A mi abuela Gloria | #SORTEO Libro
*Este texto forma pare de la obra Memorial a ellas de Alicia Domínguez que vamos a sortear. Datos abajo del artículo.
Alicia Domínguez
Se llamaba Gloria y era muy hermosa. Poseía esa belleza triste e inasequible propia de las mujeres que arrastran una pena desde antes de nacer. […]
*Este texto forma pare de la obra Memorial a ellas de Alicia Domínguez que vamos a sortear. Datos abajo del artículo.
Alicia Domínguez
Se llamaba Gloria y era muy hermosa. Poseía esa belleza triste e inasequible propia de las mujeres que arrastran una pena desde antes de nacer. Una pena que no es solo suya, sino de todas las mujeres que la precedieron y de las que la sucederán. La pena de Eva y del paraíso perdido.
La recuerdo siempre con su pelo blanco y una piel de cera que, a pesar de intentarlo, ni el tiempo ni los sufrimientos lograron estragar. Me atrevería a decir que ni la misma muerte: la última vez que la vi, minutos antes de cerrar el ataúd, seguía pareciendo intocada por la parca.
Se hizo cargo de mí cuando yo tenía apenas un año. Ella, sesenta y dos y una historia plagada de sacrificios y renuncias. No fue tierna ni cariñosa. Nunca lo fueron con ella y lo que no se recibe difícilmente se puede dar, pero me lo entregó todo a su manera, sin alharacas, de forma silenciosa, aunque efectiva. Y me dio un consejo que siempre le agradeceré. Ella, que tuvo que abandonar la escuela con apenas seis años –firmaba con la huella, algo que le avergonzaba mucho cuando iba a retirar su pensión a la caja de ahorros–, nunca se cansaba de repetirme: «Estudia, estudia, que la instrucción es el único camino que tenemos los pobres para salir de la miseria. Y nunca dependas de ningún hombre. Válete por tus propios medios. Siempre».
Era la pequeña de una familia de seis hijos en la que los dos varones fallecieron antes de llegar a la adolescencia –en nuestra familia solo las mujeres alcanzan la vejez, como si el sufrimiento preservara de la muerte–. Su padre era funcionario de prisiones y, durante años, vivieron de pueblo en pueblo: Jerez, Arcos, Bornos… al compás de los traslados que le ordenaban. Mi abuela recordaba esa época con amargura: «Cada vez que mi padre venía con un sobre con el membrete de la Dirección General de Prisiones, Mamá Lola se recluía en la cocina y no salía en todo el día. No paraba de llorar. Y yo no sabía qué hacer para consolarla…».
La casaron con diecisiete años, tal vez no contra su voluntad, pero sí sin su consentimiento. Y así, difícilmente se puede ser feliz. Mi abuelo, un hombre con muchas inquietudes sociales, tantas, como escasa su implicación con la familia, la hizo sufrir mucho. Porque no la quiso, o lo hizo a su manera –quién sabe lo que pasaba por la cabeza de esos machos educados para ser el centro del universo y para los que la mujer era apenas una proveedora de hijos y sexo o una cuidadora del hogar–; porque le fue infiel, más de una vez llegaron a sus oídos las historias de sus amoríos que ella encajaba con resignación; y porque cuando lo detuvieron, tras el golpe de Estado del treinta y seis, la dejó sola a cargo de cinco hijos. Ese sería solo el ensayo general de otro abandono, el definitivo: en el año cuarenta y siete, el abuelo Pepe murió víctima de la explosión del almacén de la Base de
Defensas Submarinas de Cádiz. Conducía un camión por la avenida San Severiano y la detonación lo destrozó. La abuela tardó dos días en encontrarlo, tal era la cantidad de muertos y heridos que se hacinaban en la morgue y en los pasillos del Hospital de Mora. Durante años, conservó en el altillo de casa la caja con productos argentinos que Eva Perón regaló a las familias de las víctimas de aquella tragedia.
Era una mujer frágil a la que la vida convirtió en acero templado a base de reveses. Dura, perfeccionista y triste. Apenas si se reía y, cuando lo hacía, se dibujaba en su cara un rictus de amargura imposible de disimular. Ocultó su miedo tras una máscara rígida que nunca se quitó. En los veintitrés años que pasamos juntas solo la vi llorar dos veces –ni siquiera cuando murió su hijo Alberto derramó una lágrima–: cuando aprobé las oposiciones de la Caja de Ahorros de Cádiz – «Yo sabía que lo conseguirías, hija. Fíjate que ni recé. Total, no sirve de nada. Anda que no he rezado yo en mi vida y, al final, ¿para qué?»– y cuando salió el rey en televisión la noche del 23F anunciando que había ordenado restablecer el orden constitucional. Horas antes, cuando Tejero entró en el Congreso, ordenó a la familia que se reuniera en su casa: «Aquí está lo poco que he conseguido ahorrar en estos años. Si el golpe triunfa, te vas a Tánger –le dijo a mi tío Juan José, que se había significado sindicalmente en Astilleros–. No soportaría que te pasase nada. Otra vez no». Pequeños destellos de una humanidad que recluyó en su interior temerosa de volver a sufrir si se decidía a mostrarla.
Cuando se murió del todo, llevaba muerta en vida desde hacía tres años víctima del Alzheimer, le prometí que no seguiría su camino y que me sacudiría ese espíritu trágico que acompañaba a las mujeres de nuestra familia por los siglos de los siglos. Y yo siempre cumplo mis promesas.
Estoy segura que desde allá arriba me mira feliz. Y, a pesar de su cabezonería, se alegra de que no la creyera cuando me decía eso de que era una pena haber nacido mujer porque, con lo lista que era, todo me iba a costar el doble. Como escribí en un artículo que le dediqué, aunque es cierto que todo nos cuesta el doble, en compensación, sentimos el doble, amamos el doble, gozamos el doble (hasta de los orgasmos), lloramos el doble, para lo bueno y para lo malo, reímos el doble, soñamos el doble y disfrutamos el doble de la compañía de mujeres luminosas, peleonas y fuertes, y de hombres que las aman, las respetan y las admiran por gozar, llorar, reír, soñar, luchar y sentir el doble.
Gracias, abuela, por todo lo que me diste. Cada vez que sueño contigo, ríes.
Eso es buena señal.