Estoy con la banda: una historia breve de las groupies
En el ecuador de los años 60, las denominadas groupies aportaron a la cultura rock uno de sus elementos más glosados y controvertidos: la figura de la mujer que utilizaba su sexualidad como centro desde el que construir su relación con los músicos masculinos. De algún modo, su irrupción anunció el restringido papel que las mujeres desempeñarían en esa cultura en los años posteriores.
En su número de agosto del año 1977, la revista musical francesa Rock & Folk definía la figura de la groupie como una “chica joven, o más bien muy joven, que siente una inexplicable atracción de carácter sexual por los miembros de grupos de rock”, añadiendo que “una groupie de altos vuelos dice tener en su palmarés a un guitarrista de Led Zeppelin, un cantante de los Stones, un batería de los Who y un hijo de Jimi Hendrix”.
Lejos de acuñar un nuevo concepto, la publicación se limitaba a recordar un fenómeno tan antiguo como la propia música pop, surgido de forma tímida y clandestina en los años 50 y convertido en una subcultura explícita gracias a la liberación sexual promulgada a partir de la década siguiente. Fue en este nuevo escenario donde las groupies transformaron el deseo no liberado de las simples fans en una forma de vida posible, a menudo aireada orgullosamente bajo el foco mediático. De pronto, ya no era suficiente con escuchar los discos de los ídolos juveniles, soñar frente a un póster o gritar a pie de escenario. Las groupies se jactaban de borrar los límites de la idolatría pasiva, convirtiendo a los músicos en muescas de una cadena más o menos extensa de trofeos sexuales. Pero esta historia, como todas, tiene muchas versiones.
Aunque el término groupie se remonta al menos hasta 1942, año en que la escritora Mary McCarthy lo empleó en su novela The Company She Keeps para aludir a un cierto tipo de persona fascinada por los círculos literarios neoyorquinos, no fue hasta dos décadas más tarde cuando la palabra arraigó en la cultura rock con la connotación sexual que hoy conocemos. El consenso es amplio a la hora de fechar su carta de identidad en torno a 1964, cuando el enorme éxito cosechado por The Beatles y Rolling Stones en sus primeras visitas a Estados Unidos condujo a una enorme oleada de bandas procedentes del Reino Unido hacia territorio norteamericano, en lo que se conoció popularmente como la “invasión británica”.
Al margen del crucial intercambio de influencias musicales que supuso este fenómeno, la “invasión británica” también contribuyó a apuntalar para siempre la división de roles de género en el ecosistema pop. Muy pronto, The Beatles se convirtieron en un arquetipo. Aunque en sus primeros discos abundaban las versiones, Lennon y McCartney se destaparon desde el principio como un tándem compositivo fértil y profundamente vanguardista. En términos de imagen, sus trajes sastre y peinados top-mop no tardaron en activar un imparable efecto imitación a ambos lados del Atlántico. Resumiendo: eran talentosos, se conducían con confianza, tenían estilo. Y como líderes culturales, en la década que reinaron supusieron el modelo más consistente para miles de adolescentes varones que aspiraban a formar sus propios grupos. En paralelo, las mujeres fueron rápidamente desplazadas del tablero creativo. Primero, fortaleciendo su papel de actrices pasivas dentro de los conflictos sentimentales que planteabas las letras de las canciones pop. Después, reservándoles definitivamente un papel de seguidoras en el que podía entrar o no en juego el factor sexual explícito.
En su ensayo Estrategias sobrenaturales para montar un grupo de rock (Blackie Books, 2014), el músico y escritor Ian Svenonius introduce en este punto una interesante reflexión no exenta de sarcasmo: “La industria de la música estaba decidida a sexualizar y, sobre todo, a heterosexualizar su mano de obra, en gran medida andrógina. El mito de las groupies se forjó para evitar que las masas hetero sintieran repugnancia ante la creciente abundancia de pelo largo, pantalones apretados, botas de punta, sensibilidades continentales afeminadas y estilos de vida estrafalarios que se observaba en el ámbito de las bandas”. Dicho de otro modo: para ayudar a que el rock se convirtiera en un fenómeno heterosexualmente aceptable entre los miles de chicos de barrio que aspiraban a forjarse una masculinidad a prueba de bombas.
Sea como fuere, no hay duda de que la propia industria musical promovió la abundancia de literatura (heroica, sensacionalista, mistificadora) dedicada a narrar las aventuras de esta nueva generación de mujeres cuya vida parecía centrarse en mantener relaciones sexuales con músicos por el mero hecho de serlo. La revista Rolling Stone, con su artículo de portada “The groupies and other girls” (febrero de 1969), fue una de las primeras publicaciones en fijar el mito, articular su narrativa básica y llevarlo a la luz pública: por un lado teníamos a los miembros de las bandas, convertidos en dioses seculares; por otro, a chicas en su mayoría adolescentes (cuando el sexo con menores aún no había sido felizmente problematizado por la sociedad) aparentemente deseosas de entrar en la órbita de poder económico / erótico y veneración mediática de aquellos. Pero, según Svenonius: “A las groupies no les interesaba el sexo. Su sexualidad era secundaria (…) Para ellas, el erotismo era una transacción, un medio para lograr un fin en un mundo en el que el único activo de la mujer era su predisposición a utilizar su sexualidad”.
Coincidiendo con la publicación de aquella crónica fundacional de Rolling Stone, y a raíz de ella, comenzaron a multiplicarse los objetos culturales que competían por sacar tajada del tema de moda: películas, documentales, libros escritos con carácter de urgencia por observadores externos o por sus propias protagonistas. El camino había sido allanado para que el boom de las groupies produjese su propio sistema de celebridades y estrellas, sobre todo en Estados Unidos: Sable Starr o Pamela Des Barres, autora de la autobiografía superventas I’m with the band: confessions of a groupie (1987), procedían de Los Ángeles; Cherry Vanilla era oriunda de Nueva York; y en Chicago operaba el colectivo conocido como las Plaster Caster, liderado por la artista plástica Cynthia Plaster Caster, cuya actividad principal consistía en realizar réplicas en yeso de los penes de las más famosas estrellas del rock del momento. Claro que, en realidad, Cynthia parecía perseguir un momento de despojamiento absoluto en el que cualquier poder musical que pudieran atesorar sus modelos masculinos era intrascendente. Para ella, Jimi Hendrix no era el genio revolucionario de la guitarra o el imaginativo explorador de los estudios de grabación: tan solo el cuerpo anónimo que rodeaba al “Penis De Milo”, tal y como llamó a su escultura-réplica más famosa.
Estoy con la banda
Como apuntamos, las groupies fueron un producto de su tiempo, cuya manifestación no podría haberse producido en otro momento histórico. En su artículo “Superfuckers”, publicado en la revista Ruta 66 en mayo de 1999, el crítico musical Jaime Gonzalo señalaba que “su cantera se encontraba en el vacío de la materialista existencia occidental, en la represión familiar y en el desconcierto de una generación a la que el decálogo hippie, con sustancial ayuda de aliados psicotrópicos, había iniciado en la promiscuidad sexual (…) Que las groupies pasaran a invadir portadas responde fundamentalmente al declive de la religión en el primer mundo y al liberalismo sexual observado en los años 60, reforzado en la siguiente década por la comercialización masiva de la píldora anticonceptiva y la potestad que sobre su biología supone para las mujeres”. Unas líneas después, Gonzalo abría así otra interesante veta desde la que abordar la irrupción de la nueva subcultura: “(De pronto) se toma conciencia pública de la existencia de un nuevo tipo de comportamiento sexual que no está adscrito a ninguno de los conocidos, pues no obedece al amor, el comercio, la reproducción o el placer estrictamente físico”.
Tal vez fuese esta especie de sed o de deseo de adentrarse en terra incógnita lo que a partir de 1973 había llevado a decenas de chicas a instalarse en las noches de la English Disco, el templo de la música glam situado en el Sunset Strip de Los Ángeles, donde cada noche podían dejarse caer Iggy Pop o David Bowie. “La mayoría de ellas provenían de los suburbios”, declaraba años después la componente de la banda de rock The Runaways al periodista Simon Reynolds. “Estaban muy, muy aburridas. En la radio no pasaba nada que les gustara. Era un momento en que no había ningún movimiento verdaderamente joven”.
Ese mismo deseo podía palparse entre las páginas de la efímera revista Star (solo cinco números a lo largo 1973), convertida en algo así como el medio de expresión y promoción oficial de todas aquellas groupies (Sable, Queenie Glam, Shray Mecham) que orbitaban alrededor de la citada discoteca. Pese a que la publicación había sido concebida originalmente como un producto adolescente más o menos cándido, poblada de los habituales consejos de moda y belleza, consultorios sentimentales y cotilleos pop, no tardó en entrar en barrena. Con un gancho publicitario renovado (“¿Debería una chica buena como tú leer una revista MALA como Star?”), sus textos comenzaron a articularse en torno al prototipo deseable de “fox”: una suerte de adolescente ideal cuyas energías deberían de ser únicamente destinadas a propiciar encuentros con músicos de rock, con el objetivo de esquivar en la medida de lo posible los rigores de una vida (doméstica, escolar) regida por el tedio.
Leída hoy, Star no sorprende ya tanto por su subversión o voltaje sexual como por la insistencia con la que ponía el acento en alentar la competitividad entre chicas, revelando la condición fuertemente individualista de las groupies. Tal vez sea en estas declaraciones de Sable Starr para la revista, recuperadas por Simon Reynolds en su ensayo Como un golpe de rayo. El glam y su legado, de los setenta al siglo XXI (Caja Negra, 2017), donde se cifra con mayor claridad una de las principales zonas oscuras del movimiento: “Si eres del tipo agresivo y llamativo, lo lograrás (…) Hay que ser muy llamativa, a veces es necesario hasta parecer una perdida. En cierto sentido, barata. Es importante hacerse notar (…) Se trata básicamente de una cuestión de ego. Lo más importante es saber que al otro día voy a poder llamar a mis amigas y contarles con quién pasé la noche”.
Poder y sumisión
Coincidiendo con el declive de la década de los 70, y al tiempo que los patrones socioculturales entraban en una nueva fase de transformación, el fenómeno groupie inició también su propio proceso de repliegue hacia el interior de las bambalinas. Ahora que incluso el propio rock va camino de los museos, de aquello solo quedan los testimonios: los de las mujeres damnificadas por el rastro de abusos infligidos por sus compañeros sexuales, y los de las mujeres que aseguran haber manejado unos niveles de poder infrecuentes en muchas de sus contemporáneas.
Entre las primeras se encontraba Sable Starr, fallecida en 2009, quien describió así en el libro Por favor, mátame: la historia oral del punk (Legs McNeil y Gillian McCain, Libros Crudos, 2007) su experiencia como groupie y su relación con el músico neoyorquino Johnny Thunders, cuando ella contaba con tan solo 16 años: “Johnny destrozó mi personalidad. Quería que me quedara allí sentada, diciéndole que le quería las veinticuatro horas del día. A mí me gustaba salir y pasarlo bien, pero cambié por él (…) Después de aquello ya no volví a ser Sable Starr. Él destrozó todo mi personaje. Me hizo quemar los diarios y las agendas, y destrozó mi álbum de recortes (…) Cuando todo terminó, me sentí fatal por haberme rebajado hasta aquel extremo”.
La vivencia de Pamela Des Barres es muy distinta, a tenor de su testimonio en 2012 para la revista británica NME: “Tomé la píldora anticonceptiva en Sunset Strip frente a todos y esa fue mi declaración. Controlo mi cuerpo, puedo hacer lo que quiera”. Tres años después, frente a la grabadora de la periodista Mish Barber Way, de Broadly Magazine, Des Barres volvía a revindicar desde sus casi 60 años de edad su condición de pionera: “Antes se me consideraba una antifeminista, una puta que se mostraba sumisa ante los hombres. Ahora, finalmente, se me considera una feminista, una mujer que hizo exactamente lo que le dio la gana”.