Mi opresión es la suprema

Mi opresión es la suprema

¿Cuál es para ti la principal brecha social, el principal eje de injusticia? ¿El género? ¿La clase? ¿La raza? Probablemente tu respuesta (como la mía) esté condicionada por tu posición en la sociedad, por las opresiones que te tocan. La primera temporada de la serie 'American Crime Story', que recrea el juicio contra el jugador de fúbol americano O.J. Simpson, muestra esto de una forma contundente y sirve de guía para una comprensión interseccional de los sistemas de poder.

28/11/2018
Un fotograma de 'American Crime Story' en el que Marcia Clark se desahoga con su ayudante Christopher Darden

Un fotograma de ‘American Crime Story’ en el que Marcia Clark se desahoga con su ayudante Christopher Darden

Para quien no conozca la historia, en 1995 el deportista afroestadounidense O.J. Simpson fue juzgado como único sospechoso del asesinato de su exmujer, Nicole Brown, y del novio de esta. La fiscal, Marcia Clark -mujer blanca- hizo de este caso un emblema contra la impunidad de los agresores machistas. Simpson, por su parte, terminó poniendo al frente de su equipo de abogados varones y blancos mediáticos al activista negro Johnnie Cochran, cuya estrategia de defensa consistió en sostener que las pruebas contra O.J. eran resultado de un montaje policial. Cochran veía en este caso un emblema para denunciar la criminalización y la violencia sistemática que enfrentaban los hombres negros por parte de la policía de Los Ángeles.

No quiero estropearos la serie, pero este caso plantea una situación de lo más interesante: la disputa entre “las mujeres” y “los negros”, y el rol de las mujeres negras en esa encrucijada. Uno de los momentos más decisivos es cuando fiscalía y defensa tienen que formar el jurado popular compuesto por 12 personas. El resultado es sorprendente: eligen a un total de nueve personas negras, dos blancas y una latina; en total, diez mujeres y dos hombres. ¿Por qué? Porque Cochran quería elegir al mayor número de miembros afrodescendientes posible, mientras que el objetivo de Clark es que la mayoría fueran mujeres. La fiscal creía que las mujeres, independientemente del color de su piel, empatizarían con una víctima de la violencia machista y no con su presunto agresor. Ese fue un gran error. Tal y como predijo Cochran, las mujeres negras empatizaban más con O.J. -un tipo carismático y un modelo de éxito pese a que viviera desconectado de la comunidad negra- que con su exmujer blanca. Y, lo que tal vez fuera más importante, se sentían más identificadas con el discurso de Johnie Cochran que con el de Marcia Clark, cuyo segundo error garrafal fue insistir ante un jurado racializado que la raza no tenía relevancia en este caso.

Las feministas afroamericanas desarrollaron la teoría de la interseccionalidad —término acuñado en 1989 por la activista y académica Kimberlé Williams Crenshaw— para señalar la encrucijada en la que se encontraban, siendo mujeres en una sociedad patriarcal y negras en una sociedad supremacista blanca. En el juicio a O.J. Simpson se vio un choque que podemos reconocer en el feminismo actual en nuestro contexto: mientras que las blancas hablan de sororidad entre todas las mujeres del mundo -sin importar la raza, qué fácil es decirlo cuando una es blanca-, la hermandad de las negras -la sisterhood y el brotherhood remite a la resistencia de una comunidad marcada por la esclavitud y la segregación, sostenida también por las mujeres blancas.

Y así, una blanquita como yo empatiza con Marcia Clark (a pesar de su negación del racismo) porque sufre ataques sexistas, y aborrece a Johnnie Cochran, que es (con perdón del exabrupto) un macho de mierda. Confieso que me costó asumir que en la valoración de las mujeres afroestadounidenses pesase más la raza que el género. Confieso que pensé: “espera, igual esto es porque en 1995 todavía no había conciencia social sobre la violencia machista, igual en 2018, después del #Metoo, la cosa hubiera sido distinta”. Y luego recordé que en Estados Unidos no sólo hay un movimiento #Metoo -que, aunque iniciado por la afroestadounidense Tarana Burke, en el imaginario se relaciona con las actrices blancas de Hollywood-, sino que también hay un movimiento #Blacklivesmatter. Y entonces esta blanquita se da cuenta de lo significativo que es que en su cabeza un movimiento contra el acoso sexual iniciado por famosas blancas esté mucho más fresco que un movimiento social que clama contra la brutalidad policial racista. Estamos hablando de adolescentes asesinados por la policía.

¿Cuántas, cuántos os enterasteis de que el pasado 11 de noviembre tuvo lugar en Madrid una manifestación contra el racismo institucional? ¿Cuántas, cuántos, recordáis quiénes son Lucrecia Pérez, Mame Mbaye, Manuel Fernández Jiménez o Mohamed Bouderbala? ¿Cuántas, cuántos nos manifestamos contra la justicia patriarcal, enfurecides por la sentencia de la Manada, y cuántas, cuántos, nos unimos a las concentraciones en solidaridad con las temporeras de la fresa que denunciaron explotación laboral y sexual en Huelva?

Las feministas blancas nos quedamos ojipláticas cuando días antes del pasado 8 de marzo la revista Afroféminas publicó un comunicado desmarcándose de la huelga feminista por concluir que ésta seguía invisibilizando a las mujeres racializadas y prestando muy poca atención a sus reivindicaciones antirracistas, más allá de alguna alusión a la ley de Extranjería. “La brecha más grande es entre blancxs y racializadxs”, escribieron, y cientos de feministas blancas les intentaron corregir, diciéndoles que la opresión de género es la primaria y la racial es secundaria. Igualito que cuando los machos de izquierdas dicen que primero la lucha de clases y luego la feminista. El patriarcado, dicen, se frota las manos al ver que las mujeres estamos divididas, que las negras y las migradas y las gitanas y las moras se desmarcan del feminismo (a secas, porque euroblanco/payo rara vez es un adjetivo).

Tienen razón en algo: al sistema heteropatriarcal, capitalista, racista y colonial le viene muy bien la disputa entre los grupos oprimidos. Que se lo digan a Trump, a Salvini o a Bolsonaro cuando azuzan la xenofobia, el racismo o la LGTBfobia para atraer a la clase trabajadora blanca. Recordemos la estrategia homonacionalista de Israel, presentándose ante Occidente como paraíso LGTB en contraposición a una Palestina reaccionaria, y chantajeando a gays y lesbianas palestinos con sacarles del armario si no colaboran con el sionismo. Pinkwashing, lavado rosa. Recordemos a George Bush utilizando la imagen de las mujeres con burka para legitimar su invasión a Afganistán.

El pasado junio los informativos anunciaron que los Mossos d’ Esquadra habían utilizado por primera vez pistolas eléctricas. Las estrenaron con un maltratador machista y fue una mujer la portavoz que lo contó ante las cámaras. Purplewashing, lavado morado: para normalizar una herramienta represiva, ayuda relacionarla con algo tan sensible como la lucha contra la violencia machista. ¿Nos pueden asegurar que no van a emplear las pistolas eléctricas para reducir a manteros?

No se me olvida un caso que seguimos cuando militaba en SOS Racismo Bizkaia. En el barrio de Zorrozaurre (símbolo del ocaso industrial que ahora pretenden convertir en el Brooklyn bilbaíno), una chica denunció un intento de agresión sexual por parte de dos chicos. Los medios hegemónicos destacaron que los agresores machistas eran magrebíes que vivían como ocupas en las fábricas abandonadas. A pesar de que los presuntos agresores tenían permiso de residencia, la noticia sirvió como pretexto para que la Policía Nacional hiciera una redada de extranjería y abriera expedientes de expulsión a otros chavales okupas sin papeles. Por cierto, en algún momento me contaron que la denunciante era gitana, pero ese dato no era relevante para los medios. Nos preguntábamos entonces, ¿cómo manifestarnos contra esas deportaciones sin que se contrapusiese a las concentraciones feministas contra las agresiones sexistas? Atribuir una serie de agresiones sexuales en la Nochevieja de 2016 en Colonia a hombres refugiados sirvió también a Angela Merkel para endurecer la persecución xenófoba. Relacionar la violencia sexual con los hombres racializados es una de las estrategias más efectivas de los racistas y xenófobos para alimentar el odio, seguro que os ha llegado algún whatsapp de este tipo. Es también, añade Lucía Mbomío -a la que le he pedido que revise este artículo- un motivo de linchamiento en la era posesclavitud (recordemos Matar a un ruiseñor) y una táctica colonial histórica: animalizar a los varones negros, mostrándolos como machos incapaces de controlar sus instintos.

Sí, al sistema le conviene mucho la disputa entre grupos oprimidos y la extrema derecha es especialista en azuzarlos. Frente a esa certeza, la lucha interseccional es el único camino. “Desgraciadamente la interseccionalidad sigue siendo una palabra que el feminismo hegemónico vacía de contenido cuando la tiene que poner en práctica”, decían en Afroféminas. Pensemos por qué lo dicen.

Yo no sé cuál es la receta de la interseccionalidad, pero sé que un primer paso es tomar conciencia no solo de las opresiones que me atraviesan sino también de los privilegios, reconocer las experiencias de personas que me dicen que es otra la opresión que a ellas más les afecta, y preguntarme qué me moviliza y qué no, con quién me identifico y con quién no. No me canso de recordar unas palabras de Brigitte Vasallo inspiradas en Boaventura de Sousa Santos: la violencia que yo vivo tendría que servirme para entender todas las violencias. Sufrir acoso machista debería servirme para entender el acoso racista. Nunca es verdad que el eje de poder que me oprime a mí o a ti sea el más grave o el más sistémico. No puede ser verdad porque, como han explicado Angela Davis o Bertha Cáceres o tantas otras, el poder heteropatriarcal, capitalista y colonial es uno solo, que muestra caras distintas. Si nos grabamos esto a fuego, partir de ahí igual podemos empezar a hablar de sororidad.

 

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