El cambio del miedo al cambio
¿Pueden sentimientos como la vulnerabilidad o el miedo al fascismo generar el sentido de identidad y pertenencia que las izquierdas no parecen conseguir?
En los últimos años unos cuantos debates han protagonizado los informativos de las grandes cadenas: la tumba de Franco, Catalunya, los másteres comprados… Sin quitar importancia a estos grandes bloques temáticos y territoriales -el último, el supuesto escupitajo en el Congreso- me pregunto hasta cuándo las cuestiones que habitan de manera constante “lo otro” van a tener el mismo nivel de importancia que aquellas sobre las que las mesas de debate dan vueltas y vueltas cada año. ¿No es raro que los problemas de la gente queden insertos en tan pocas opciones?
¿Qué habita lo otro? Lo que le ocurre a la ciudadanía de a pie: sus dificultades para llegar a fin de mes, sus problemas con el racismo, sus vicisitudes con la sanidad pública, su acostumbrarse a una inestabilidad económica, sus experiencias migratorias, sus hijes, los problemas con una precariedad que ya se ha convertido en nuestra única posibilidad de futuro, las vidas inestables de las mujeres andaluzas en familias monomarentales, las de las que ni siquiera pueden acceder a la precariedad porque, sólo verlas, ya no las contratan… Todas esas cosicas que nos contamos en la intimidad y que sufrimos en silencio y a veces con vergüenza pero que siguen perteneciendo al ámbito de lo personal: ojalá lo personal fuera político de verdad.
Teniendo en cuenta que hay medios alternativos que sí que hacen el esfuerzo porque estos problemas de la cotidianidad protagonicen los titulares, lo que vende en aquellos que llegan de forma masiva a la gente tiene que ver más con el enganche de contrarios. Los mismos marcos discursivos que sufrimos dentro de los propios feminismos porque aún no hemos sido capaces de entender que esa forma binómica de generar mundo es tan patriarcal como los contenidos que denunciamos y ponemos sobre la mesa como tales. Son formas, además, que dejan una cantidad enorme de temas y matices fuera de la agenda.
Vox bebe de esta despreocupación de todos los medios y se aprovecha además de lo que siempre ocurre cuando las situaciones de los pueblos y las personas no se contextualizan ni se atienden. Si de la situación precaria que vive Andalucía sólo damos el micrófono –por aquello de la polémica- al que dice “mucho rebujito, mucha cervecita, muchas gambitas, mucha playita, mucho ordenador…”. Si sólo hablamos de las muertes en la frontera sur cuando el Aquarius se convierte en una noticia internacional y si sólo recurrimos a lo que pasa todos los días cuando entendemos que esto es algo extraordinario; tenemos la receta perfecta para que lo que se vote en las urnas sea racismo, machismo, homofobia, xenofobia…
La gente que habita el territorio andaluz (y no me refiero sólo a quien nace aquí), la gente que hace Andalucía día tras día, no vive su estado de precariedad o sus asuntos personales, de salud o profesionales como carnaza para el debate o como estado de excepción. No comparten la filosofía de los grandes medios. ¿Cuál es ésta? La que nos enseñó a hacer periodismo con la siguiente frase: “que un perro muerda a un hombre no es noticia pero que ocurra al revés sí que lo es”.
En otras palabras, a las personas –y pongo en pie el sentir intergeneracional de toda la gente que me rodea- les aburre hasta la saciedad que sus males y sus intentos de supervivencia no importen o que sólo lo hagan cuando son vistos como algo exótico, excepcional y llamativo como para ser considerado como debate. Que tu dolorosa situación vital sea exótica ya es decir mucho… Y sí, también les aburre sobremanera ser importantes sólo cuando hay elecciones porque que instrumentalicen tu situación no mola y que milagrosamente sientan que tú y tu territorio sois sujetos políticos y que tenéis mucho que decir únicamente cuando necesitan que les votes, tampoco es agradable.
El resto del año, las personas hacen intentos: insisten en ver las noticias de su pueblo, se ponen un Canal Sur con la esperanza de que ahí sí que se diga algo de Andalucía por aquello del nombre, mientras los mensajes de Vox llegan desde las cercanías de una rotonda pintada con el mensaje “¿Dónde estás papá?”. O lo hacen con el autobús enorme y doloroso de Hazte oír, o vienen de la mano del nuevo personal que te encuentras en cada esquina del pueblo vendiéndote la palabra de Dios y un sentido de comunidad y pertenencia tan efectivo como el de las banderas en los balcones y los derbis de fútbol trasladados a la política. O los vídeos virales sobre la Re-Reconquista mandados por whatsapp: “Yo no soy del Betis, soy antisevillista…” y eso, para ser, me sobra y me basta. Porque el odio compartido une más que el matrimonio y el enfrentamiento con lo que se considera otro no sólo une, es la forma actual por la que generamos identidad. Y sólo tenemos que ver nuestros muros de Facebook.
Y así es también la conversación que se nos propone desde la Política. Desde un machismo o un racismo que es estructural y que tiene mucho que ver con sus guiones conversacionales. Unos guiones que las izquierdas políticas no han sabido cambiar por un evidente miedo a que salirse del tiesto produzca extrañeza o ausencia de reconocimiento y les acabe pasando factura. También porque la tajada de votos que se recibe de la gente que está “en contra de” parecía seguirle siendo efectiva a las izquierdas, hasta ahora.
La mala noticia es que esto a las izquierdas ya no les funciona. Que ignoremos que la ausencia de mensaje de vuelta es también un mensaje y que no hablemos nunca de ese 41,35% de la población andaluza que no ha querido estar en una conversación que se ejecuta bajo estos términos resulta tan llamativo como extraño. Que casi la mitad de la población andaluza no se haya sentido representada por la verbena de la democracia es un voto de castigo no sólo a los contenidos sino a las formas bajo las que se desarrollan los asuntos políticos. Si a esto le sumamos que quienes monopolizan los debates a nivel nacional son unos cuatro territorios y para de contar, jamás entenderá el pueblo andaluz que la democracia es algo que también le pertenece porque de los centralismos la gente está harta no, lo siguiente.
Las fórmulas como Adelante Andalucía que se han arriesgado a hacer coalición y a reconocer los saberes y las genealogías de partidos que ya hacían “Círculos” en los pueblos antes que Podemos, han asumido un cambio que no deja de ser admirable, pese a que no hayan sumado diputades. Pero ¿es esto suficiente? ¿Dónde queda la frescura o la autenticidad que tenían los partidos en sus inicios cuando llevan años haciendo política? ¿Por qué no existe una conversación abierta hacia la ciudadanía en la que se ponga en valor la vulnerabilidad, la ignorancia del “no lo sabemos todo” y la autenticidad de los intentos humildes con los que la gente sí conecta? ¿Por qué el baile de máscaras se acaba imponiendo siempre? ¿No está ya el pueblo que no quiere a la derecha cansado de acudir al voto útil como premio de consolación? ¿Cuánto creemos que se aguanta el entusiasmo así?
Si los partidos que dicen querer cambiar realmente las estructuras no las hacen temblar con una transparencia que vaya más allá de sus cuentas económicas, la gran conversación sobre la que nos movemos es exactamente la misma: la lucha de contrarios. Y si esta fórmula sigue calando en alguna gente (sobre todo en la de derechas), no cala ya en la mitad de la población cuyo silencio puede representar desidia o, como decía Susan Sontag, un auténtico anhelo de renovación sensorial y cultural al que no conseguimos llegar con estos esquemas discursivos.
Podemos seguir creyendo que casi la mitad de la población andaluza o de la gente que vive o malvive en el territorio es una irresponsable por no haber acudido a las urnas, o podemos empezar a ver en ese 41,35% a mujeres como María Antonia Pacheco, una gaditana a la que echaron del mitin de Susana Díaz en Chiclana, en el que dijo: “Hago política cada día, pero no creo en ningún partido porque cada día que llegan al poder, hacen lo mismo. Me guío por la experiencia. Creo en las personas, y tengo amigos en todos los partidos políticos. Pero en el partido y en la política no creo”.
¿Se puede hacer política sin que la gente crea en ella? ¿No tiene una profesora que imparte filosofía lograr primero que su alumnado comprenda y comparta la utilidad de la materia? ¿Cómo vamos a devolver la fe y a generar ese sentimiento de pertenencia que provoca el machismo, el racismo, el fútbol o las religiones de las rotondas sin reparar en esa gente? ¿Tenemos las personas de izquierdas que renunciar a ese cálido sentimiento de pertenencia o puede un sentimiento como el miedo que nos produce Vox generarlo?
Sabéis qué no parece ser nunca la tumba del fascismo… La política entendida como un juego de contrarios que se acogen a dos únicos grandes bloques dejando atrás las inmensas necesidades que hay en medio de ambos. La identidad de muchos partidos se nutre de este juego tanto para hacer derecha como para hacer oposición.
A estas alturas no intentar cambiar la conversación y no hacer intentos por ampliar la agenda mediática modificando las formas tradicionales de hacer discurso y generando alianzas también desde nuestras diferencias es totalmente irresponsable; y los medios de comunicación tenemos gran parte de esta enorme irresponsabilidad compartida. ¿Hacia dónde miramos, por cuánto tiempo y por qué? ¿A quiénes representamos y quiénes se están quedando fuera? ¿Dónde está el supuesto poder que tenemos si contribuimos día sí y el otro también a alimentar esta saturación con la que cada vez menos personas se identifican?
A mí hoy simplemente me sale asumir mi parte de responsabilidad como periodista y seguir apostándole a ese lenguaje que las abuelas me enseñaron (que nunca fue el de la oposición): el de reciclar, tejer y unir con lo que se tenga. Un lenguaje que pocas veces veo en los duros espacios que se consideran estrictamente políticos y que, inevitablemente, me aleja de ellos.
Traigan sus valentías pero también sus vulnerabilidades y sus miedos; traigan sus saberes pero no se dejen sus valiosas ignorancias porque, donde no hay máscaras, las inseguridades están y nos habitan y nos conviene dejar de disimularlas porque así son las cosas de verdad; y construyamos algo también con eso. Lo que sea.
Si el miedo al “otro” le sirve al fascismo, ¿por qué nuestras vulnerabilidades no pueden convertirse en fortaleza? ¿Es ese el nexo de unión identitario que la izquierda necesita para que la siempre segura de sí misma derecha no pase?