¡Aponeeerlameeesa!

¡Aponeeerlameeesa!

Abuela, madre y nieta hacen croquetas en la cocina. Luego recogerán todo en una danza íntima. Los niños no recogen. Los aprendizajes de la niña se replican en sus juegos.

Mujeres de tres generaciones se pasan platos./ Ilustración de Glòria Vives

Ilustración: Glòria Vives

En el recibidor, la abuela se descubre poco a poco la mano estirando con movimientos cortos la piel del guante que envuelve cada dedo.
La nieta sabe que ha llegado por el olor dulce de perfume caro que empieza a invadir la salita, y le cantan las tripas invocando el paquetito aceitoso manchado de chocolate que sabe que la espera. Abandona la muñeca y corre a hundirle un beso a la mejilla de melocotón, que todavía conserva frío de la calle. Empiezan los rituales de una tarde antigua de miércoles.
Mientras la nieta saborea el dulce, madre y abuela conversan en el sofá y se arreglan las uñas.
Para ablandarlas, ponen los dedos en remojo en el bol de cristal ahumado de siempre. La abuela llena el silencio repasando en voz alta las novedades de cada miembro de la familia y saca conclusiones. La madre asiente distraída, pensando en las radiografías de la mañana, en la respuesta arisca de su jefa, en la lavadora que hace demasiadas horas que se tiene que tender y en este paréntesis, de regusto de pasado, en su día a día frenético.
Se enjuagan los dedos arrugados, y con un palo mojado en un líquido rojo empujan los pellejos de los dedos hacia atrás para alargar la uña. Los empotran a su nacimiento insistiendo varias veces. ¡Demasiadas!- piensa la nieta- ¡Esto tiene que doler! No sabe si es el rojo sangriento del líquido o las astillas del palo, pero aquella maniobra siempre le ha dado repelús y se promete, en secreto, una pequeña revolución: nunca jamás se someterá a este martirio.
La tarde continúa en la cocina. Con las uñas recién pintadas envuelven croquetas. La madre dejó la masa hecha desde ayer para complacer a la abuela y demostrarle que  trabajar cada día le permite, igualmente, llevar una casa como es debido. La abuela aprueba la pasta en silencio, y sigue hablando mientras redondea la masa pegajosa entre los dedos. La nieta escucha con los ojos abiertos y juguetea con una bola pequeña que se acaba comiendo cruda.
Mientras fríen las croquetas llegan los nietos de las extraescolares de la tarde. Los chicos, a cambio de un beso ruidoso, recogen su trofeo de chocolate y lo devoran ante la tele.
El primer aponeeerlameeesa deja quietos a los dos grandes. La nieta espera tensa, y al segundo grito se levanta, con rabia. Va por solidaridad con su madre y quizás también por sentido del deber (que le ha calado más fondo de lo que querría). Reparte los platos, vasos y cubiertos por la mesa mal y sin ganas mientras oye las risas de los hermanos viendo la tele. La rabia le humedece los ojos.
Llega el padre. La abuela se da aire al peinado inmóvil desde los años 60 y lo saluda.
Se sientan a cenar. Los nietos se avalanchan encima las croquetas y la madre les sirve la verdura.
Cenan rápido mientras se cuentan las batallas del día. Sabiéndose queridos y parte de la familia. Más allá de quién sean, de lo que piensan, de sus deseos…
Después de los postres las tres mujeres recogen la cocina en una danza íntima.
La nieta sueña apoyada en el fregadero, mirando como la abuela frota las ollas con energía y mucho jabón. Cómo se desliza el agua por la vajilla, escuchando el ruido de los guantes restregandose por cada pieza. Los dedos hábiles y ligeros haciendo malabares bajo el grifo.
Dejan la cocina pulcra y la abuela se marcha.
La casa recupera su ritmo habitual. Lavadoras que se tienden con prisas, deberes por hacer, artículos que leer, gritos de peleas y deseos de buenas noches.
La nieta, en camisón, prepara la cena a las muñecas en uno último juego antes de dormir. Pone la mesa, ahora sí, con cuidado. Ya tiene los movimientos aprendidos.
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