Cuando acaban las clases, sueles ver a otrxs chavalxs siendo insultadxs por tener los ojos marrones. Hasta hay quien se lanza aún más y les propina un puñetazo. Si te paras a pensar, recordarás que algunxs han sido insultadxs simplemente por ser amigxs de gente con los ojos marrones, acusándoles de tenerlos también de ese color (aunque realmente no sea así). Rápidamente, buscas unas gafas con las lentes oscuras y te las pones, porque no quieres que eso te ocurra a ti.
Imagina ahora que un día tu madre te pregunta por el color de tus ojos (a pesar de que ella misma tras la conversación afirma que “ya los había visto”), y cuando le confirmas que son marrones, llora. Y te dice que no quiere que tengas “eso”. Que no le digas nada a tu padre o al resto de tu familia, que ella se encargará de “suavizarlo”.
Te vas a tu cuarto y también lloras. Pero nadie te pregunta por qué. Es más, ves cómo ella durante los siguientes días deja de hablarte y de reírse (o al menos de reírse contigo) y apenas te mira, como si ver tus ojos marrones le hiriera en lo más profundo y le decepcionara.
Tú también te sientes decepcionante.
Pasan los meses y no habláis sobre eso.
Tras un tiempo, tus padres empiezan a fijarse en que has dejado de utilizar las lentes oscuras y que enseñas “demasiado” el color de tus ojos, y te dicen que tengas cuidado, que la gente se va a reír de ti como vayas enseñando eso, y en el peor de los casos puede hasta que te peguen, que es mejor ocultarlo.
De hecho, un día efectivamente te agreden y llegas a casa con la cara rota. Y lo primero que te dicen es que la culpa es tuya por no ponerte gafas de sol para salir en mitad de la noche con tus amigxs.
Y tú no lo entiendes, porque joder, es solo un color. A ti te gustaría que te hubieran abrazado, que te hubieran dicho que no es justo, que menudxs cabronxs por hacerte eso, y que efectivamente, es solo un color y nadie se merece ser maltratadx por un jodido color. Pero no, parece ser que el amor incondicional de tus padres sí que tiene algunas condiciones. Así que te vas al baño, te curas solo, te vas a tu cuarto y vuelves a guardar en la mochila las gafas de sol para no salir sin ellas.
Resulta que no solo te estaban rompiendo la cara, sino también las ganas de vivir.
Un poco surrealista todo esto, ¿no?
Ahora cambia los ojos marrones por gay, lesbiana, o cualquier orientación del deseo diferente a heterosexual. Cambia las gafas de lentes oscuras por ocultar la pluma, ser más femenina, no llevar esa ropa, ser más masculino, ponerte solo vestidos, no pintarte, fingir que te gusta alguien del sexo opuesto delante de “tu gente”, no ponerte vestidos, no hacerte ese corte de pelo, pintarte más. No llamar la atención. No decir GAY en voz alta. No hablar de novios o novias, sino de parejas o compañerxs. Dejar de hablar del temita, porque no todo tiene que girar en torno a eso siempre, y de vez en cuando podríamos ser normales y tener una conversación normal.
Normal.
Normal.
Normal.
¿Entonces no soy normal?
Volvamos a la conversación con tu madre. Aquí no hace falta que cambies nada: efectivamente, te pide que no seas eso. O al menos, a mí me lo pide. Y en ese momento, sientes que no vales, porque ya no es la gente de fuera la que te dice que no es normal; es tu madre quien te está diciendo que no seas algo que no puede ni nombrar. Es tu padre quien ni siquiera le dice eso, ya que nunca habla del tema (o no lo hace contigo). Son ellxs quienes te culpan por ser agredido.
También sientes miedo. Porque antes quienes te rechazaban era gente que, de un modo u otro, quizás te daban igual, pero ahora resulta que, quienes en plena pre-adolescencia consideras que son las personas que más te van a querer (y aceptar), te quitan de un plumazo tu valía por algo que forma parte de ti. Y empiezas a creerte que no le importas a nadie. Que realmente algo debes estar haciendo mal.
Que no eres normal.
Ojalá pudieras cambiar la conversación y transformar eso en una palabra más amable, que no te hiciera pensar que estabas enfermo y eras un error. Parece que hasta decir gay o lesbiana, a veces, es difícil.
Pero oye, que estas cosas ya no pasan.
O al menos eso me llevan diciendo a mí desde que era adolescente y me pasaron todas estas cosas que le pasan a quienes tienen los ojos marrones.
Y oye, me siguen pasando.
Pero yo, desde luego, ya no me pongo gafas oscuras.