Cuidados de una hija a una madre

Cuidados de una hija a una madre

"Mamá, ¿dónde están mis pantalones?", "mamá, no me encuentro bien", "mamá, dame...". A las madres les acompaña un imperativo que siempre va dirigido hacia ellas. Iris César, un día, le preguntó a su madre: "Mama, ¿a ti quién te cuida?".

17/04/2019

Iris César del Amo

Ilustración de Paulapé

Ella se levanta a las 7:30 de la mañana, una hora antes de su horario habitual, para acompañar a su pareja a sacarse sangre. No tiene nada que hacer allí, ha interrumpido sus otras actividades y ha tenido que reorganizar toda su mañana de compras y quehaceres. Pero se ha levantado a las 7:30 de la mañana para ir, esperar y nada más.

Esa es la vida de una madre, así es como se organiza su día a día y su tiempo. Y cuando digo madre, digo señora, mujer, ama de casa, cuidadora, digo “mamá, ¿dónde está mi pantalón vaquero?”, digo “mamá, me encuentro mal”. Su día empieza con el cuidado obligatorio, con la pérdida de su tiempo para cedérselo a los demás. Los cuidados son un gran eufemismo que significa ceder tu tiempo a otros. Pero no solo eso. Con cuidado obligatorio me refiero no solo a que sea ella la que ejerza los cuidados, sino a que “ese favor”, esa compañía para aplacar el miedo de la otra persona ya no es un favor ni un cuidado, es una responsabilidad. Es su deber hacerlo todo por y para los demás. En el momento en el que la madre protesta o se niega, el otro se enfada. Se enfada porque ella no está dispuesta a proporcionar los cuidados que el “pedidor del favor” no quiere o no es capaz de proporcionarse a sí mismo. Se enfada porque es su deber cuidarlo. Es un chantaje y una manipulación. Poco se habla de la culpabilidad que le hacen sentir a la mujer si no ejerce los cuidados, que son (no olvidemos) su obligación. Hacer que otros, o creo que podríamos decir sin miedo a equivocarnos otras, hagan tus obligaciones es el colmo de la pereza y la comodidad. Y de la irresponsabilidad hacia uno mismo. No es tampoco accidental que todos los asistentes virtuales como Siri o Alexa tengan voces femeninas, sino que es una clara estrategia de marketing. Tal y como afirmaba un artículo sobre el tema publicado en El Periódico, “se basan en estudios que consideran que la voz de las mujeres es percibida más servicial, mientras las masculinas son asociadas a la autoridad”.

El sentimiento de culpa que puede llegar a sentir una madre con comentarios diarios que critican la casa, la comida o la ropa o por intentar priorizar por una vez su tiempo personal puede ser hondo e irreparable si no se trata a tiempo. ¡Feminismo al rescate! Nadie quiere ser mala madre. Además del estigma social y la culpabilidad, significaría el fracaso como persona, como mujer. Nos han inculcado que por haber nacido mujeres, tenemos el instinto y la capacidad innatos de dar a luz, criar y cuidar. Y si no cumplimos con esos requisitos, ¡vaya mujer estamos hechas! Nuria Varela hace un apunte interesante en Feminismo para principiantes: “En vez de renegar del trabajo doméstico, la economía feminista lo valoró por sí mismo en cuanto que es proveedor de relaciones afectivas, de cuidados y de calidad de vida”. Por tanto, ya no es que sea nuestra obligación, recibamos críticas si no lo hacemos y si además no lo hacemos “bien” e incluso lleguemos a sentirnos culpables, sino que nos vemos envueltas en un chantaje emocional, porque los cuidados también provienen del cariño. “Lo hago porque lo quiero”, “lo hago para que descanse”, “lo hago porque me da pena”, ¿”lo hago para que no se enfade”? Todas hemos escuchado o incluso dicho alguna vez estas frases en nuestra época pre-feminista. Podría una pensar que el ser al que cuidamos fuera débil, sensible y frágil, pobrecito, y nosotras nunca nos cansamos. Así el amor romántico se extiende también a los cuidados.

Otro de los cuidados olvidados que absorben y menosprecian el tiempo de una madre son los “mamá, dame”. El imperativo es el tiempo verbal favorito para una madre. No para que lo utilice, sino para que lo dirijan hacia ella. “Dame un tenedor”, “dame el azúcar”, “tráeme la toalla”. Qué exageraditas somos. Poner el grito en el cielo por pedir un favor de nada. Pero ¿con qué derecho usamos la pinza recogedora marca Mamá S.L. para evitar desplazarnos un par de metros o soltar lo que tengamos en la mano? Intento evitar por todos los medios este fenómeno, que, según mis observaciones, puede llegar a ser muy contagioso. Sin embargo, existe un simple método para evitarlo al que los científicos llaman el “mamitómetro”. Consiste en plantear la siguiente hipótesis: ¿Pediría mamá el favor? Si es que no, entonces tú tampoco debes pedirlo. ¡Créeme, funciona! Además conseguirás gran amplitud de movimiento y mucha más autonomía.  

La práctica “mamá, dame” es tan solo un claro ejemplo de cómo disponemos del tiempo de las madres como si fuera el nuestro, de cómo nos aprovechamos de su cariño y de cómo ni siquiera las tenemos en cuenta. Exigimos y exigimos y las damos por hecho, pero es muy triste ser alguien a quien dan por hecho porque entonces dejas de existir. Dejas de ser persona para convertirte en un utensilio más que los otros usan para hacer su vida más fácil. Nos han educado para ver en toda madre a la madre abnegada que lo da todo por sus hijos, para querer ser la mejor madre del mundo y no vemos que más allá de la madre está la persona, que también tiene aspiraciones, ambiciones, problemas, vida personal, social y amorosa. Como dice la sabia Lisa Simpson: “¡O sea que los rumores son ciertos! Las madres quieren cosas”.

Un día le pregunté a mi madre: “Mamá, ¿a ti quién te cuida?”. Mi madre yendo a la compra, haciendo sus tareas diarias; mi madre llevando el ordenador a arreglar aunque ella no lo usa, haciéndose cargo de las responsabilidades de los demás; mi madre paseando por la ciudad para que yo no me sienta sola. Mi madre cuidando, cuidando y cuidando. Sin darme cuenta, con esos paseos yo también me había convertido en un factor más de la explotación de su tiempo, de su agobio diario y de su pérdida de libertad. Es tan fácil acomodarse en la inactividad, en la pasividad, en la autocompasión que ni siquiera me di cuenta. Pero, mamá, ¿a ti quién te cuida? 

En una rabia contenida ante la invisibilidad del trabajo de mi madre, (¡qué digo trabajo! Eso no es trabajo, es un curro. Un currazo que te enloma los riñones, joder.) tomo una decisión y, sobre todo, una toma de conciencia: ejercer los cuidados desde mi casa como una hija que cuida de una madre, como acto revolucionario, como activismo político. Voy a cuidar a la persona más importante, a la que nunca se piensa que necesite cuidados sino que provea de ellos. La lucha feminista desde el hogar, literalmente, desde mi puta casa. Lo personal es político y nunca mejor ejemplo que este.

Son esas simples tareas que ella hace por los demás en ese “cuidado obligatorio” y que también hacía por mí cuando yo era adolescente, como ir a la farmacia, recoger los resultados del médico, recargar la tarjeta de transportes, preparar el café o la cena. En definitiva, compartir las responsabilidades y la carga mental. Qué cosas tan pequeñas con resultados tan enormes. La prueba definitiva de lo revolucionario de los cuidados a una madre (qué triste que cuidar a mi madre sea revolucionario) se hace evidente cuando al ofrecerme a recoger un paquete, a hacer el recado, su primera reacción fuera de sorpresa. Y es que no está acostumbrada a que le hagan favores, no está acostumbrada a delegar porque ella siempre lo ha hecho todo sola durante toda su vida, no está acostumbrada a que la cuiden. Y cuando se ha atrevido a pedir algún favor, ocasión extraordinaria, lo ha hecho con reticencia y con un sutil tono de cautela, como si ya estuviera anticipando el no. 

Me doy cuenta de que a veces nos centramos en un activismo externo muy fuerte, en la lucha de las principales causas feministas que están ahora en auge y que son fundamentales en el panorama político actual, pero no quiero olvidarme de la raíz, de mis raíces. El feminismo es una forma de vida y debe ser una revisión constante de ti misma y de todo lo que antes dabas por sentado. No puedo luchar en la calle cuando veo cómo mi madre está explotada en casa. El activismo fuera es esencial, pero el activismo dentro, el que no se ve, es tan importante como el que más. Me imagino una revolución en los pequeños núcleos del hogar que van formando una red que se amplía y nos conecta para abarcar más allá. El feminismo de dentro hacia fuera, de lo privado a lo público. La deconstrucción comienza en una misma para luego deconstruir la sociedad.  La coherencia, ese gran elefante en la cacharrería que nos persigue y nos crea continuas contradicciones, por la que creo que debemos repensar nuestras vidas y comportamientos antes de intentar dar lecciones al mismísimo patriarcado. No quiero seguir su ejemplo y pisar a las demás en favor de una meta. Espero que nosotras aspiremos a ser moralmente superiores y éticamente mejores que un montón de machos con la picha fuera. Por mucha gracia que nos hagan las frases de las madres, ojalá llegue un día en que ya ninguna tenga que decir: “es la primera vez que me siento en todo el día”. Y con esto y un bizcocho, termino con una cita de Isabel Otxoa en una entrevista para el diario El salto:

“Terminar con el modelo de atención a la familia, en el que marido, hijos e hijas no asumen su cuota de autocuidado, tiene que ser un objetivo feminista de primera línea. Repensar el cuidado es entender que se ha hecho en condiciones de opresión”.

 

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