Conozco redacciones de diarios, agencias de comunicación, universidades, bares, tiendas, carnicerías e incluso la obra. He trabajado en esos sitios y en alguno más. A estas alturas sé que hay otras formas de ser machista que pasan por parecer que no se es. He visto editores seducir a escritoras o aspirantes a serlo, prometerles algo, llevarlas al catre y olvidarlo todo. Me cuesta entender por qué ellas acceden estando tan lejos de las señoras con las que comparto habitación los días de hospital.
También he visto directores de diario o jefes de redacción no plantearse el ascenso de estupendas periodistas más capaces que algunos compañeros. Pero también he visto darle el puesto a mujeres sin más mérito que ser hembras y me he enfadado y renegado de mi sexo varias veces. Yo tengo un padre que me dio trabajo cargando sacos de yeso en una obra y no temió ni un segundo lo que nadie dijera y quizás esas sean las cosas que marcan cómo va el mundo, no las teorías.
Vuelvo a la habitación a relevar a mi hermano y me encuentro con la cuarta nuera de la señora de 99 años. Es una mujer de 64 muy divertida, que me cuenta que su suegra no la ha tragado nunca y que le ha hecho la vida todo lo difícil que ha podido.
– ¿Y aún así viene usted a cuidarla?, pregunto contagiada por su apertura.
– ¿Y qué voy a hacer?, contesta.
Su respuesta me recuerda cosas que he visto y otras que he leído sobre el “familismo implícito.” De eso habla Sigrid Leitner, socióloga alemana a la que recurre Raquel Martínez-Buján1, autora de un estudio en el que destaca que en Andalucía un 84% de los mayores dependientes son cuidados exclusivamente por su familia. Es lo que se denomina “familismo subvencionado” porque alguna ayuda, mayor o menor, sí reciben pero a sus enfermos o mayores siguen cuidándolos en casa. De lo que habla ese informe es algo que no es flamenco, sino mediterráneo: un sistema con servicios sociales débiles que delega el cuidado a la parentela. Y cuando dice parentela, quiere decir la mayoría de las veces una mujer de la familia.
Veo a esa cuarta nuera lavar a su suegra, darle un besito, hablarle con gracia y me resulta sincera. Me enternece su capacidad para tratarla así, pero a mí con la ternura me pasa como con las colonias, que mi piel no las absorbe. Por eso, recurro al CIS, porque las cifras me enjugan las lágrimas. Según el Barómetro de marzo, el cuidado de los hijos menores de tres años recae en la madre en un 82% los casos. Las abuelas ya son la segunda opción (7,5%) y el padre de la criatura, la tercera (4,8%). Solo en un 4,3% de los casos el menor es atendido por una guardería y un 1,8% de los hogares paga para que otra persona se ocupe de ellos. Con los enfermos y mayores no es diferente.
La crisis ha servido para dar noticias lacrimógenas y se han propagado por doquier medias verdades. Los datos me enfrían el pulso, pero sé que en los números puedo encontrar equilibrio, no la verdad. Por eso, cuando las estadísticas me han templado, vuelvo a la vida y observo qué hace la gente. Mi prima pare y se queda en casa. Mi compañera de trabajo da a luz y se queda en casa. Ni una semana de su baja la disfruta su marido. Una de mis mejores amigas tiene hijos y hace lo mismo. Nadie la obliga. ¿O sí? ¿Patriarcado? ¿Automatismos? ¿Presión social y familiar? Sea lo que sea, ellas no son mis abuelas ni viven sus circunstancias y sin embargo, eligen la misma vida que las otras llevaron sin más opción.
Subo pensando en mi abuela y en su vida, en lo que dista de la mía y lo poco que dista de la de mi prima. Es cierto que mi yaya no tuvo el mundo al alcance de su mano en su teléfono, pero creo que a ambas les queda igual de lejos lo que hay detrás. A mí tampoco me queda cerca, sólo peleo. Y no me da ventaja, sólo me ahorra migrañas. Tengo suerte con mis amigas, no recurren a eso de “no sabes lo que es hasta que te pasa” en referencia a la maternidad. De hecho, algunas que ya han pasado por ello me dicen cosas que casi nadie espera: “No tengas hijos.” Muchas de las que se escudan en los tópicos para explicar por qué hacen con el cuidado de sus hijos y sus trabajos lo contrario de lo que predican, se sienten culpables por no hacer de su vida un ejemplo para otras mujeres. Yo las exculpo sin juicio pero hay que retratarlas.
Subo a la habitación y observo a mi abuela. Recuerdo un millón de cosas al mirarla: que me enseñó a coser, que me enseñó canciones, que me reñía por sentarme con las piernas abiertas cuando era cría, que intentó arrancar de mi cabeza el “Cara al sol” que me enseñó una vecina, que me legó sus recetas de gachas y de pestiños, que me intentó inculcar sin éxito su amor por las macetas. Y también hago otro recuento y compruebo que ninguna de esas cosas se las enseñó a mi hermano.
Oteándola desde mi condición de viva, descubro que aún no piensa morirse. No es un dato objetivo, ni una experiencia, pero está tan claro como que ya es mayo. Sabiéndolo, decido volver a Barcelona para retomar mis obligaciones y esperar una llamada.
“Puede pasar en cualquier momento”, dice el médico y estoy a punto de preguntarle qué y si puede establecer una horquilla temporal. No estoy segura de que mi humor sea apropiado y decido callarme. Regreso como me fui, con mi abuela muriéndose en un hospital donde el cuerpo de enfermería está en pie de guerra, sin ánimos para animar, ni manos suficientes para lo básico y una familia desconcertada porque el desenlace es evidente pero no tiene fecha.
Ya de vuelta, le contesto un correo a mi amigo Braulio que quiere saber cómo estoy y le cuento que me voy con una alegría enganchada en la retina, algo que sucedió la noche anterior cuando mi hermano y yo hacíamos guardia junto a la cama de la madre de nuestro padre. Yo estaba adormilada y de repente, vi la sombra de unas manos en la pared. Eran los dedos nonagenarios de mi abuela y los vi elevarse lentamente, muy pero que muy despacio. Los levantó a la vez y cuando sus manos casi se rozaban, empezó a hacer palmas. Mi hermano me miró incrédulo, con las cejas a punto de invadirle las entradas. Esa señora había estado todo el día inmóvil y respirando con dificultad y en ese momento de la noche, se despejó, se arrancó la ropa y se apartó las sábanas, se quedó en pelotas y empezó a hacer unas palmas muy flamencas. Cuando acabó, bajó los brazos con cuidado y se puso bien el pelo. Mi hermano y yo reímos procurando no hacer ruido, ahogándonos de risa y de tristeza.
“Puede pasar en cualquier momento”, había dicho el médico. Sí, doctor, eso es la vida: que puede pasar cualquier cosa en cualquier momento.
1 Martínez-Buján, Raquel: La reorganización de los cuidados familiares en un contexto de migración internacional. Revista Española de Investigaciones Sociológicas. 2014 enero-marzo
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